Shaal
no era el tipo de orador que mantuviera en vilo a las masas. La
abstracción del Vértice y el incómodo silencio de sus dos colegas
de nivel provocaron, no obstante, que su tono monocorde fuese lo
único audible en la estancia durante la tediosa exposición de
hechos. La versión femenina de Eal, por el contrario, fue concisa y
expresiva a la hora de revelar los motivos de su fuga. Se dirigía al
Vértice pero también al resto de sus compañeros, cuya actitud era
menos severa; la intriga por su nueva envoltura parecía restar
fuerza a la gravedad de la traición. Cuando consiguió despertar la
curiosidad de todos, relató algunas de sus experiencias entre los
terráqueos: charlas con científicos, libros escondidos en almacenes
secretos, obras de arte nuevas o sepultadas por el tiempo... Eligió
con cuidado, a sabiendas de que no podría extenderse mucho. Y no se
equivocaba, pues, en cuanto mencionó sus contactos con la
tripulación de la otra pirámide, el Primer Biólogo se mostró tan
encolerizado como aquella cantidad de público le permitía.
—Has
osado violar la prohibición de intervenir —articuló.
—En
absoluto. He observado, he tomado notas, he aprendido cosas. Aunque
admito que fue difícil, me las arreglé para pasar inadvertida al
subir a la nave tras el tripulante consciente que suele visitar
tierra firme.
—Abordaste
al tripulaste consciente. Subiste a su nave. —A Shaal le costó no
gritar. El resto de los asombrados asistentes no se privaron de
cuchichear.
—Tienen
bastante que ofrecer. Por ejemplo, su observatorio y su...
—No
queremos escuchar de qué manera te burlas de las órdenes —se
apresuró a interrumpir su interrogador—. Tus crímenes sobrepasan
a los de la totalidad de tus semejantes desde que cobramos
conciencia. Nos has expuesto a ser descubiertos, a quedar varados en
un planeta menor...
—¿Por
qué todos los planetas en nuestra ruta son menores?
¿Por qué siempre elegimos civilizaciones menos desarrolladas? Hay
que rendirse a la evidencia y aceptar que el triunfo tecnológico es
una mera cuestión de tiempo. ¿Acaso en estos años no se han
implementado algunos de nuestros sistemas basándose en las ideas de
los terráqueos? Extraña victoria de aquellos a quienes consideras
especímenes primitivos de vidas cortas. —Lanzó una ojeada a
Leonardo—. Quizá esa fugacidad sea la que haya grabado en su
material genético el impulso del descubrimiento, mientras que
nosotros ya despertamos estancados.
—La
perfección...
—Oh,
deja de hablar de tu adorada perfección y mira a tu alrededor. Si
tan irreprochable es nuestro palacio amatista, ¿por qué habríamos
de buscar algo más en el exterior?
De
mala gana, Shaal paseó la vista por los asientos. Muchos de sus
congéneres, no solo la avanzadilla, habían adoptado cuerpos
terráqueos para hacer visitas al planeta. Demasiados... Era
inquietante comprobar que la gran mayoría no participaba de su
repugnancia a mezclarse con inferiores.
—Efecto
de tu traición y tu abandono —silabeó entre dientes. Se repuso
rápido y reanudó el recuento de felonías—. Basta de rodeos. Tus
crímenes, sí: asesinaste a uno de los nuestros.
Neudan
hizo amago de levantarse. Eal lo interrumpió alzando la voz y
declarando:
—Tu
acólito trató de impedirme hacer lo que para él era una locura.
Dado que estaba al tanto de algunos de mis planes, hube de...
eliminar el riesgo de ser delatado mediante el único procedimiento
efectivo. —Su antiguo amante contuvo la respiración—. Sin negar
mi arrepentimiento, admito que mi culpa se vio aliviada por la
certeza de saber que era una medida temporal.
—Temporal.
Lo privaste de su historia. Exijo... el Vértice exige el
restablecimiento de su registro de memoria.
—Me
temo que lo destruí. —Se alzaron nuevos murmullos de aversión.
—¡Silen...!
Silencio. —Shaal recuperó la compostura en el último segundo—.
Tu desfachatez no conoce límites. Y has perturbado la paz de nuestro
Primer Tripulante sin motivo, con una conversación que no conduce a
nada. Devolverás los datos sustraídos para que reanudemos viaje y
repongamos nuestras reservas de energía.
—Estoy
segura de que, si el Vértice estuviese al corriente de mis
descubrimientos en la otra pirámide...
—Silencio,
he dicho. En cuanto a ti, la enormidad de tu traición ha hecho casi
imposible determinar un castigo proporcionado. Para igualar el
alcance de tu crueldad, hemos tenido que recurrir a esa otra pirámide
que tanto nombras e imitar el tratamiento al que someten a los
miembros dormidos de su tripulación. Tu cuerpo será destruido junto
con tu registro de memoria. Tu existencia se limitará a ocupar un
archivo en las bases de datos de la nave, ninguna cápsula de
regeneración te recreará. —El pavoroso destino de Eal horrorizó
a la concurrencia, Neudan incluido. Esa vez fue Leonardo quien le
aferró el brazo y lo mantuvo en su sitio—. Te condenamos a no
ser
hasta que la misericordia del Vértice restablezca nuestro número en
algún momento del futuro.
—Cuánta
generosidad. —A pesar de la amenaza, el Primer Ingeniero conservó
la sangre fría—. Ya comprobaremos si tu plan es factible.
—Factible.
Acaso lo dudas. Te aferras a vanas esperanzas.
—No
lo creas. Déjame recordarte (y el Vértice sea testigo) que la
pirámide me permitió actuar conforme a mi criterio. Veremos si es
igual de comprensiva con el tuyo.
Estas
palabras, que despertaron una postrera oleada de reflexiones entre
los asistentes, empujaron al indignado Shaal a hacer salir a su
superior cuanto antes y a ordenar el confinamiento de la prisionera.
No bien abandonaron la sala, Leonardo se avino a soltar el brazo que
había atenazado hasta entonces.
—Ibas
a meterte en un lío —afirmó—. Tendrás tiempo de meterte en
líos, y muchos, pero no aquí, ni ahora.
—Leonardo,
tú no sabes lo que me estás pidiendo que calle.
—No,
no lo sé. —Espió a los guardias por el rabillo del ojo. Después
intercambió otra mirada con Draadan; el supervisor ya no se
molestaba en ocultarle su desesperación—. Espero que lo compartas
conmigo más adelante. Antes... del final.
***
El
invierno de 1519 trajo mucha más oscuridad y nostalgia de las
habituales, pues aquella época de animación suspendida carecía de
lo único que la hacía soportable, una promesa de primavera.
Leonardo vivió los primeros meses del año con la falta de energía
de un anciano derrotado y herido, y así lo percibieron sus
allegados. Salaì, el bello demonio de rizos claros, se había
trasladado a Milán para no volver. Las chispas de nuevos proyectos
dejaron de prenderse. La vida se apagaba poco a poco en los ojos del
maestro.
Apenas
sujetaba el pincel para aplicar retoques a su retrato de la dama
sonriente, obra que parecía obsesionarle, mientras que el resto de
sus pocas horas de actividad las dedicaba a dictar últimas
disposiciones a Cecho. Por lo demás, pasaba largos periodos aislado,
casi esperando algo o a alguien, según deducían los otros
habitantes de la casa. Y tenían razón: la búsqueda de Eal, la
reclusión forzosa y el silencio que se hizo tras su alegato lo
condenaron a muchos días de soledad. Días para meditar las razones
por las que habían hecho uso de él. Días sin dormir, pensando en
el futuro.
Cuando,
finalmente, Draadan se reunió con él en Cloux, no pronunciaron
palabra durante no se supo cuánto tiempo. Se limitaron a besarse, a
abrazarse, a buscarse el uno en el otro con toda la intensidad de dos
condenados. Porque
la muerte es una sentencia cruel, pero deja atrás toda
incertidumbre, mientras que la separación es una lenta tortura que
mantiene la herida fresca al no sesgar el hilo de la esperanza.
Al recuperar los sentidos se estudiaron en silencio, un par de
figuras marchitas que se habían saltado demasiados almuerzos y
demasiadas noches de sueño. Había una diferencia, no obstante, y
era que Leonardo sonreía.
—Creía
que no volvería a verte —dijo— y aquí estás. Doy gracias por
ello.
—Leonardo,
¿piensas que me iría sin...?
—No
lo pienso. Con todo, sé que no sujetamos las riendas de nuestros
destinos, y no voy a maldecir las pérdidas sino a bendecir las
oportunidades. Además, ellos siempre escuchan, ¿verdad?
Señaló
al cielo. La forma de su mano, un gesto que tantas veces había
reproducido en sus pinturas, admiró y encolerizó a Draadan a la
vez. La frágil compostura comenzó a hacerse pedazos.
—¡Ellos
no tienen derecho! ¡Eal estaba en lo cierto cuando hablaba del
estancamiento de...!
—Calla
—posó el índice en sus labios—, nada de reproches ni
lamentaciones, te lo ruego, ahora no. Tienes mucho que contarme y
poco margen para extenderte. Y ya me conoces, siempre quiero saberlo
todo. Dime, si ya tenéis a Eal, ¿por qué no habéis preparado ya
la partida?
Su
serenidad, su sonrisa... Dos dones preciosos que por nada del mundo
habría querido Draadan echar a perder.
—Las
condiciones del... espacio no son las ideales para partir con poca
energía —masculló, contentándose con machacar la ira en sus
puños apretados. Luchó entonces para hallar una manera de
explicarle la técnica de los impulsos gravitatorios en términos
adecuados a su entendimiento—. Hay que aprovechar las distancias
entre planetas, buscar rutas para...
—Ser
uno con la música de las esferas, lo entiendo. Si la música es
matemáticas, ¿por qué no iba tu viaje a participar de su armonía?
—Sí...
—¿Lo
han castigado ya? ¿A Eal? ¿Ha... dejado de ser?
—Aún
no. Se niega a revelar la ruta hasta el momento límite.
—Cualquiera
trataría de prolongar su periodo de gracia, no se lo reprocho. Eso
me ha permitido a mí organizar mis propios asuntos. No hay nada de
lo que preocuparse, todo está listo. —Caminó hasta su escritorio,
junto al cual descansaba el caballete con el retrato de la nueva
Eal—. Mi disfraz de vejez es muy convincente y, cuando preparemos
el desenlace,
nadie será tomado por sorpresa. ¿Me ayudará a pretender mi muerte?
Supongo que sí.
—Leonardo...
—Le
dejaré a Cecho mis libros —prosiguió,
con aparente despreocupación—.
Yo me llevaré
lo
esencial y buscaré
fortuna
lejos de aquí,
donde nadie me conozca.
Será
duro renunciar al favor del rey de Francia, pero no puedo quejarme.
Después de todo, soy el único terráqueo que va a disfrutar de dos
vidas.
—Leonardo...
—¿Cabría
la posibilidad de despedirme de Neudan y Navekhen? ¿De subir para
decir adiós? Después de tantos años, he llegado a apreciarlos
mucho, y...
—¡Leonardo!
¿Cómo
puedes hablar de esto con tanta tranquilidad? —Incapaz ya de
contenerse, Draadan lo sacudió. Luego lo estrechó con el amor más
furioso y atormentado, un sentimiento que amenazaba con destrozarle
el alma—. ¡Estás fingiendo! ¿Crees que no me doy cuenta? ¡Sabes
que es injusto, que después de dedicarles toda tu existencia te
deben mucho más que unos años de gracia! ¡Eres inteligente,
admirable, imprescindible! ¿Cómo pretenden renunciar a ti?
Maldita... sea... ¿Cómo voy yo a vivir sin...?
El
dolor de su pecho se abrió camino hasta el corazón mismo de
Leonardo. A punto estuvo de gritarle a Draadan que no lo abandonase,
que lo amaba, que la existencia sin él perdía su razón de ser. Que
lo escondiese en un rinconcito de su nave maravillosa y permaneciese
a su lado hasta que su cuerpo mortal aguantase. Que volviese a
buscarlo al concluir su viaje, al menos, y se despidiese con un
beso...
Lo
amaba, sí. Por eso no podía agravar su carga pidiendo imposibles.
Draadan pertenecía al cielo; él se conformaría con haber llegado a
volar.
—No
estemos tristes —pidió, con dulzura—. Tus amigos te necesitan,
incluso Eal; no les des motivos a los otros para encerrarte de nuevo.
Prométemelo, por favor. Yo... ¡Yo estaré bien! —se apresuró a
añadir—. Ofreceré mis servicios al sultán de Constantinopla,
donde la gloria está al alcance de quien sabe ganársela. Y
tendré... cientos de charlas que recordar, y nuevos descubrimientos
que hacer, y... te pintaré sin que puedas prohibírmelo.
»No,
no me quejo de todo cuanto he tenido, de lo que aún llegaré a
tener. ¿Recuerdas cuando era joven e incapaz de aceptar que había
certezas, misterios e infinitos que jamás alcanzaría? La edad es un
gran instructor. Te enseña, sobre todo, que la perspectiva de la
mortalidad es el acicate más poderoso para aprovechar esos dones que
sí te han concedido. Ahora lo acepto, no estoy asustado. Cuando
pensaba que estaba aprendiendo a vivir, también estaba aprendiendo a
morir.
Al
contemplar al Draadan derrotado, al Draadan mudo y trémulo que
apretaba los labios para no estallar en gritos o sollozos, Leonardo
comprendió que su resignación no bastaba para consolar a un
inmortal. Enredó las manos en sus cabellos sueltos, le besó la
frente, los ojos, los labios. Lo arrastró al lecho y trazó con los
dedos los contornos de ese paisaje de piel que había ocultado en
tantos de sus dibujos; no para memorizar algo que ya era parte de sí
mismo, sino para que él se llevara prendido el tacto de sus
caricias. Para que olvidase todo lo demás.
—Tu
león domado. Mi Daniele... por siempre.
***
El
mayor afán del Shaal de los últimos tiempos era minimizar el
contacto con sus semejantes. Dejar aquel planeta atrás era todo
cuanto le importaba; no deseaba debatir sobre hechos que ya
consideraba incuestionables, en especial cuando su parte del diálogo
solía consistir en negaciones escuetas. Ahora bien, Draadan seguía
siendo el supervisor. Por mucho que su profesionalidad hubiese sido
puesta en tela de juicio, la suya era una voz a escuchar, y a Shaal
no le quedó más remedio que acceder a entrevistarse con él después
de media docena de aplazamientos. A esas alturas, la apariencia
humana de Draadan se resquebrajaba. La piedra de su semblante ya
estaba surcada de grietas por las que amenazaba estallar la lava
fundida.
—No
has aceptado mi petición para llevar un pasajero —le espetó, sin
rodeos—. No se la has hecho llegar al Vértice. Atrévete a decirme
que me equivoco.
—Porque
es absurda.
—Vas
a prescindir de Eal, un miembro vital de nuestra tripulación.
Precisamos un reemplazo.
—Un
reemplazo... terráqueo. —Shaal silabeó el concepto como si la
idea le resultase igual de sensata que reclutar un caballo o un
animal marino—. Vuelves a caer en el sentimentalismo estéril de tu
último destacamento largo en tierra firme. Empiezo a pensar que no
eres apto para misiones de campo y que ese reemplazo debe ser el
tuyo. Si ese es tu único punto del día, sal por donde entraste. No
voy a perder mi tiempo en...
—¡Me
lo debes! —rugió Draadan, perdida ya la moderación—. ¡La
pirámide me lo debe! ¡Por todos los ciclos de ensuciarme las manos
mientras tú das órdenes desde tu aséptico puente de mando! ¿Y
quién dispone lo que está bien o mal, lo que es apropiado o
ilógico? ¿No deberíamos los demás tomar parte en las decisiones?
—Te
atreves a cuestionar... —Las venas sobresalieron en el largo cuello
del Primer Biólogo—. Draadan-dabb, estás a un paso de volver a
confinamiento.
—Adelante,
enciérrame y desestabiliza aún más el precario equilibrio de la
tripulación. Con el Primer Ingeniero y el supervisor fuera de juego,
¿crees que no empezarán a preguntarse quién será el siguiente?
—Tu
amenaza vacía no cambiará la realidad: los terráqueos no
participan de nuestra naturaleza. No serán aceptados jamás por la
pirámide.
—Antes
de que sueltes otro manifiesto supremacionista, te recordaré los
datos que Eal transmitió a través del fresco de Milán. Al
principio no les presté atención (algo de lo que me arrepiento cada
día), pero he estado revisionando los archivos y refrescando mi
memoria. Adaptaciones de las cápsulas de regeneración y de las
nanomáquinas, eso eran. Ideadas por el Primer Ingeniero en persona,
lo que garantiza su efectividad.
—Irrelevante
e innecesario. Nuestra gente no requiere esas modificaciones.
—No
están hechas en base a nuestra genética, sino a la de ellos. Nos
permitirían aumentar nuestras filas. ¡Nos permitirían reclutar
otras razas!
—Irrelevante
e inneces...
—¡Exijo
presentar mis peticiones ante el Vértice!
Los
iris pálidos de Shaal destellaron. Que Eal, un colega de nivel, lo
increpara en esos términos ya había sido difícil de aceptar; que
lo hiciese alguien que le debía respeto, en base a hechos que
pretendía dejar en las sombras...
—Silencio
—consiguió escupir sin gritar—. El propósito explorador de
nuestra cultura jamás se contaminará con razas primitivas. No
exiges nada.
No volverás a mencionar esa información clasificada ni a plantear
esta petición ante nadie.
—Shaal-mekk...
—Ya...
has... oído, Draadan-dabb.
Una palabra más al respecto, una
palabra, y volverás a confinamiento.
—Solicito
entonces un nuevo destino —se las arregló para pedir el
supervisor, con voz estrangulada—. Solicito permanecer en el
planeta el tiempo que dure el viaje de reaprovisionamiento. Me
reincorporaré a la tripulación durante su futura visita de control.
Ambos
navegantes callaron, incrédulo uno, desafiante el otro. Shaal se
negaba a creer que uno de los suyos aceptase quedarse atrás,
expuesto a aquella arcaica cultura, con riesgo de morir y perder la
memoria acumulada de muchos ciclos. Y todo, si no interpretaba mal,
por un simple terráqueo. Si bien Draadan sabía que había tentando
a la suerte mucho más allá de lo lógico y sensato, ya no razonaba
con propiedad. No iba a renunciar a Leonardo, no esta vez.
Por
desgracia para él, el rostro de su superior no mostraba signos de
indulgencia.
—Te
someterás a evaluación psicológica —sentenció este, al fin—.
Tu permiso de descenso a tierra firme queda revocado por ahora.
Prevendrá que este desequilibrio tuyo te impulse a caer en conductas
prohibidas.
—Shaal-mekk,
soy miembro del tercer nivel y...
—No
permanecerás en la Tierra, Draadan-dabb. Te reintegrarás a tus
tareas como un tripulante más o bien perderás tu cuerpo físico y
pasarás un tiempo en la base de datos. Tú eliges.
***
De
lo único de lo que Draadan se arrepentía tras la fallida entrevista
era de haber supuesto que Shaal conservaría una pizca de humanidad.
Y de haberle notificado sus intenciones, desde luego; ahora le
resultaría mucho más complicado burlar a los vigías y esconderse
entre los terráqueos en el momento de la partida. Porque iba a
quedarse, eso era un hecho. Aunque tuviera que hacer daño a su
propia gente, aunque se condenase al ostracismo, haría lo que su
corazón le dictaba.
Sabía
que el primer paso era amortiguar las señales localizadoras que su
cuerpo emitía en todo momento, las que posibilitaban el rastreo y el
transporte. Portaba tal información a nivel celular y era
impracticable desactivarla por completo, pero sí podía inocularse
varias dosis de material genético terráqueo que confundirían a la
pirámide el tiempo suficiente para impedirles fijar su posición. El
tratamiento era doloroso, pues los anticuerpos luchaban para eliminar
los agentes extraños del organismo. El obstáculo ni siquiera lo
hacía parpadear.
En
su camino a Biología puso buen cuidado en no ser descubierto.
Conocía los horarios de su némesis
y del acólito de este, así como los códigos de seguridad. Al
acceder a los compartimentos donde se almacenaban los especímenes
terrestres, cuando ya saboreaba el éxito, una mano se posó en su
hombro. No iba a retroceder ni a andarse con rodeos. Con la velocidad
del rayo aferró la muñeca del intruso, lo tumbó y le plantó la
rodilla en el cuello para no darle ocasión de gritar. Al estudiar a
su antagonista descubrió, confuso, que se trataba de Neudan. El
antiguo acólito resolló durante unos instantes antes de reponer el
oxígeno de sus pulmones.
—Debí...
suponer que harías eso —dijo, al recuperar el habla—. Draadan,
sé qué has venido a buscar aquí. No voy a detenerte, te ayudaré
si quieres, pero antes te pido que me escuches. Si mi plan no te
convence, eres muy libre de perder tu rango siguiendo el tuyo propio.
—¿De
qué plan estás hablando? —bisbiseó el supervisor.
—He
tenido acceso a... datos que ya daba por perdidos.
—¿Datos?
¿Qué datos?
—¿Recuerdas
nuestra visita al quinto planeta del sistema Tee-sai-Hann? Se te
destrozó por completo el uniforme al colarte en aquella caverna no
autorizada. Para que no regresaras desnudo, te transporté uno nuevo
y me obligaste a darte mi palabra de que no lo incluiría en el
reporte.
—Claro
que lo recuerdo, me chantajeaste durante todo el viaje hasta la
siguiente estrella. Lo que no entiendo es cómo te acuerdas tú, si
eso sucedió antes de...
—Es
una larga historia y será mejor que no te la cuente en este
laboratorio que acabas de invadir. —Aquel Neudan aún tirado en el
suelo sonaba diferente, más seguro de sí mismo. Sus ojos lo
taladraban con una sabiduría a la que no se había enfrentado en
décadas terrestres—. Te necesito, Draadan, es nuestra oportunidad
de alterar el orden de las cosas. De conseguir lo que más deseas en
el mundo.
***
Tras
requerir, una y otra vez, que se le permitiera conversar con Eal
antes de despojarlo de su cuerpo, el ruego de Neudan había sido
atendido. En base a motivos erróneos, cierto, ya que no pretendía
recriminar al fugitivo ni satisfacer su simple curiosidad; su
auténtico propósito era escuchar de sus labios una confirmación
sobre el mensaje encerrado en el pequeño dispositivo de Leonardo.
Mientras la razón dictaba que debía ser una mentira elaborada, sus
instintos lo empujaban a creer. Tenía sentido para él. Y quería
saber por qué.
Entrevistarse
con ella
había sido una de sus experiencias más desconcertantes, no solo
porque la había ensayado en su cabeza decenas de veces desde su
renacimiento, sino porque la definitiva no guardaba similitud alguna
con las versiones anteriores. Eal era una mujer de maneras suaves
cuyo exterior no se correspondía con el calculador intelecto que se
le atribuía. Casi habría pasado por humana, con aquellas prendas
sencillas en aquella habitación vacía y aislada, sin nada
susceptible de ser manipulado por un as de la ingeniería. Y no lo
miraba con odio, desprecio o altanería, sino con afecto. Sus manos,
apretadas contra la pared transparente que le servía de jaula,
parecían querer salvar la distancia y posarse en sus hombros, en sus
mejillas, por el simple placer de tocarlos. ¿Y
por qué no habría de querer hacerlo, si lo que vi en el dispositivo
es cierto?,
se preguntó. ¿Soy
un traidor... o una víctima? ¿Qué clase de víctima oculta la
verdad a sus compañeros?
—Has
tardado mucho en venir, pero sé que no estaba a tu alcance decidir
el momento —aclaró la sonriente Eal, con una voz tan acariciadora
que bien habría podido suplir lo que las manos no alcanzaban a
completar—. Eres tú, de nuevo tú. Quizá con restos de esa mirada
curiosa con la que te asombrabas del mundo al principio, cuando todos
éramos más jóvenes y menos cínicos.
—El
mensaje que Leonardo...
—Ven,
acércate a este lado —rogó ella, reclinándose sobre la lisa
superficie metálica de un lateral. —. Te escucharé mejor.
Ya
fuera una petición inocente o un intento de burlar la vigilancia,
Neudan obedeció a regañadientes. Odiaba no saber, estar en
desventaja en tantos sentidos. Entonces notó que el campo de fuerza
que rodeaba la pared causaba interferencias cuando se la presionaba,
y que eso les concedería un poco de privacidad. La comprensión de
ese pequeño hecho le hizo sentirse algo mejor.
—Si
el contenido del dispositivo era real —susurró—, ¿por qué
dijiste que habías actuado en solitario?
—¿Acusarte
y hacer que te encerrasen en una de estas? ¿A quién beneficiaría?
No, estás mejor donde estás, libre y listo para actuar. Si todavía
lo deseas.
—¿Desearlo?
Yo... ¡no recuerdo nada! Las grabaciones podrían ser falsas, es
lógico deducir que lo son. Un subterfugio para que te perdone, para
que te ayude a llevar a cabo las estrellas saben qué locura.
—Sin
embargo, aquí estás, intercambiando cuchicheos conmigo en lugar de
esperar a vengarte cuando me encarcelen en una base de datos. No,
Nudd. Aunque perdieses la memoria, yo sabía que no dejarías de ser
tú. Y el Neudan que después se convirtió en mi Nudd ya sospechaba
que las personas no prosperan cuando se las encajona en una figura
geométrica.
—No
me llames Nudd, es... confuso y... —Sus dedos se crisparon sobre la
lámina transparente—. Todo es confuso, lo que pienso, lo que veo.
Lo que sentí cuando distinguí tu nuevo rostro en aquella capilla de
Florencia y supe que te conocía. Y es absurdo, dado que este cuerpo
no conserva ni una sola vivencia del anterior, pero...
—Ha
de ser por Leonardo.
—¿Qué?
—Me
alcanzaste a través de él. En el pasado decías que te recordaba a
mí en cierta manera, más allá de la apariencia. ¿El antiguo Eal
fue vanidoso al elegir su contacto terráqueo? Probablemente. Alguien
que tuviera un poco de mí, que te resultase atrayente... Alguien a
quien quisieses proteger.
—¿Pretendes
hacerme creer...? —Neudan se atragantó al preguntar—. ¿Previste
que podría enamorarme de él?
—No
lo sé. ¿Te enamoraste?
—¡No
es asunto tuyo! Yo... Estaba aislado, sin nadie en quien confiar o
que confiara en mí. Y él era tan dulce y amable, tan...
—¿Llegó
a corresponderte?
—No.
Si lo que afirmas sobre nosotros es cierto, salta a la vista que no
participaba de tus gustos.
—Me
alegro.
—¿Te
burlas de mí?
—Nudd,
yo no he dejado de amarte ni un día desde que nos separamos.
¿Imaginas el miedo a que encontrases otra persona con el que viví
todos estos años? Claro que me alegro. Llámame egoísta si lo
deseas, pero no puedo evitarlo. Nunca he pretendido compartirte.
Una
corriente eléctrica sacudió las entrañas de Neudan: era la primera
vez desde su renacimiento que alguien le decía que lo quería. No,
no alguien
sino ella,
la traidora a punto de recibir un castigo ejemplar. Y el sentimiento,
por incorrecto y desesperado que pudiese parecer, era
sorprendentemente cálido. Durante un instante, las yemas de sus
dedos se deslizaron sobre la pared que los separaba y coincidieron
sobre las de Eal, en un vano intento de comprobar si su tacto, ya que
no su mente, recordaba.
—Sería
tan bueno creerte —musitó—. Si supiese cómo hacerlo... Si no
hubieses destruido mi registro de memoria...
—Los
recuerdos cambian con las épocas. Yo también lo hice, me trasladé
de un lugar a otro para investigar, para experimentar. Te tuve muy
presente durante ese tiempo, Nudd, te llevé... conmigo. —No había
nada enigmático en el tono de Eal, pero sus ojos mostraban un brillo
singular; lo bastante para poner a Neudan en guardia—. Hay un
pedacito de tierra en Roma, a los pies de la Colina Vaticana, en el
que los antiguos moradores dispusieron un montículo de piedras en
forma de cruz. Me senté sobre una de ellas la última vez que miré
al cielo, pensando en ti y esperando, contra toda esperanza, que
nuestros espíritus se conectaran. Algo irrealizable, lo sé. Parte
de mi corazón quedó sepultado bajo esas piedras, penando por lo que
no podría devolverte.
»Es
hora de despedirse —anunció al oír cómo se abría la puerta—.
Buena suerte. Espero que volvamos a vernos..., mi Nudd y yo.
***
El
antiguo acólito del Primer Biólogo era consciente de que estaba
solo y carecía de las capacidades de antaño. Con todo, dos
cuestiones le habían quedado muy claras tras la entrevista: que las
palabras de Eal no habían sido casuales y que sus instintos no le
mentían. Si, para probarlo, habría de utilizar unas habilidades
olvidadas a medias, arriesgándose a un nuevo confinamiento y a
echarlo todo a perder, la solución estaba muy clara: no podía
permitirse cometer errores.
Disimuló
sus registros de la Colina Vaticana entre otras muchas búsquedas;
localizó el punto exacto insinuado por Eal, una pila de rocas que,
en efecto, semejaban una cruz en el camino; calculó al milímetro el
momento más propicio para transportarse hasta allí; escaneó las
rocas... Alguien había enterrado un envase aislante, ajeno a la
tecnología terrestre, bien profundo en la hierba. Lo recuperó y
regresó sin siquiera abrirlo, temeroso de que sus elevadas
pulsaciones lo delatasen.
Cuando
al fin consiguió examinarlo, extrajo otro pequeño dispositivo de
almacenamiento y un objeto que aumentó aún más su frecuencia
cardíaca: el soporte físico de un registro de memoria. No se
equivocaba, ningún otro conjunto de datos requería de soportes tan
grandes y complejos como aquel. Sus manos temblaron al sopesar la
idea de probarlo en su propio cuerpo. ¿Acaso ignoraba que la
pirámide no permitía combinar dos registros de memoria en una misma
mente? ¿Y si borraba sus recuerdos de las últimas décadas? Colocó
el sobrecogedor artefacto lejos de su vista y optó por reproducir el
dispositivo de almacenamiento.
Fue
un Neudan diferente quien recuperó aquella pavorosa caja de Pandora
y desafió cualquier concesión a la prudencia para introducirse en
las cámaras de regeneración, quien activó un procedimiento de alto
riesgo, quien se sometió a él sin respaldo y sin garantías de
éxito, solo fe ciega en la tripulante menos digna de confianza de la
nave. Y fue uno aún más diferente el que abandonó la cámara y
espió su reflejo en la pulida superficie metálica. El rostro sin
cambios devolvió la mirada a un hombre partido en dos, incapaz de
enfrentarse a dos turbulentas corrientes de sentimientos.
El
antiguo Neudan sabía muy bien lo que debía hacerse. Para sacarlo a
la superficie, el nuevo tuvo que vencer un desgarrador estallido de
sollozos.
***
La
restaurada sabiduría de Neudan siguió contemplando a Draadan desde
el suelo del laboratorio hasta que su silencio y el paso del tiempo
se volvieron intolerables. Los ojos del supervisor aún reflejaban la
duda mientras se incorporaba y lo guiaba hacia un lugar seguro.
—Espera.
—Draadan lo sujetó por el brazo—. ¿Qué es eso de que
recuerdas? ¿Has hablado con Eal? ¿Te ha contado... ella
algo de tu pasado?
—Mucho
más que eso: me lo ha devuelto.
—Imposible.
Dijo que lo había destruido porque tú trataste de detenerlo.
—Mintió.
Los dos mentimos, por más que yo no lo hiciese a propósito. He
recuperado lo que daba por perdido y he ganado... cosas que nadie
sospecha. Ahora solo somos tú y yo contra el resto de la
tripulación, pero midiendo bien nuestros pasos...
—Error.
Una
tercera voz precedió a una tercera figura: Navekhen. Más cauto que
Neudan, había mantenido las distancias para no terminar con la
espalda en el suelo. Y, si bien no las tenía todas consigo,
conservaba una pizca de ese aire burlón que era su marca de la casa.
—Tú,
él y yo, para ser exactos —apuntó—. Aunque no olvido vuestra
actual afición a excluirme, ahora os tengo bien agarrados.
—¿Bien
agarrados? No te atrevas a meterte en medio o...
—Rondando
zonas fuera de los límites, programando transportes no
autorizados... Os conozco casi mejor que nadie. ¿Creíais que no iba
a notar vuestros respectivos secretismos? Ah, ah, estimado
supervisor; reconozco ese rictus vengador y te garantizo que no es
necesario, no voy a delataros. Siempre, claro está, que contéis con
mi humilde persona para lo que sea que estéis planeando.
— Navekhen-dabb,
esto no va contigo. —A diferencia de su compañero, Neudan se
mostraba comprensivo—. No tienes un mundo que perder, igual que
Draadan y yo. Da la vuelta y no te reprocharemos nada.
—Resumamos.
Tus intereses, Draadan-mekk, radican en tierra firme, y no
precisamente por el paisaje. —El silencio fue revelador—. En
cuanto a los tuyos, Neudan-mekk, aventuro que están relacionados con
cierta dama que honra nuestra zona de detención. El porqué, eso sí,
continúa siendo un misterio.
—Así
debería seguir, para tu seguridad.
—Claro,
claro. El problema, lamento confesároslo, es que el discurso de Eal
caló muy hondo en mí, y ahora nuestra anquilosada forma de vida me
inspira un ligero
descontento. Nuestras metas coinciden, ya lo veis. Así pues,
compañeros conspiradores, ¿por dónde empezamos?