«Por el rabillo del ojo, el joven moreno atisbó el codo de su compañero clavado en la roca, flanqueándolo. Intentó no recordar a qué sabía su lengua ni revivir la sensación punzante de la barba rubia sobre su mentón. Y era tan difícil… Estaba muy cerca, el calor de su aliento se tornaba algo palpable en el aire frío y húmedo que emanaba del curso del río. Si bien Ogmi le había inculcado que el contacto no era prudente, una pequeña voz no dejaba de preguntarle por qué. Gareth estaba en lo cierto, al fin y al cabo; ya sabía lo que era y no iba a denunciarlo, podía confiar en él. ¿Podía? ¿Tenía la certeza de que no lo traicionaría cuando esto terminara? Por otro lado, ¿importaba? Dudaba que la confianza estuviese relacionada con el placer. ¿Acaso él se fiaba de sus clientes cuando compartían sus fantasías sexuales? ¿No tenían los hombres… necesidades?
Los dedos del mercenario se deslizaron por su nuca y arrancaron un estremecimiento a las áreas de piel sensible en torno a sus puertos. Al tratar de controlar el redoble dentro de su pecho, descubrió que era mucho más complicado que en el burdel. Tampoco era sencillo dejar de ser él mismo y olvidar los temores que lo habían acompañado todos aquellos ciclos».
Esta es la versión de Mar Espinosa de Miroir y Gareth, los protagonistas de «Las ramas muertas de Nakahel». Esas manos y esa imaginación suyas valen oro. O escamas de dragón.
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