El
amanecer ofrecía una magnífica vista del valle del Loira. A
Leonardo le gustaba iniciar el día respirando el aire fresco y
empapándose del hermoso panorama del bosque y el castillo en la
distancia, pero, por desgracia, la ventana de su habitación tendía
a encajarse en el marco. Debía esperar a que se la abrieran o
asegurarse de cerrarla antes de que llegase compañía, so pena de
sufrir una severa reprimenda de Cecho sobre los peligros de los
sobreesfuerzos. Tras un desayuno ligero y, si el clima era bueno,
solía dar un paseo por el jardín y dejar atrás las estilizadas
formas de ladrillo rojo y toba gris de la mansión. Luego regresaba a
su estudio y retomaba el trabajo de la jornada previa —ya fuese un
diario o algunos bosquejos o pinceladas—, o bien se preparaba para
cualesquiera visitas ilustres que se hubiesen anunciado con
antelación, incluidas —con bastante frecuencia— las de su
majestad el rey Francisco I.
Esa
era, a grandes rasgos, la nueva vida del artista en Francia. Su
alojamiento, la mansión de Cloux, distaba apenas media milla del
castillo de Amboise, la residencia del rey; un pasadizo subterráneo
los conectaba y facilitaba esos encuentros que tanto entusiasmaban a
su ilustre admirador. Era Premier
Peintre, architecte et méchanicien du roi,
aunando en su persona los tres importantes títulos, tenía asignados
mil escudos al año, y sus obligaciones eran llevaderas. Jamás había
disfrutado de una posición tan prominente.
Y,
a la vez, jamás había experimentado unos sentimientos tan confusos
y melancólicos. Porque la edad, la sabiduría y el instinto le
susurraban que se avecinaban cambios, y que su buena fortuna y el
reconocimiento de sus méritos no habrían de durar mucho. No era
difícil deducirlo pues, a medida que su disfraz envejecía, el final
de su carrera pública se veía más y más próximo. También cabía
la otra posibilidad, que sus aliados del cielo diesen por concluida
su misión y se llevasen las inoculaciones que le otorgaban la
juventud. En ambos casos, el resultado sería el mismo: tendría que
desaparecer, forjarse una nueva identidad y pasar lo que le quedase
de vida sometido al destino de todos los humanos, la decadencia y la
muerte. Y solo; sin Cecho, sin Salaì, sin sus amigos y
admiradores... Sin Draadan.
En
medio de esa frugalidad y ese estado de ánimo sombrío, recopilar
sus escritos se convirtió en su principal ocupación. No podría
llevarse gran cosa con él cuando partiera, así que planeaba hacer
de Cecho depositario de los libros, con la seguridad de que el
muchacho los trataría con todo el respeto. Ya se había convertido
en el pintor principal de la casa, después de que él renunciase a
emprender nuevos cuadros. Buscaba vías
dignas
para
abandonar la ejecución
de los
que llevaba consigo, daba alguna pincelada aquí y allá, corregía
las indecisiones de su discípulo... Se sentía vacío de color y
asesino de su talento, de ese talento que tantos años llevaba
guiándolo por senderos al borde de precipicios. El
próximo será el último,
vaticinaba, con un dejo de fatalismo, aunque
Draadan me impedirá sacarlo a la luz.
Draadan
nunca me dejará caer, nunca.
Tal
vez por eso tengo tanto miedo.
Y
pasaron
las
semanas, entre proyectos de remodelar el castillo Romorantin,
esquemas de fenómenos ambientales y planes para festividades. En la
conmemoración de la batalla de Marignano, preparó globos que
rebotaron entre el público, provocando asombro y risas a partes
iguales. Se organizó en su jardín una nueva representación de su
Orfeo, con el cielo estrellado, los planetas y centenares de
antorchas, cuya luz era tan intensa que espantaba la oscuridad de la
madrugada. Era el Leonardo anciano, si, pero también el Leonardo
entusiasta de su juventud, atrapado en una sensación de repetir su
historia en círculos. Y así, un día de 1518, se encerró con
Draddan en su estudio y rebuscó su última obra entre los trastos
del armario. El navegante lo contempló bajo la luz que se derramaba
a chorros a través de los ventanales, blanco, dorado y sereno como
un ángel. La tentación de un beso cosquilleó en sus labios. Se
aproximó a él, enardecido, hasta que distinguió lo que sostenía
en las manos, una tabla con un retrato que lo perseguía en sueños.
El hormigueo cesó y el mundo se detuvo bajo sus pies.
—No
—musitó.
—Draadan...
—Te
lo advertí. Te advertí que, al más mínimo impulso de
recomenzarlo, debías avisarme.
—Ahora
es diferente, porque...
—Dámelo.
Abajo habrá un fuego encendido, me desharé de él.
—¡No
podemos! —Apretó la tabla contra sí—. Draadan, escucha, es
inútil que lo demoremos una y otra vez. Ya no os queda combustible
y, si no hacéis algo ahora, os quedaréis atrapados en nuestro
cielo. No sé lo que esconderá este cuadro, pero, si os ayuda...
—¿Quién
te ha contado eso? No es una cuestión que deba preocuparte, en
cualquier caso. Dame ese...
—Yo
se lo dije.
El
supervisor se giró con la rapidez del rayo. La figura de Neudan,
surgida de quién sabía dónde, bloqueaba la claridad, proyectando
una sombra sobre la habitación. El alivio esperado al reconocer a su
aliado no llegó; había algo en su voz, en su expresión, difuminada
por el contraluz... Los nudillos de Draadan perdieron el color al
instante.
—Te
pedí que no te mezclaras en esto y que lo dejases a él al margen
—le espetó al recién llegado, con la voz quebrada—. Y tú,
Leonardo, ¿le mostraste el cuadro a Neudan? En el asunto más
importante, ¿eliges no confiar en mí?
—Deja
de cargar las responsabilidades en otros. —Al notar el desaliento
del artista, Neudan decidió tomar las riendas—. Se lo dije porque
merecía saberlo, no es un crío que haya de ser protegido. Y no me
mostró nada por voluntad propia. Llevo mucho tiempo vigilándoos,
desde el descubrimiento del mensaje de Eal sobre la reserva de
dlanda.
Para
resumir la parte de la historia
que ya conoces, la información
resultó
ser inútil;
algo muy en la línea del juego de Eal, pues, en caso contrario, el
Vértice podría
haber dado órdenes
de partir sin él.
Lo
que probablemente ignoras es que los vigías detectaron que alguien
había realizado búsquedas entre los archivos cartográficos,
incluido el que hacía referencia al cúmulo estelar al que pertenece
el planetoide. Pensé que era una coincidencia extraña. Quizá
Navekhen también concibió sospechas y prefirió ignorarlas,
barruntando que tú estabas detrás, pero yo no pude. Seguí tus
movimientos de cerca, descubrí el retrato, vi cómo te lo llevabas
para destruirlo, dediqué días y días a buscar a la mujer....
—Leonardo
jadeó.
Un Draadan ceñudo dejó entrever, durante un segundo, una expresión
perpleja—.
Ella existe, ¿lo sabías? No, imaginaba que no. Visitó la capilla
donde está colgado el cuadro del ángel de Verrocchio.
—¿Has
dejado registros de tus búsquedas? —inquirió el supervisor, casi
sin voz.
—Nada
revelador, he sido más cauto que tú. El rostro de esa mujer me
obsesiona desde entonces. La distingo en mis sueños, la persigo por
las calles solo para darme cuenta de que me he equivocado de
persona... —Volvió a contemplar el cuadro, que aún estaba
inconcluso—. No he vuelto a verla, es como si se la hubiese tragado
la Tierra. Tú, en cambio, sabes algo de ella ¿verdad? Por eso te
libraste de la otra tabla, porque debía haber algo revelador en una
versión anterior que examinaste. No contabas con que Eal siempre
regresa.
—No
hay nada especial, es una mujer igual que otra cualquiera —graznó
el interpelado.
—¡Tú
descubriste información importante! Tanto, que te arriesgaste a
perder tu rango y la pirámide sabe qué más para ocultarla.
—Perder
tu rango —intervino Leonardo—. Draadan...
—Eso
es irrelevante. Todos vamos a olvidarnos de esta historia y nunca más
la mencionaremos.
—Eres
el responsable de la seguridad. ¿Condenarías a nuestra nave a
quedase varada? ¿En serio crees que voy a permitirlo así como así?
—No
eres quién para darme lecciones morales. Tú y Eal... ¿Qué
averiguaremos cuando aparezca? ¿Qué parte de la responsabilidad es
tuya?
—¿¡No
fui yo la víctima!? ¡Aceptaré mi parte de culpa, si la tengo,
cuando llegue el momento! En cuanto a ti, vas a dejar que Leonardo
finalice el cuadro de una vez.
—¿O
qué? —Ante los ojos aterrorizados de Leonardo, el Draadan más
amenazador se aproximó a su colega y lo sujetó por el cuello del
uniforme—. Te lo advierto, si te atreves a vendernos a Shaal...
—¿Me
matarás, igual que hizo mi amante?
El
gesto de impavidez y desprecio de Neudan era tan elocuente que
Draadan recuperó la cordura y lo soltó. No fue necesaria la
intervención del artista, ya lanzado a contenerlos. Estaba solo en
aquella pelea y todos, hasta él mismo, lo sabían; era absurdo
continuar negándoselo.
—¿Entiendes
lo que es —articuló
a
duras penas—
la pérdida? Te anula. Te convence de que cualquier locura es
legítima, con tal de evitar el dolor...
—Por
las estrellas que lo entiendo. Yo perdí todo mi pasado. Aunque
pienses que la falta de recuerdos te insensibiliza, te garantizo que
mi vacío es muy, muy real.
—En
el pasado habría envidiado tu bendito olvido. —Se dejó caer en un
banco, aferrando la mano de Leonardo entre las suyas—. Neudan, no
me pidas que lo traicione, ya sabes lo que sucederá cuando todo
acabe. Siempre te has considerado su amigo, ¿no es cierto? Los dos
sabemos que es la única persona que ha traído... vida
a nuestra cuadrícula gris en la pirámide.
—¿Qué
había en el primer cuadro? —preguntó Leonardo. Su voz traslucía
serenidad—. Dínoslo, por favor. Neudan necesita saberlo.
—Una
localización al sureste de Milán. No puedo ser más específico;
eliminé los datos exactos para que nadie tuviese acceso a ellos.
—Entonces...
—Recogió su obra inacabada del suelo. El fondo era un bosquejo
sencillo, poco más que un puñado de líneas sin significado—.
Habré de completar esta versión para recuperarlos. Será mejor que
empiece ahora, si es que Eal tiene a bien manifestarse.
—Leonardo,
no...
—Escuchad
—intervino Neudan—. Necesito saberlo, sí, pero eso no significa
que vaya a delataros ante Shaal. ¡Busquemos juntos! Iremos al sitio
indicado, comprobaremos lo que hay allí, y nadie, ni siquiera
Navekhen, tiene por qué enterarse. Lo haremos en secreto, os doy mi
palabra.
Alzó
la vista el supervisor, la duda reflejada en sus facciones. Leonardo
rozó con los labios los dedos que lo retenían, colocó la tabla en
un caballete, mezcló algunos colores, cerró los ojos y esperó. Una
masa de agua entre montañas, un puente sobre el río, un camino
sinuoso... La imagen de cierto paisaje peculiar comenzó a tomar
forma en el interior de sus párpados.
Durante
las siguientes horas, el tenue deslizar del pincel sobre la madera
fue el único sonido que turbó el silencio de la habitación.
***
Caminaba
sobre un puente que cruzaba un cauce casi seco. Era de esperar que al
otro lado hubiese algo, si bien no podía verlo desde allí; el
espacio al final del camino estaba envuelto en una niebla que se
disipaba cuando espiaba por el rabillo del ojo, pero volvía a
hacerse opaca al enfrentarla directamente. Un efecto similar se
obraba al asomarse al reguero que discurría bajo sus pies: el
reflejo del agua le devolvía un paisaje verde y grisáceo que se
desdibujaba al mirarlo. Resolvió concentrarse en las punteras de sus
botas, cubiertas de una gruesa capa de polvo, y avanzar a pesar de no
saber hacia dónde. Piedras, hierba seca, tierra inmaculada que nadie
había hollado... La punzada de temor a lo desconocido iba
disminuyendo conforme se desviaba de la senda principal: ya
distinguía las raíces de los árboles y los márgenes del río, los
contornos recuperaban una pizca de su nitidez inicial. No se atrevió
a subir la cabeza hasta que el ruedo oscuro de un vestido se
materializó en su campo de visión, y lo hizo despacio, deteniéndose
en los pliegues de la falda y en las puntas de un chal que colgaba
sobre un recio corpiño. Finalmente, sus ojos enfocaron un sonriente
rostro femenino de rasgos redondeados y belleza serena. Lo observaba
asimismo, de una manera que solo podía interpretar como pacífica,
incluso maternal. Sus labios apenas descompusieron la sutil sonrisa
para decir:
—¿Por
qué has tardado tanto?
Neudan
despertó sobresaltado y encendió las luces. Las líneas de su
habitación se perfilaban con la claridad de siempre, estaba aislado
y a salvo... Era un simple sueño salido de un cuadro. Entonces, ¿por
qué bombeaba su corazón a toda velocidad? Tal
vez sean los nervios,
se dijo al entrar en la cámara higienizadora. No en vano aquel era
el día en el que iba a cometer la mayor violación de las ordenanzas
de su vida consciente.
Abajo,
en la Tierra, la península itálica aún no recibía luz solar.
Neudan se enfundó su equipo de campaña, incluyendo un arma de
contrabando facilitada por Draadan, trianguló unas coordenadas al
sureste de Milán y escudriñó el paisaje bajo la penumbra
crepuscular. El supervisor le había revelado cómo conseguir que el
transporte no quedase reflejado en los registros del piramidión.
Después se ocultó entre unos arbustos.
Su
colega de nivel lo imitó después de un periodo de tiempo
prudencial, cuando ya clareaba, y guió la marcha por la senda más
próxima al escondrijo. A su alrededor, el terreno se elevaba en
colinas rocosas, encajonando una zona llana por la que serpenteaba un
río. El cauce que ellos seguían era un pobre tributario a la
corriente más caudalosa, oculta por la arboleda. Lo atravesaba un
puente desnivelado de ojos irregulares, cuya manufactura daba la
impresión de ser obra de un puñado de artesanos poco hábiles. A lo
lejos se distinguía un pueblo.
Habían
escudriñado a sus habitantes desde la distancia. Componían una
típica y próspera comunidad campesina, sin nada que los hiciese
destacar..., salvo el hecho de que la zona aparecía tanto en la
pintura de Leonardo como en el mensaje de Eal contenido en sus capas
de pigmentos. No obstante, no continuaron hasta la entrada; se
desviaron por un camino entre los árboles y llegaron a una propiedad
independiente, con su pequeña hilera de viñas, su huerto, su jardín
y una villa antigua aunque bien conservada. No se veía a nadie. Tras
echar un vistazo entre los troncos y los setos que flanqueaban el
camino principal, rodearon el edificio para acceder a la parte
trasera.
Una
dama solitaria estaba arrodillada junto a un macizo de rosales,
remodelando los arbustos. Aun de espaldas, su género era fácil de
adivinar por el peinado y el largo abrigo del que sobresalía el
ruedo de su vestido oscuro. Ponía infinito cuidado en su tarea;
cortaba las ramas, las recogía en una cesta, se alejaba a evaluar la
forma y retocaba las imperfecciones. Se la veía tan absorta que,
aunque se hubieran acercado sin su invisibilidad, era probable que no
hubiese reparado en su presencia. Al acabar, tomó la cesta y se
encaminó a la entrada trasera de la vivienda.
Los
dos navegantes contuvieron la respiración cuando pasó junto a ellos
sin dedicarles una ojeada. Su melena larga y lisa, sus mejillas
redondeadas, el gesto inescrutable de quienes guardan muchos
secretos... Era la dama del cuadro, no cabía duda. Neudan, en
concreto, sintió un escalofrío al tenerla tan cerca, tan similar a
la imagen de su sueño. ¿Quién era ella? ¿Por qué Eal la había
incluido en sus maquinaciones? Casi deseó que hablase, que
pronunciara siquiera una o dos frases, para comprobar si sonaba igual
que en sus delirios oníricos. Como si le hubiese leído la mente, la
mujer se giró desde la puerta y lo traspasó con sus ojos castaños
durante un instante interminable. No era una casualidad, sabía que
estaban allí. Veía.
—¿Por
qué habéis tardado tanto? —preguntó, en el idioma de la
pirámide. Se dirigía a ambos, sí, pero lo miraba a él. Y había
algo en su voz... El corazón de Neudan se detuvo—. Hum, sin
nuestro querido virtuoso terráqueo, además. Bueno, pasad. Y
limpiaos los pies antes, no vayáis a llenar la casa de tierra.
Sobrepasado
por la situación, Draadan fue incapaz de mover un músculo. Solo
reaccionó cuando su compañero, más lanzado por una vez, aceptó el
ofrecimiento de su singular anfitriona.
Al
otro lado no había una base secreta ni un escenario extravagante,
sino una amplia cocina de pueblo en la que reinaba el caos. Ollas y
hierbas aromáticas colgaban sin orden ni concierto, pilas de frutas
de temporada se intercalaban con compotas y piezas desecadas, y en el
fuego hervían varios pucheros. No había rincón en el que no
hubiesen dejado alguna especialidad culinaria, como si preparasen un
banquete o, simplemente, aspirasen a cocinar veinte platos a un
tiempo. Aun así, lo más singular para el supervisor fue el
comportamiento de Neudan. Con la lentitud de quien anduviera sumido
en un trance, su colega se había sentado a la mesa sin esperar
invitación y era todo ojos contemplando a la mujer. Ella se quitó
el abrigo, vertió el contenido de un cazo humeante en un vaso y lo
colocó ante él junto con un cuenco de frutos secos. Algo en el
aroma de aquella bebida debió estimularlo de manera inconsciente,
porque se la llevó a los labios antes de que Draadan pudiese
impedírselo. El perfume se extendió por la estancia y trajo a este
recuerdos de tiempos pasados: reuniones en la Galería de las Dunas,
charlas ante tazas de infusiones, risas, la ocasional caricia de un
miembro del segundo nivel a su amante del tercero... Ella sonrió.
—Era
tu favorita. Dime que te sigue agradando y me harás muy feliz.
Las
palabras de aquella dama salida de los pinceles de cierto florentino
sumieron a Draadan en una atmósfera de irrealidad. Y la sonrisa...
Ese leve y equívoco arco, símbolo de secretos guardados, de chistes
privados, ¿dónde lo había visto antes? No, tenía que ser una
casualidad, el mismo Leonardo sonreía así. Sin embargo...
—¿Quién
eres? ¿Dónde está Eal? —graznó, con la garganta repentinamente
seca.
—Hijos
de una bola púrpura, sí que he de estar cambiada. ¿O debería
decir cambiado?
En confianza, después de tantos años, la cuestión del género ha
dejado de tener importancia. Y el celibato ayuda, qué remedio. Te
garantiza muchas horas para dedicarle a la cocina, la jardinería, la
geología o la bendita
biblioteconomía, si es que te aburres lo suficiente.
—¿Dónde...
está... Eal?
—Lo
sabes, lo sabes muy bien aunque te niegues a reconocerlo. Lo tienes
justo delante.
—No.
No puedes haber hecho lo que insinúas que has...
—¿No
puedo? ¿Qué clase de Primer Ingeniero no doma la tecnología a su
alcance si la pirámide se lo permite? Y la pirámide me lo permitió.
Me dejó hacer, quizá —miró a Neudan— demasiadas cosas.
Draadan... dabb, soy yo. Soy Eal.
***
No
se oían más que el bullir del agua hirviendo y el soplo de alguna
respiración descompasada. Draadan habría jurado que escuchaba cómo
los impulsos eléctricos movían sus pensamientos, trastocados estos
por el anuncio que aquella mujer —¿mujer?— había soltado con
tanta despreocupación. Ella... ¿era Eal? Porque su tono de voz, sus
expresiones, su sonrisa, eran tan familiares que la semejanza lo
asustaba. Desde un punto de vista técnico cabía la posibilidad, eso
era cierto, si bien no se le ocurría la manera de que un solo
navegante —así se tratase del Primer Ingeniero— se las arreglase
para fabricar un cuerpo en secreto y transferirle sus archivos de
personalidad después de destruir el viejo. Pero ¿por qué el cambio
de género? Sintió deseos de abofetearse; ese disfraz
se había paseado ante sus narices y él no había sido capaz de
identificarlo, cegado por la presunción de que Eal seguiría siendo
el mismo. Su olfato lo había engañado, había fallado como
supervisor.
Cuando
hubo dejado de flagelarse pensó en Neudan, una estatua con una taza
de infusión en las manos. Para su vergüenza, él había visto más
allá del subterfugio y había acabado conduciéndolos a ambos hasta
su examante. Las implicaciones de la historia lo golpearon con más
fuerza que su propia incompetencia. ¿Había quedado algo en Neudan
que lo guiase hasta Eal? Era una idea descabellada, en realidad, a
menos que los años pasados estudiando la figura del ingeniero fugado
hubiesen implantado ciertas sugestiones. Lo que sí era un hecho era
la atmósfera serena que los envolvía, y la mirada fija de la mujer,
y la suya, a ratos esquivándola, a ratos buscándola. Estaba ante la
persona que —tal vez— lo había asesinado, y Neudan se dedicaba a
beber hierbas hervidas y a mostrar su cara más civilizada. Como si
no tuviese sangre en las venas.
Hasta
que el más joven de los navegantes dejó que su vaso medio vacío se
estrellase contra el suelo y aferró con furia la muñeca de la dama.
Draadan casi respiró aliviado.
—¿Por
qué lo hiciste? —siseó Neudan. A diferencia de su compañero, no
parecía abrigar dudas respecto a la identidad de Eal—. No me
refiero a robar los datos y marcharte sin que nadie supiera la razón,
me refiero a mí. ¿Por qué te llevaste mis recuerdos? ¿Por qué,
si yo era tu... tu...?
—Es
una historia demasiado larga para contarla ahora, Nudd. Me temo que
deberá esperar.
Alzó
una ceja el supervisor ante la calma de la interpelada y también
ante la desfachatez con la que usaba el apelativo cariñoso de su
antiguo amante, Nudd;
una
violación flagrante de las normas de protocolo que nadie cometería
en público. Este ni siquiera reparó en el detalle.
—No
tienes nada más que hacer —le espetó—. Dispongo de todo el día.
De todos los días que necesite hasta entender...
En
medio del ardiente discurso, varios zumbidos se convirtieron en
heraldos de otros tantos problemas. Draadan y Neudan actuaron por
impulso y encañonaron con sus armas a los camaradas que se
materializaron ante ellos, la acólito del Primer Ingeniero y tres
acompañantes. El supervisor era un guerrero astuto y con recursos;
tal vez habría intentado alguna maniobra de distracción de no ser
por la implacable figura que siguió a las anteriores, completamente
fuera de lugar en la mundana cocina lombarda: Shaal en persona. La
presencia del Primer Biólogo, alguien que jamás descendía de las
alturas, bastó para diluir la entereza de los conspiradores. No así
la de la supuesta Eal, quien se adelantó con una mueca entre cortés
y sarcástica.
—Saludos,
Shaal. ¿Cuánto ha sido? ¿Un par de años? —bromeó—. Galaxias
en colisión, cómo pasa el tiempo cuando no estás encerrado en una
bonita caja de cuatro lados. Me disponía a conversar con mis...
viejos amigos, pero imaginaba que tú rondarías las inmediaciones y
no tardarías en presentarte. Siempre has sido desconfiado por
naturaleza.
—Qué
significa esto —inquirió este mientras la acólito escaneaba a su
presunto superior. Luego dirigió sus ojos gélidos a Draadan y
Neudan—. Y vosotros, a quién os atrevéis a apuntar con esas
armas. Habéis emprendido este viaje de reconocimiento sin
informarme, habéis puesto en peligro una misión crucial, habéis
pisoteado la jerarquía y la voluntad del Vértice. Estabais en
connivencia con Eal.
—¿Conmigo?
—La mujer chasqueó la lengua—. Te garantizo que no, aunque
entiendo que mi credibilidad haya bajado a niveles kársticos. No, la
única víctima de mis manipulaciones terrestres ha sido el pobre
muchacho, Leonardo. Ah, olvidaba que ya no es un muchacho.
—Silencio.
Cómo es posible que la pirámide te haya permitido adoptar una
fisionomía no aprobada, traicionar a tu grupo y desaparecer con
parte de nuestros archivos. Me niego a creerlo.
—Shaal-mekk
—intervino la acólito—, discúlpame pero... el escáner confirma
que es uno de los nuestros. Solo puede ser...
—Trianguladla
y transportadla a la nave. Te advierto, seas quien seas, que usaré
la fuerza si opones resistencia. Haced un registro minucioso de la
vivienda. En cuanto a vosotros dos, estaréis confinados hasta que
llegue al fondo de todo esto. Subid. Ahora.
Draadan,
por lo general un maestro en el control de las emociones, fue incapaz
de evitar un rictus de rabia y un apretón violento de su arma antes
de devolverla a la funda. Decidió obedecer, consciente de que las
circunstancias no le permitían nada más por el momento. Neudan, por
su parte, lanzó una mirada desesperada a Eal, a cuyos pies ya se
formaban los pequeños triángulos. Los iris castaños de la mujer
capturaron los suyos un instante antes de desvanecerse. Sonreían,
pedían disculpas, mostraban afecto... El navegante ignoraba qué
leer en ellos.
¿Eran
aquellos los ojos de una asesina?
***
—Somos
seres civilizados. Sin embargo, hay un límite para toda paciencia, y
el mío está justificadamente rebasado. Por mucho que al Vértice le
repugne, tenemos medios para hacerte hablar.
—Le
repugna, eso me lo creo. Sintiéndolo mucho, ya expuse mis
condiciones para hacerlo. ¿Dices que tienes medios, Shaal? ¿Habéis
desarrollado algo innovador durante mi ausencia? Adelante,
sorpréndeme.
—Fácil.
Me bastaría inspirarme en las bárbaras costumbres de esos
terráqueos que durante tantas traslaciones nos has obligado a
observar.
—Fascinantes,
¿cierto? Tanto para la creatividad y el refinamiento como para
esas... bárbaras costumbres que mencionas. ¿Te rebajarías a tanto?
Porque es probable que la pirámide no acceda a colaborar de la
manera aséptica que a ti y al Vértice os gustaría y, a lo mejor,
has de mancharte las manos. Ah, esta sí que es una gran conversación
sobre repugnancia.
Los
análisis
y gráficas
cerebrales
habían ayudado a probar
la
naturaleza del transformado Eal. Al juzgar que el encierro no era
suficiente para él, o ella, el Primer Biólogo había resuelto
mantenerla conectada a un sistema líquido de soporte vital, sin
permitirle moverse, recibir visitas o acceder a los terminales de
información de la nave. Confiaba, como parte de su plan para
evitarse las molestias de un interrogatorio, en que las sondas le
extraerían todas las respuestas, pero estaba equivocado: el Primer
Ingeniero burlaba la tecnología de la pirámide. Si guardaba
secretos en su memoria o conservaba instrumentos sustraídos, debía
almacenarlos en escondites inaccesibles. A Shaal solo le quedaba,
pues, la odiada vía parlamentaria con un igual cuya desfachatez no
había disminuido ni un ápice. Y después de días de aislamiento
sin resultados, contener la ira empezaba a hacerse más y más
difícil.
—Haré
lo que sea necesario, Eal —masculló—. Lo que sea necesario para
evitar que dejes a tu raza atrapada en una bola marrón llena de vida
inferior.
—Inferior...
Nunca cambias, y eso que se supone que eres el experto en vida. Son
diferentes, cierto, pero ¿no son también semejantes? ¿Y qué me
dices de la otra pirámide? ¿Son ellos otra raza?
—¡No
voy a... discutir de genética contigo! ¡Con un asesino sin
escrúpulos, el primero de nuestra estirpe! ¡Con un ladrón de
acólitos! —Los
dos navegantes de segundo nivel estaban solos. En ninguna otra
circunstancia, ni con otra persona, se habría
permitido Shaal perder así
los
estribos. Pero era Eal; el antagonismo alimentado durante largos años
había terminado estallando—.
Cómo te sientes al ver que los tuyos responden ahora ante mí. Dime
dónde están los archivos cartográficos que faltan. ¡Dímelo!
—Te
repito que te lo diré, eso y todo lo demás, si satisfaces mis
simples condiciones: lo haré en audiencia abierta ante la
tripulación al completo, incluidos Draadan y... Neudan. Permitirás
asimismo que acuda mi colaborador terráqueo. Después de todo cuanto
ha debido padecer, es lo menos que se merece. Y, sobre todo, me
dejarás hablar ante el Vértice. —Los ojos del aludido se
congelaron aún más—. ¿Qué sucede, autodesignado portavoz del
Primer Tripulante? ¿Llevas tanto tiempo ejerciendo de boca y oídos
que ya no concibes que use los suyos propios?
—El
Vértice consagra su existencia a cuestiones más trascendentes.
—No
voy a... discutir de jerarquía contigo. Haz lo que te pido o no me
sacarás nada.
—Lo
veremos.
Shaal
deslizó un panel lateral y expuso una ordenada colección de
objetos, la mayoría de los cuales semejaban instrumental médico
anticuado, del tipo que ningún navegante habría tenido que sufrir
en sus carnes. Junto a ellos se alineaban aparatos contemporáneos,
como un suturador portátil y un inyector. A continuación introdujo
nuevos parámetros al sistema de soporte vital, permitió la entrada
al acólico activo que conservaba y bloqueó el acceso a la estancia.
Era
tarea del Primer Biólogo poseer conocimiento exhaustivo del
funcionamiento de los organismos, sus reacciones y sus puntos
débiles. También era su prerrogativa delegar el trabajo menos
digno, el de ponerlo en práctica, en otras manos que no fuesen las
suyas.
Eal
había estado en lo cierto, al menos respecto a eso. No había
necesidad de manchárselas.
***
El
primer rostro amigable que recibió a Neudan al salir de sus
habitaciones —en las cuales llevaba varios días confinado— fue
el de Navekhen. Y tampoco este derrochaba simpatía: no le habían
permitido verlo desde el incidente
y, desde luego, no parecía feliz por su ocurrencia de saltarse el
protocolo. O por haberlo quedado fuera, con él nunca se sabía.
—Tienes
un aspecto horrible.
—Gracias,
Navekhen-dabb.
—Será
la culpabilidad. Por fastidiarla a lo grande y en colorines y por no
saber hacerlo bien y que no os pillaran.
—Si
todo lo que me espera son reproches...
—¡Claro
que te esperan reproches, zopenco-mekk! —siseó, procurando no
levantar la voz—. ¿Qué estabais pensando? Ir a por Eal sin
informar, sin refuerzos... ¡sin decirme nada a mí! ¡A tu otro
tarugo de compañero lo han interrogado hasta desquiciarlo! ¡A mí
no me han permitido bajar a poner al día a Leonardo, pobre infeliz
angustiado por la falta de noticias! ¡Han cesado con carácter
temporal a los vigías hasta que se demuestre si estaban en el ajo o
bien eran muy torpes! ¡Y yo he de hablar en susurros porque se ha
agotado el chollo del piramidión y somos todos sospechosos!
—Lo
siento. ¿Cómo... cómo están... los otros? ¿Eal... ha hablado?
—¿Eso
es cuanto se te ocurre? ¿Qué intentabas hacer? ¿Encontrarte con él
antes que nadie para vengarte? ¿Para hacerle pagar?
—Es
más complicado que eso.
—¿Complicado
para que alguien de mi intelecto no lo entienda? Empieza a hablar, no
tenemos mucho tiempo. —Y era cierto. Su paseo a través de los
corredores de la pirámide era su único momento en privado antes de
reunirse con el resto de la tripulación.
—Quería...
que me lo dijese a la cara, sin una marea de superiores y navegantes
indignados entre ambos. Que me explicase por qué dejó de... amarme.
Porque debió dejar de amarme, ¿no? Me expulsó de sus planes,
desoyó, quizá, mis consejos, y me abandonó sin recuerdos en esta
prisión gigante donde siempre se me ha considerado indigno de
confianza. Y lo peor es que ni siquiera me proporcionó los medios
para... odiarlo con propiedad. Es decir, ¿cómo odiar a alguien al
que no conoces? ¿Alguien de quien no conservas ni una simple imagen,
salvo vagas descripciones de su pelo claro y sus ojos azules, después
de que las eliminase de los registros de la nave sin dejar ni una?
Deseaba todo eso, sí, y sonará mezquino anteponer mis inquietudes
al interés de mis compañeros, lo admito, pero tampoco pretendía
perjudicar a Draadan y Leonardo. Por eso hice unas investigaciones
por mi cuenta después de que lo viese destruir la segunda versión
del cuadro con la localización de Eal.
—Eh,
eh, desacelera. ¿Destruyó qué? ¿Cómo? ¿Cuándo?
—El
retrato de la... de Eal que encontraron entre las cosas de Leonardo
es la tercera versión. Por cierto, si repites esto ante Shaal
conseguirás que nos aíslen quién sabe hasta cuándo.
—¿Insinúas
que Draadan conocía el paradero del Primer Ingeniero desde hacía
tiempo? ¿Y tú también? Que me arrojen a un agujero negro... ¡Eso
es traición! —Hincó los dedos en el antebrazo de Neudan hasta
marcarle las uñas—. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué?
—Porque
sabía que tendríamos que marcharnos en cuanto Eal apareciese.
—¿Y
no es esa la maldita razón de...? Oh. —Navekhen asintió, tocado
por un súbito entendimiento—. Leonardo. Ese imbécil está tan
loco por él que prefiere dejarnos aquí varados antes que
abandonarlo. La segunda imbecilidad más imbécil que uno de los
nuestros ha cometido, después de la de ese otro... otra
imbécil de Eal. ¡Debido a los nervios que me ocasionáis no hago
más que repetirme! Por la pirámide, lo que os harían si lo
descubriesen... ¿Sabes lo que se rumorea? Que Shaal ha recurrido a
métodos muy terráqueos
para interrogar al Primer Ingeniero.
—Supongo
que nuestro envoltorio de civilización siempre acaba
resquebrajándose. ¿Le ha hecho daño? —La seguridad y la dureza
de Neudan desconcertaron a su compañero. El joven inocente que se
horrorizaba con facilidad había desarrollado una coraza.
—¿Cómo
quieres que lo sepa si nadie ha visto nada? Eso sí, Shaal se ha
apuntado el tanto: dice que su
prisionera
está preparada para colaborar y que devolverá lo sustraído. Y lo
hará en una reunión general, incluyendo al Vértice...
—Creía
que ya no se dejaba ver en público. No es algo propio de él.
—...
y a Leonardo. Eso sí que es extraño, a menos que quiera torturar un
poco a Draadan.
—Draadan...
¿Lo sabe?
—A
mi entender, nadie ha hablado aún con él. No me gustaría estar en
su pellejo, la verdad.
El
acceso a una de las sala comunes se desbloqueó ante los dos
navegantes. Neudan se detuvo y observó el rectángulo de claridad
más intensa, tentado de dar el paso y satisfacer su curiosidad pero
también asustado por lo que iba a encontrarse. Navekhen hizo un
gesto de impaciencia.
—He
de ir a por quien ya te imaginas —anunció—. ¿Te portarás bien
y cruzarás este pasillito sin hacer más locuras a mis espaldas?
—Permíteme
ir contigo.
—Negativo.
Los transportes son rigurosamente controlados por Shaal y tú no
tienes autorización. Entra, siéntate y espera, no tardaré...
tardaremos mucho.
***
Varios
días habían transcurrido desde la marcha de Draadan y Neudan; días
sin visitas, sin noticias, sin una miserable hora de sueño. ¿Qué
otra razón, aparte del fracaso o el peligro, habría traído aquel
repentino silencio? Las paredes del estudio y los cuidados tiernos,
aunque sofocantes, de Cecho, eran el mundo que se derrumbaba sobre un
Leonardo cada vez más desolado.
Un
único detalle rompió la monotonía de esa época y devolvió una
pizca de esperanza al artista: un pequeño paquete procedente de
Milán entregado por un mensajero a caballo. No le fue especificado
el remitente. El atado contenía una tela de lino de buena calidad,
del tipo usado para los lienzos más costosos. Enrollado en ella
venía un cuaderno tan pequeño que inspiraba deseos de cantar
alabanzas al hábil encuadernador que había juntado todas las hojas.
Estas estaban en blanco; por más que las revisó una por una, las
sometió a la luz, al fuego y a cuanto se le ocurrió, no halló ni
un trazo ni una pequeña pista sobre su finalidad u origen. Una tela
blanca, un cuaderno en blanco... ¿Regalos insólitos de un admirador
silencioso? La intuición le decía que no. Apartó la tela,
considerándola un mero envoltorio, pero guardó el cuaderno entre
los pliegues de su ropa y no se separó de él.
No
ocurrió nada más hasta la mañana en que volvió a escuchar el
familiar zumbido del transporte. Y no era Draadan, sino un Navekhen
inusitadamente serio que no se tocaba el visor ni compartía
confidencias. Renunció a hacer preguntas. A la escueta petición de
acompañarlo a la pirámide respondió con el gesto aún más escueto
de pegarse al navegante y dejar que la tecnología obrase su magia.
Solo
en el corredor en penumbra donde los depositaron los triángulos
danzantes se decidió Navekhen a susurrarle algunas frases, con ese
mismo talante acusador con el que abordara a Neudan.
—Ni
una palabra. Escucha, Leonardo, vas a asistir a la gran revelación
de Eal ante toda la tripulación. Y ante el Vértice, ya verás qué
sorpresa. Habla lo menos posible y recuerda que pintaste una única
versión del cuadro. Eres un tipo brillante, no me decepciones. Más.
Al
final del corredor se abrieron el espacio y la luz. Pocas referencias
habría podido usar el artista para describir la estancia a donde fue
guiado, salvo, quizá, un teatro romano, dada la cantidad de hileras
de asientos que albergaba; más de ochocientos diecinueve, según
dedujo con sorpresa gracias a un cálculo casi mecánico. La pared
frontal contaba con una superficie similar a un escenario, presidida
por un sillón titánico. Una larga franja de ventanales se abrían
en la pared del fondo, surcándola de lado a lado. En cuanto al
acceso usado por Navekhen, desembocaba en una plataforma elevada, sin
mobiliario de ningún tipo, que ofrecía una inmejorable panorámica
de todo lo demás. Y fue en esa posición privilegiada desde donde
Leonardo pudo contemplar, por primera vez, el impactante espectáculo
que ofrecía la dotación de la pirámide al completo, y la entrada
espectacular de su miembro más prominente, el Vértice. El Primer
Tripulante no era de ese mundo: casi alcanzaba la altura de dos
hombres, su piel era de color violáceo y blancos y largos sus
cabellos. Aunque llevaba años sospechándolo, dado el tamaño de los
objetos de la nave, no estaba preparado para presenciar a sangre fría
la entrada de un gigante, y menos cuando había muchos otros como él
entre el público. Su propio tamaño humano no era la norma entre
aquellos ochocientos diecinueve seres llegados del cielo.
No
se demoró mucho en procesar el descubrimiento, pues la visión de
Draadan en el nivel inferior y la mirada que intercambiaron hicieron
que perdiese el hilo de sus pensamientos. Por desgracia, su sitio no
estaba con él, sino en una sección de aquella plataforma, junto con
Neudan. Su saludo fue tenso y preocupado, pero cálido.
—Neudan
—bisbiseó—, no entiendo. ¿Por qué hemos...?
—Shhh.
—El navegante señaló a los guardias que los flanqueaban.
—Me
alegra que estéis bien, al menos.
—Lamentamos
no haber podido contactar contigo antes.
El
tono pesaroso dio a entender a Leonardo que no habían sido ellos
quienes le enviaran el cuaderno. Al palparlo bajo su ropa sintió el
impulso insalvable de sacarlo y volver a hojearlo. Un humor singular
se fue apoderando de él conforme pasaba las páginas inmaculadas;
sentimientos de inconclusión, de ausencia, intensificados por la
proximidad de su amigo. Sus susurros le sonaron ajenos a sí mismo
cuando se lo tendió, diciendo:
—Incluso
el vacío conserva siempre una chispa de lo que contuvo.
Neudan
parpadeó y lo imitó, sin saber muy bien qué hacer con aquel
objeto. Leonardo no se mostraba dispuesto a ofrecerle pistas; sus
ojos azules se habían desplazado a la sala inferior, por uno de
cuyos accesos conducían a una mujer, en apariencia terráquea. Aun
en la distancia supieron reconocer los rasgos tantas veces pintados,
la melena larga, la tenue sonrisa. Después de que la colocaran en un
asiento aislado del escenario —la
silla del acusado—,
también ella dejó vagar sus pupilas por las alturas. Neudan imaginó
que estudiaban a su compañero florentino. No tardó en darse cuenta
de que lo observaban a él.
Sus
dedos se dirigieron a la cubierta del cuaderno, la palparon y
rasgaron parte de la costura junto al lomo, de donde extrajeron un
dispositivo de almacenamiento de datos poco mayor que una escama. No
llevaba consigo su visor de campo, pero sí una versión reducida.
Mientras el segundo nivel saludaba con deferencia al líder e instaba
a los otros doce a seguir su ejemplo, él se abstrajo y comenzó a
reproducir la chispa
escondida en las entrañas de aquel aparente vacío.
***
El
área de Ingeniería era un mundo aparte dentro de la pirámide, un
vórtice de caos que devoraba el orden con el que era continuamente
alimentado: montones de proyectos y planos superpuestos unos a otros,
simulaciones —a menudo contradictorias— funcionando a la vez,
prototipos viables apilados entre juguetes y basura... En el extremo
de la organización se afanaban los acólitos; en el de la entropía,
el Primer Ingeniero. Costaba comprender cómo un personaje tan
anárquico sacaba tiempo para hacer funcionar una nave con ese nivel
de sofisticación y, a la vez, para inculcar sabiduría en dos
sufridos cerebros. Pero así era Eal, un malabarista capaz de hacer
volar varias docenas de pelotas sin dejar caer ninguna..., a pesar de
las numerosas ocasiones en las que rozaban el suelo.
Por
cómodo que le resultase el nido de urraca modelado a su gusto,
pasaba poco tiempo en él, y aún menos desde que la Tierra, el
planeta orbitado por esa otra pirámide misteriosa, apareciese en las
pantallas del piramidión.
La inmensa sala de vigilancia se convirtió en su nuevo lugar
favorito. En el compartimento de la instalación que se había
autodesignado dedicaba largos periodos a estudiar a los tripulantes
de la nave hermana, junto con momentos más breves para el
enriquecimiento de su cultura terráquea. Poco a poco empezó a
invertir los intervalos concedidos a ambas actividades, y aquellos
humanos salvajes, caóticos y, para qué negarlo, creativos, se
convirtieron en su principal espectáculo. No estaba mal, pensaba,
coincidir en dos de tres características.
No
estaba solo en su cubículo. Neudan, acólico del Primer Biólogo y
su único interés romántico desde largos ciclos atrás, solía
acompañarlo cuando Shaal olvidaba imponerle tareas. Era un hecho que
su colega de nivel llevaba mal lo de no ser el centro de aquel
pequeño universo. De haber podido elegir, pensaba Eal con sorna,
habría construido la nave con forma de octaedro para tener su propio
vértice. Eso sí, nada de subvertir el orden establecido y desplazar
a la legítima cúspide; Shaal era el más firme defensor de la
tradición y la jerarquía. Por fortuna, Neudan no se le asemejaba en
absoluto: era cálido, abierto, siempre dispuesto a aprender... y a
enseñar. Cuando Eal le mostró la belleza del planeta y la riqueza
que la diversidad otorgaba a aquellos mortales, se enamoró de ellos
y de su cielo azul con la misma intensidad que él. Y cuando le
sugirió que adoptasen un envoltorio físico apropiado para
visitarlos y mezclarse, no dudó en fabricar dos pequeños cuerpos
humanos. Fueron los primeros en vencer la férrea oposición de
Shaal. Otros, poco atraídos por el aspecto sociológico pero sí por
la perspectiva de disfrutar la atmósfera terrestre, se apresuraron a
imitarlos.
Las
jornadas en las que preferían algo de privacidad se perdían en los
corredores de los jardines mimesintéticos,
o
bien bajaban a un escenario natural y descubrían nuevos matices y
personalidades. Se trasladaron de continente, ensayaron diferentes
etnias... Llegado el turno de visitar Europa, Neudan probó una
combinación de rasgos mediterráneos que se mimetizaban con
facilidad en cualquier población. Para Eal escogió una melena rubia
y unos ojos celestes más llamativos. Al contemplar por primera vez
su imagen reflejada en la cubierta de la cápsula de regeneración,
el Primer Ingeniero dejó entrever una mueca maliciosa y proclamó:
—Así
pues, esta es la última tendencia en colores para espolear el lado
sensual de tu imaginación, ¿eh, Nudd? Si los cambio, ¿ya no me
encontrarás atractivo?
—No
importan los colores, sino lo que transmites con ellos. No hagas como
Draadan, que se limita a usar su cuerpo para demostrar cuán tirante
puede atarse una cola de caballo antes de subirse los orificios
nasales al entrecejo. Ni como Navekhen, que no se ha privado de
experimentar con el suyo cuantas depravaciones sexuales se le han
ocurrido. En el término medio está la virtud.
—¿Cuál
es mi término medio? ¿Usarlo en exclusiva para seducir a cierto
ingeniero aficionado a los cielos azules?
—Quizá.
Ya sabes que soy posesivo por naturaleza.
—¿Sin
atarme tensa la coleta?
Neudan
sonrió y pasó los dedos por las novísimas hebras de cabello rubio.
—Eres
el ser más relajado que conozco. No hay nada tenso a tu alrededor.
—Salvo
tu superior, cuando se relaciona conmigo.
—Mi
superior no está aquí ahora. —Acercó los labios a los de Eal y
los besó—. Y, con todos mis respetos, espero que no aparezca en
mucho tiempo.
***
—Dices
que solo un puñado de navegantes de esa pirámide permanecen activos
mientras el resto son mantenidos a oscuras sobre su naturaleza y
usados como peones.
—Te
complementé el informe de los vigías y te lo serví en bandeja,
Shaal. Confío en que lo habrás leído.
—A
un nivel biológico son similares a...
—Iguales.
—...
similares
a nosotros. No obstante, su desarrollo intelectual y emocional es
mucho más rudimentario, a causa del escaso número de individuos
conscientes. Las capacidades de su nave están capadas. Ni los unos
ni la otra despiertan nuestro interés.
—¿Que
no despiertan...? No, definitivamente no te has leído el informe. La
configuración de esa pirámide es diferente a la de la nuestra y las
atribuciones de su tripulación más amplias. Su observatorio está
operativo, no al cien por cien pero mucho más que el nuestro. Por el
amor de una bola púrpura, son nuestros conterráneos y la gran
mayoría soportan existencias aún más duras que las de los
terráqueos. ¿No vamos a hacer nada para evitarlo?
—La
política del Vértice es bien clara...
—¿La
del Vértice o la tuya?
—...
bien clara al respecto: la configuración de nuestra nave es la
correcta. No vamos a intervenir, ni a imponer nuestro criterio, ni a
contaminarnos con su salvajismo, heredado, sin duda, de su contacto
con los terráqueos.
—¿Y
el espíritu de superación? ¿Y el solidario? Hablas del desarrollo
de otros sin darte cuenta de nuestro propio estancamiento, sin
comprender que la pobre evolución de nuestros semejantes puede estar
afectándonos a nosotros, aunque a diferente escala. Somos
ochocientos diecinueve, somos estáticos. ¿Qué tipo de civilización
madura de ahí? Si no te has percatado tú solo, déjame recordarte
que nunca hemos comprendido por completo el funcionamiento de este
navío, pero que una cosa, al menos, está clara: posee la capacidad
de albergar una cantidad de tripulantes mucho mayor que esa. ¿No te
has preguntado el porqué?
—Usamos
nuestro banco genético al completo. Nuestra tecnología es
incompatible con la fisiología de otras razas...
—¡El
anhelo de perpetuarse no ha de ser genético!
¡La tecnología se adapta! ¡Los conocimientos se comparten con
quien sepa usarlos! ¡Se aprende,
Shaal, siempre quedan espacios que llenar!
—Estamos
muy por encima de todo eso, a otro nivel de evolución. Nuestra
civilización ha funcionado sin contratiempos durante un periodo de
tiempo más largo que el que ninguno de esos mortales sería capaz de
asimilar. No alteraremos lo que es perfecto, Eal.
—Si
te molestases en observar a los terráqueos, en lugar de
considerarlos una simple piedra en nuestro camino a ninguna parte,
descubrirías lo mucho que tienen que ofrecer.
—Observar.
Ya he observado lo bastante para saber lo contaminantes que llegan a
ser. Los bajos niveles de dlanda
aconsejan una pronta partida. Programaremos un retorno en el futuro
para comprobar si la otra pirámide se halla en condiciones de ser
estudiada.
—¿Si
están todos muertos, quieres decir? Lástima que carezcas de sentido
del humor, te explicaría de diez maneras jocosas lo mucho que te
compadezco. ¿Sabes qué? No voy a molestarme. Prefiero discutir este
tema directamente con el Vértice.
—Cursa
la petición de entrevista, si lo deseas. Te anticipo que la
rechazará. El Primer Tripulante confía en mí; las conclusiones que
le expongo son tan ajustadas a su juicio como las que él se hubiera
formado en persona.
—Qué
apropiado para ti, ¿eh? Es curioso... Creía que apreciarías en su
justa medida las virtudes de un octaedro, pero me equivocaba. No deja
de ser la unión de dos figuras más sencillas, después de todo. No,
una mente de tu categoría solo puede sentirse cómoda con la
simplicidad y la fiabilidad de una pirámide.
—Qué
insinúas.
—Según
dicen algunos humanos, «el que tenga oídos para oír, que oiga».
Disfruta el resto del día, Shaal.
***
—Entonces,
¿no ha querido recibirte?
Un
desalentado Neudan bajó la cabeza y pasó la mano por el mapa
tridimensional que destellaba ante ellos. Sus dedos atravesaron la
diminuta imagen de unas colinas europeas bajo el sol del verano.
—Era
de esperar —respondió Eal—, me temo que estoy solo en esto.
Nuestro Primer Geólogo se ha cansado de recoger muestras del
planeta, nuestro Primer Navegante no piensa sino en elaborar cartas
de navegación..., y el Vértice lleva tanto tiempo enganchado al
observatorio y delegando en Shaal sus funciones mundanas que ya no
experimenta interés por nada más. Me pregunto si el querido
Primer Biólogo no tendrá algo que ver con ese desapego.
—¿Piensas
que el estado del Vértice no es natural, que Shaal ha...?
—¿Quién
mejor que él para domar un cuerpo? En cualquier caso, ha llegado el
momento de contraatacar. Ya sabes, nadie mejor que yo para domar la
pirámide.
—¿Vas
a hacerlo de verdad? —La voz de Neudan fue poco más que un
susurro.
—Sin
poder para hacernos oír, tendremos que forzarlos a que busquen y,
así, vean. Que vean la Tierra y a sus habitantes igual que los vemos
tú y yo. Que comprendan el sufrimiento innecesario de nuestros
hermanos. Que noten nuestro estancamiento y aprecien la belleza de la
diversidad, del caos, de lo efímero. Ya he elegido un magnífico
candidato para servir de puente entre nuestra cultura y la suya.
Amplió
el mapa hasta situarse en un pueblecito toscano llamado Vinci.
Mediante inspección visual se desplazó entre casonas acomodadas,
villas rurales y viñedos, y dio con un joven que tomaba apuntes del
paisaje soleado junto a una abandonada cesta de hierbas. Era apenas
un adolescente, rubio y de ojos tan azules como la inmensidad que
capturaban sus retinas. Al verlo, Neudan no pudo reprimir una sonrisa
de entendimiento.
—Es
uno de los muchachos a los que... espiábamos juntos cuando elegíamos
sujetos de estudio al azar. No recuerdo haber interactuado con él.
—Se
llama Leonardo. Es el hijo ilegítimo de un notario y, a pesar de que
pocos lo saben aún, posee inteligencia, talento, creatividad y
curiosidad sin límites. Madera de polímata.
—¿Por
qué él? ¿Por qué no cualquier otro?
—Pues...
Los motivos son varios. Te diría que la intuición así me lo dicta,
pero no sería cierto. Supongo que es una combinación de su nivel de
intelecto, de esas sonrisas tan indescifrables que traza en sus
retratos...
—Como
las tuyas.
—...
como las mías, y de...
—Me
recuerda un poco a ti, con este cuerpo terráqueo.
—Puede
que eso haya influido un poco, sí. Además, nos conviene por
proximidad, ya que la segunda pirámide sobrevuela Milán. La
península itálica está siendo, y será, el escenario de grandes
maravillas en la historia de nuestros queridos sujetos de estudio.
—¿Y
qué harás?
—Inocularle
nuestras nanomáquinas. Sustraeré datos esenciales de ingeniería y
navegación y los programaré para que se fundan en su subconsciente.
Los datos permanecerán indetectables hasta que llegue el instante de
revelarlos, aunque no así el procedimiento quirúrgico, claro está.
Gracias a ella lo localizarán y tratarán de descifrar mis...
andanzas, al tiempo que, ineludiblemente, analizan las suyas. Y las
del resto de los habitantes del planeta, nativos o no. Mientras
tanto, yo me ocultaré y continuaré mis investigaciones sin la
cortapisa que supone pasar por el piramidión y por la censura de
Shaal. Me reiré a placer de su política de no intervención.
—Creo
que no has caído en el fallo de tu plan.
—Me
temo que sí he caído. —Eal suspiró.
—Yo.
Yo soy ese fallo. Si me dejas aquí, Shaal no se detendrá hasta que
haya extraído de mí cada pequeño fragmento de información. Y
empleará métodos cuestionables si ha de hacerlo, lo conozco muy
bien. Tendrás que llevarme contigo.
—Escúchame,
Nudd. —Sujetó sus mejillas para que lo mirase a los ojos. Estaban
llenos de ternura... y de tristeza—. Será mucho más difícil
burlar la vigilancia si somos dos, y lo sabes. Tú eres acólito de
Shaal; por mucho que yo fuerce y someta los mecanismos de la
pirámide, su impronta en ti es tan fuerte que acabaría dando
contigo. Por otro lado, sería tan magnífico conservarte como aliado
aquí dentro... Tu comprensión, tu apertura de miras y tu
generosidad son valores de los que los nuestros no deben prescindir.
—Quieres
dejarme atrás.
—Eres
lo que más amo en este mundo. Mi deseo de terminar con la
inflexibilidad que nos ahoga también es un regalo para nosotros dos.
Nuestra separación vendrá con la promesa de un futuro más
brillante. Además, no me agrada la idea de convertirte en un
fugitivo; si puedo ahorrarte esa suerte, lo haré sin dudar.
—Sin
embargo, ya hemos establecido que Shaal nunca se tragará mi falta de
complicidad en el asunto. Aunque no llegara a ser fugitivo, se me
tacharía de delincuente, es inevitable. Tendrías que idear un
sistema para que no pudiese forzarme a hablar.
—¿Estás
insinuando...? —Lo miró con espanto—. ¡Jamás te dejaré en
manos de un torturador! ¡Aunque yo tenga que padecer por mi cruzada,
no voy a arrastrarte a ti también!
—Nuestra
cruzada. Estamos juntos en esto, lo aceptes o no.
—Quizá
me haya precipitado. Discurriremos... un procedimiento para librarte
de la impronta de Shaal. Sustituiremos tu...
—No
hay tiempo para eso. —Neudan
respiró
hondo, dividido entre la amargura y la determinación—.
Supongo que solo hay una forma rápida de resguardar el contenido de
mi mente: que la vacíes y te lleves contigo mi registro de memoria.
—Pero...
la pirámide admite una única manera de vaciar una mente...
—Soy
biólogo, lo sé muy bien. Tendrás que...
—No...
—Tendrás
que matarme.
—No,
no, no. Imposible. Ninguna causa ha de pedir sacrificios tan
absurdos, y crueles, y... ¡No! ¿Cómo voy a abandonarte, sabiendo
que has perdido tus recuerdos, tu identidad...?
—Será
temporal, los cuidarás muy bien y me los devolverás cuando
regreses.
—¡Te
torturarás con montones de preguntas! ¡Odiarás, sin conocerlo, al
hombre que ha destruido toda una vida de conocimientos, que ha
traicionado a la persona a la que más debía proteger!
—No
pretendo sonar insensible, pero —bajó la voz hasta convertirla en
un susurro— odiarte será menos duro que echarte de menos día tras
día, temiendo por un destino incierto. Seguiré siendo yo mismo, ya
lo verás. —Clavó la vista en el brillo creciente de los ojos
azules. Era mejor enfriar la cabeza, ser firme, bromear; cualquier
cosa antes que las lágrimas—. Y es la única explicación que
satisfará por completo a Shaal, que intenté detenerte, te libraste
del problema y te llevaste el registro para que no te delatase.
—Nudd...
—Bien,
he aquí nuestro curso de acción —enumeró, sin darle oportunidad
de replicar—: primero seleccionaremos el equipo esencial y los
archivos que has de sustraer o manipular. Entretanto yo te fabricaré
un nuevo cuerpo, uno que no sean capaces de relacionar contigo, y nos
desharemos del actual para que no sospechen. Haremos tu transferencia
entonces, y luego mi... neutralización momentánea. Tomarás mi...
Eal
lo rodeó con los brazos y lo acalló con un beso desesperado, como
si fueran a arrebatárselo para siempre. En cierto sentido, ¿no iba
a ser así? Si hacía lo que le pedía, el hombre que conocía
desaparecería; su amor quedaría aprisionado en un frío soporte
físico, a la espera de que un futuro piadoso se lo devolviese. Y,
¿quién le garantizaría que su estúpido sueño habría de
cumplirse? ¿Que la pirámide lo aceptaría?
—Todo
saldrá bien —jadeó Neudan, leyendo sus pensamientos—. La
pirámide te lo permitirá porque sabe que es lo justo y necesario.
—No
puedo dejarte así...
—Tendré
mucho que hacer. No estaré solo.
—Yo...
No te apartes de Draadan, ¿de acuerdo? Aunque llegue a considerarme
el criminal más despreciable de nuestra civilización, es el
tripulante más digno de confianza de la nave. Y sé que, si escarbas
lo suficiente en él, destaparás simpatías por nuestra batalla
particular.
—Me
temo que no estaré en condiciones de decidir a quién me arrimo. Al
contrario, tengo la impresión de que tu amigo el supervisor no me lo
va a poner fácil. Detesta hacer mal su trabajo...
***
Cuando
el visor reducido de Neudan resbaló de su ojo izquierdo, Leonardo
percibió una inquietante humedad en el mismo. Su atención se desvió
de la charla monocorde de aquel a quien llamaban Primer Biólogo, de
la versión femenina de Eal, incluso de la angustia de Draadan, y se
centró por un instante en el rostro desprovisto de color de su
acompañante. Fuera cual fuese el testimonio contenido en aquel
diminuto aparato, había bastado para hacer que se desmoronase.
Los
labios de Neudan susurraron algunas frases. El artista hubo de aguzar
el oído para distinguirlas.
—El
alma desea permanecer con su cuerpo porque, sin los instrumentos
físicos de ese cuerpo, no puede hacer nada, no puede sentir nada. Esa
chispa en el vacío de la que hablabas, Leonardo..., ¿querrás creer
que es más dolorosa que el vacío absoluto? Bendita sea la paz de
ignorar lo que has perdido.
»¿Tienes
idea de la amargura que sufres cuanto sabes que te han arrancado el
alma?