Nunca
había visto el interior de una cárcel. El estudioso ávido de
información de primera mano que era habría aceptado la novedad con
interés, tomado apuntes y realizado algún que otro esbozo; habría
teorizado, incluso, sobre la seguridad del lugar y los sistemas para
burlarla. Aunque, ¿dónde habría de encontrar la paz de espíritu
para eso? Él era el prisionero. Él era quien había sido encerrado
entre muros de piedra basta, con una pequeña abertura enrejada fuera
de su alcance como única vía de contacto con el exterior. Para un
joven criado al aire libre, en la plácida belleza de las colinas
toscanas, aquello era una auténtica tortura.
Para
evitar la proximidad del otro par de detenidos —uno de ellos
borracho hasta la inconsciencia y el otro dormido— que estaban
apoyados contra una pared de la habitación, se dejó caer en el lado
opuesto, donde los olores desagradables de la humedad y la paja
demasiado vieja resultaban abrumadores. Transcurría el tiempo y
nadie acudía a traerle noticias ni a comunicarle el motivo oficial
de su arresto. No eran esas sus mayores preocupaciones; intuía que a
los Ufficiali
no
les preocupaba el bienestar espiritual de sus presos y sabía casi a
ciencia cierta cuáles eran los cargos. Lo que no lograba comprender,
lo que lo tenía en ascuas, era averiguar quién habría lanzado una
acusación de sodomía contra él.
Y
por qué ellos
no
aparecían.
El
final de sus dudas llegó de la mano del anhelado zumbido y los
triángulos púrpura. Navekhen se materializó junto a él, con una
pequeña sonrisa alentadora, y calmó sus nervios a base de palmadas
en el hombro.
—¡Navekhen!
¿Qué ha pasado? ¿Por qué me han encerrado aquí? ¿Quién...?
—Buena
ráfaga de preguntas, eso es que conservas la salud y la lengua,
amigo mío. No te han informado, ¿eh? Alguien ha escrito tu nombre y
el de... —tocó su visor antes de continuar— Pasquino, Baccino y
Tornabuoni en un papelito, expresando de manera muy detallada que
todos profesáis tierna adhesión a las posaderas de aquel querubín,
Saltarelli.
—¿Qué?
¿Tornabuoni también? ¡Si su familia es una de las más adineradas!
Pero yo... —Bajó el volumen de su voz al instante, temeroso de que
sus compañeros despertaran—. ¿Quién me querría tan mal para
acusarme de algo que no he cometido? ¡Podrían quemarme en la
hoguera!
El
castigo, si bien muy improbable, no era imposible, ya que la sodomía
era un delito castigado en Florencia con la pena capital. Su
investigación se iniciaba con algo tan sencillo como una denuncia
anónima en uno de los tamburi,
recipientes al efecto instalados por la ciudad, y cualquiera podía
ser víctima de la misma.
—Tranquilo,
es difícil probarlo y ya sabes que apenas condenan a nadie por algo
así. En cuanto a si lo has cometido o no... Bueno, está aquella
escapada a la habitación de arriba de la taberna...
—Yo
no llegué a hacer nada y vosotros debéis saberlo —lo cortó.
—Oh,
nosotros lo sabemos y el pequeño demonio con halo de pega que se te
llevó a remolque lo sabe, pero ¿y los demás? Las risas y los
gestos a tus espaldas fueron muy escandalosos. Eso debería darte una
pista sobre tu misterioso justiciero de la moral y las buenas
costumbres.
—Pues...
Aparte de nosotros cinco estaban Gnido, Fulgi, Lolli... —El artista
se estrujó el cerebro en busca de una respuesta—. No, no puede
ser, no he hecho nada para que me odien hasta ese punto.
—Tú
no lo recuerdas muy bien porque estabas bebidillo. No te esfuerces,
encanto, ya hemos identificado al tipo en cuestión a base de cotejar
la escritura de la denuncia con el entorno de nuestros sospechosos.
—¿Y
quién ha sido? ¿Quién ha...?
—Tenemos
órdenes de no interferir en esto. —Draadan lo interrumpió desde
fuera, del otro lado de los barrotes. Leonardo ni siquiera se había
dado cuenta de que estaba ahí—. Navekhen ya ha hablado en exceso.
Igual que siempre.
—Entonces,
¿no vais a hacer nada para sacarme? —El joven no acababa de
creerse su desgracia.
—Bueno,
tienes a tu dilecto progenitor, que es un influyente notario y te
podrá echar una mano —apuntó el moreno.
—¿Por
qué comprometería mi padre su prestigio por un hijo bastardo?
Seguro que estáis al tanto: ha conseguido, al fin, lo que llevaba
veinticuatro años esperando, un heredero legítimo. Un gran
acontecimiento, oh, sí. Para procurarse la sucesión de su excelso
apellido ya no tiene que depender del desliz
que
soy yo.
Su
compañero frunció el ceño hasta convertir sus ojos azul oscuro en
dos ranuras brillantes. Había conocido al Leonardo lánguido, al
desengañado y deprimido, pero una amargura como la que destilaban
esas palabras... Eso no lo había conocido jamás.
Y
lo peor fue que Draadan no contribuyó a aligerar la atmósfera.
—Tal
vez debieras haber empezado por conducirte con discreción en un
lugar público —dijo con su acostumbrada frialdad—. Si sabes que
cierto comportamiento es un delito conforme a las leyes de tu país,
lo sensato es practicarlo en la privacidad de tu casa y no es un
prostíbulo, donde todo el mundo pueda verlo. Cualquiera con un
razonable nivel de inteligencia sabría eso.
Si
el joven rubio había creído que no podía hundirse más, estaba muy
equivocado. Las palabras del supervisor se convirtieron en el lastre
que terminó de arrastrarlo hasta el fondo del pozo.
—Mi
querido muchacho, estarás fuera más pronto de lo que piensas —trató
de distraerlo Navekhen—. Ya te he dicho que tu tocayo Tornabuoni se
ha visto envuelto, ¿no? Pues verás qué poco tarda su riquísima
familia en tomar las riendas y echar tierra sobre la historia. O
mucho me equivoco, o te enviarán de vuelta al taller con una
inclinación de cabeza y una sacudida en el hombro en menos tiempo
del que se tarda en decirlo. No te preocupes, de verdad.
Desde
el puesto de observación arriba, en el cielo, Neudan observaba la
escena y sufría. Habría dado lo que fuera por bajar para consolar
al terráqueo y sacarlo de aquel inmundo agujero. Las cosas, por
desgracia, no eran tan sencillas.
Tenía
que contentarse con mirar, apretar los puños y saborear la bilis que
lo ahogaba desde el rechazo sufrido aquel día en la taberna.
***
Para
no faltar a lo acostumbrado, Navekhen estuvo en lo cierto con su
predicción sobre el peso que el apellido Tornabuoni tendría en el
asunto. Ante la falta de testigos que dieran la cara y de pruebas que
respaldasen la acusación, Da Vinci fue liberado y regresó con su
maestro. Nunca supo, aunque lo sospechó, que el instigador de la
misma había sido un sastre despechado y vengativo. De lo que sí
estaba seguro era del duro revés sufrido por su buen nombre y por el
del taller de Verrocchio; por eso aceptó sin dudarlo el ofrecimiento
que le hizo Andrea de partir a Pistoia junto con Lorenzo di Credi,
otro de sus discípulos, para completar un retablo y un cenotafio en
la catedral. Permanecería fuera del punto de mira mientras las aguas
regresaban a su cauce.
Pistoia
era una localidad al noroeste de Florencia, distante un par de
jornadas a caballo. Carecía de la magnificencia de esta ciudad, pero
aquí y allá, en el trazado y la arquitectura, brillaban detalles
que la traían a la memoria. Leonardo tenía parientes en ella y un
pequeño círculo de amistades. Los días en lo que no colaboraba con
Credi visitaba las aldeas aledañas, aceptando algún que otro
encargo, o paseaba por el campo y disfrutaba el panorama de las
colinas de Montalbano, llenando su cuaderno de bocetos.
Sus
otros amigos, los comerciantes
españoles,
lo visitaron al poco de instalarse allí. Hallaron a un joven delgado
en exceso que mostraba sonrisas a la galería y se encerraba en sí
mismo en los momentos de soledad. Draadan, el pretendido Daniele, se
concentró en hacer el habitual registro entre sus papeles y
mostrarle su amplia, atractiva e indiferente espalda, pero
Navekhen/Narciso esquivó a sus dos compañeros e hizo un aparte con
él fuera de las murallas de la ciudad, mientras el sol se perdía en
el horizonte toscano. El pintor garabateaba distraídamente en su
cuaderno; el visitante distinguió de reojo las últimas palabras que
la punta metálica dejó atrás: «si no es amor, ¿qué otra cosa
puede ser?». Rozó su visor de esa manera particular que Leonardo
notaba a veces, se lo quitó y lo estudió con el rostro desnudo.
—¿Sigues
juzgándome muy joven para tu gusto, Navekhen? —preguntó el rubio
de repente, sin obtener una respuesta inmediata—. Al principio,
cuando nos conocimos, solías decírmelo a menudo, que no te
interesaban los críos. Luego mencionaste una cantidad desmesurada de
años para concederme el mérito de la madurez, pero...
—¿A
qué viene eso ahora? ¿Te insinúas, querido mío? Te advierto que
no te convengo en absoluto. Oh, no me malinterpretes, soy un dios en
las camas; lo que pasa es que, igual que algunas deidades, poseo
respecto a ellas el don de la ubicuidad... o, al menos, lo pretendo.
—Lo
que quiero decir es que no serás el único que lo piense, en
especial con el asunto de la acusación. Pudo haber sido más grave.
Quién sabe si mi encierro habría entorpecido vuestros planes de...
—No
hace falta que sigas. Cuando dices que no seré el único, te
refieres en concreto a cierto tipo alto y adusto, ¿no? —Se produjo
un silencio revelador—. Te contaré un par de cosillas, ahora que
tengo intimidad absoluta, y más te vale no soltar prenda si sabes lo
que nos conviene. La primera es que no acabo de respaldar la política
de mis superiores, «no interferencia salvo cuando a mí me parezca».
Agradezcamos al cielo que no hizo falta sacarte de esa ratonera
aunque, de ser así, no creo que hubiera podido quedarme de brazos
cruzados. Por cierto que sé que Neudan comparte mi opinión, mira
qué sorpresa —añadió con ironía. Aparte de gratitud, Leonardo
también experimentó intriga por su afirmación de que contaba con
intimidad absoluta. Si no preguntó fue porque Navekhen siguió
hablando—. La segunda... es una pequeña duda mía referente a los
nombres que te sacaste de la manga para nosotros. Al señor alto y
adusto le adjudicaste
Daniele.
¿Una referencia bíblica, mi joven león?
—Yo...
—«Y
él fue arrojado a la fosa con las fieras, mas estas se echaron a sus
pies y se los lamieron, y no osaron atacarlo». —Su voz adquirió
un tinte épico. El artista solo pudo bajar la cabeza, completamente
abrumado—. Sí que tiene ojos de profeta, ¿verdad? Dominadores,
capaces de convertir a un león en un gatito sin necesidad de
intervención celestial. No te culpo, yo también le habría lamido
algo de no ser por nuestra amistad.
—¿Cómo
podría saberlo? —Habló despacio, solemne, resignado—. Apenas
los ha vuelto hacia los míos salvo para hacerlos callar con una
mirada helada. Apenas se digna a apartar la pantalla gris que hay
entre él y el mundo... mi mundo... yo. Me desprecia, Navekhen, y lo
peor es que no creo que me merezca su desdén por mí mismo, sino que
para él no soy más que uno de esos... terráqueos,
como nos llamáis, a los que desea perder de vista cuanto antes para
volver a... al cielo, supongo. Oh, la culpa es mía, lo sé. Fue muy
sabio quien dijo que no estamos hechos para contemplar la divinidad,
pues enloqueceremos, o moriremos, o la anhelaremos de tal forma que
ya no podamos...
Se
interrumpió. Su compañero suspiró y echó un vistazo a su
alrededor. Viendo que seguían solos, se decidió a ir más allá.
—No
es algo personal, Leonardo, ni tampoco tan genérico. Se trata de un
mecanismo de defensa, ¿lo entiendes?, una vía para distanciarse del
sufrimiento y el desengaño. No es la más valiente que conozco pero,
seamos justos, es comprensible. Déjame seguir, antes que emprendas
la salva de preguntas —pidió, al ver la expresión perpleja del
otro—. Tú sabes, porque te lo he contado, que nuestro viaje se
remonta a más de cinco siglos atrás. Cinco siglos de vagar por ahí
fuera, de vigilia, de contactos en los que Draadan siempre era
nuestro emisario, el que iniciaba los diálogos. Sí, muchacho, no
eres el primero, eso te asombrará; y más lo hará saber que hubo un
tiempo en que nuestro supervisor contaba con habilidades
diplomáticas, y charlaba, y reía,
y trataba a los otros seres humanos como... seres humanos, no nombres
en un archivo de directrices. Y a veces... llegaba a acercarse a
ellos demasiado.
»La
primera vez fue hace... no lo recuerdo, cuatrocientos movimientos de
traslación, que diría nuestro Primer Biólogo. Draadan había
empezado a expandir su círculo de relaciones, a buscar fuera de la
tripulación. La dama era muy interesante, cierto: guapa,
inteligente, con carácter, joven..., del tipo de las que aún se
asombran por todo e irradian ese optimismo contagioso. Se
convirtieron en amantes, luego en una pareja y luego el supervisor
redujo sus periodos de... supervisión para dedicárselos a ella.
Apenas regresaba a nuestra nave y, cuando lo hacía, partía al
instante de vuelta a su amada. Se lo daba todo, o casi
todo.
Desde mi perspectiva es una suerte que no pudiera ofrecerle lo que
ella más quería, ya que habría vuelto el desenlace mucho más
duro.
Leonardo
escuchaba boquiabierto, con el ánimo de quien recibe noticias
imposibles de asimilar. El desconcierto, que silenciaba sus ganas de
interrogar a Navekhen, no pudo, sin embargo, hacerle obviar ese
último punto.
—¿Por
qué no? ¿Qué era lo que ella quería?
—Hijos.
Lo que a nosotros nos está vedado otorgar porque somos estériles.
Tiene lógica, considerando nuestras circunstancias. ¿Propagar lo
que es virtualmente eterno? Un contrasentido o un hermoso sueño, lo
que prefieras.
—Oh...
Y, ¿cuál fue el desenlace?
—¿Cuál
crees tú? —Los ojos más oscuros lo taladraron—. Que ella murió.
No era una de los nuestros, tenía que pasar. Draadan había sido el
primero en comprometerse con una mortal y también lo fue en probar
las amargas consecuencias. Se quedó destrozado. Nosotros jamás
habíamos perdido a nadie.
»Aprender
a echar a alguien de menos ha de ser una de las lecciones más duras
a las que debes enfrentarte. Aceptar que hay cosas efímeras cuando
tú permaneces inmutable...
El
visitante hizo una pausa. Nunca había visto Leonardo tan serio al
eterno socarrón, ni había llegado a plantearse que el
comportamiento de su superior obedecía a otros motivos aparte de su
frialdad. Sintió que se le encogía el corazón.
—Tardó
mucho, mucho, mucho en volver a ser amigable con habitantes de la
superficie—continuó Navekhen—. Se resistió, ya lo creo. Lo que
ocurre es que, si la persona es excepcional...
—Y
la nueva dama lo era, me figuro.
—¿Hmm?
No, era un chico. —El corazón contraído se saltó un par de
latidos—. Enfocó el asunto de otra manera que se te antojará
familiar: lo inoculó. Prolongó su vida artificialmente e hizo todo
lo que se le ocurrió para retrasar el momento de nuestra partida.
»Pero
el momento llegó, amigo mío, y no podíamos traer a ese hombre con
nosotros. ¿Qué voy a contarte? Nuestro camarada estuvo a un paso
del amotinamiento. Al final aceptó lo inevitable, partimos, y, por
supuesto, no volvió a verlo. Ahora es un montón de huesos en alguna
tumba olvidada... y en la mente de Draadan. No alcanzo a imaginar el
dolor que sufrió antes de enterrarlo bien hondo, bajo capas y capas
de indiferencia.
»Tú
eres un joven muy inteligente y un poquito sabio. Juzga si te
convence mi explicación.
El
artista enmudeció hasta que la bola anaranjada se hundió por
completo bajo las colinas. En aquel lugar, durante aquel ocaso,
aprendió lo que significaba el paso del tiempo y lo poco que habría
de importarle a la montaña, al río y al muro a sus espaldas quién
se sentaba a sus pies. Draadan permanecería. Las piedras
permanecerían. Él se convertiría en polvo en una tumba y quizá en
nada más, ni siquiera un recuerdo.
—No
lo sabía —dijo con voz ahogada—. Debería haber sabido que así
eran las cosas, debería... No te preocupes, Navekhen, entiendo cuál
es mi lugar y no me interpondré en el camino de nadie. Me dedicaré
a trabajar, mantendré la cabeza ocupada y olvidaré las ensoñaciones
absurdas. Me centraré en lo que está a mi alcance, eso haré.
Yo
seré polvo, pero dejaré atrás algo que perdure, pensó.
Las
piedras permanecen, y también las obras. Eso es lo que dejaré
atrás, mi obra.
***
Tras
su retorno a Florencia, meses más tarde, Leonardo manifestó a
Verrocchio su decisión de establecer un taller propio. El consagrado
maestro lo comprendió, pues había llegado la hora de dejarlo probar
fortuna. Contaba con la edad suficiente y con tantas habilidades que
no le quedaba nada que enseñarle, y, además, suspiraba por un
cambio de circunstancias desde su detención. Con todo, Andrea no
podía evitar preocuparse por su futuro. Ya como miembro de su
bottega,
el joven artista se había granjeado una reputación de inconstante y
poco cumplidor y las quejas de algunos clientes insatisfechos, tal
era su propensión a comenzar una docena de proyectos y no concluir
ninguno.
Lo
más descorazonador fue el escaso interés que el principal patrón
de Verrochio, el mismísimo Lorenzo de' Medici, mostró en emplear al
nuevo maestro. Lorenzo era célebre en toda la península por su
papel de mecenas de las artes y era bien sabido que los mejores
artistas se formaban dentro de los muros de su ciudad. Significaba
mucho conseguir su patrocinio. Leonardo ya había tratado con el
gobernante de facto de Florencia al ejecutar y entregar las
esculturas, dibujos, estandartes y otros medios de propaganda que el
estadista había encargado a Andrea. De joven siempre le había
gustado pasear ante los impresionantes muros de sillares
almohadillados del Palazzo Medici o cruzar, cuando se lo permitían,
el patio decorado con esculturas de Donatello. Sus últimas visitas,
no obstante, habían buscado inclinar su favor hacia el recién
creado taller.
Lorenzo
era un hombre astuto e inteligente que sabía reconocer y valorar el
talento cuando lo tenía delante. El maestro Da Vinci era hijo
—aunque ilegítimo— del respetable notario Ser Piero, poseía
ideas interesantes y era mucho mejor que estas permaneciesen en la
ciudad antes que a disposición de otros estados rivales. Le facilitó
el acceso al Jardín de san Marcos, donde había creado una
vanguardista academia para que artistas noveles estudiaran y
restaurasen su fabulosa colección de esculturas clásicas, y le hizo
algunos encargos menores. Por lo demás, ni encontraba útiles sus
excéntricos proyectos ni compartía su especial sensibilidad hacia
la pintura. La dudosa reputación de Leonardo, unida a su fama de
incumplidor, predisponían al poderoso Medici en su contra. La casa
más prestigiosa de Florencia no ayudaría a impulsar la bottega
Da
Vinci.
Se
buscó un local modesto, pero al que podía llamar propio, y lo
empezó a llenar con los libros, dibujos, cachivaches y especímenes
que no se atrevía a exponer en su anterior alojamiento. Recibió a
algunos aprendices; el que más se ajustó a su modo de vida fue
Tommaso di Giovanni Masini, apodado Zoroastro, un muchacho despierto
y extravagante que poseía conocimientos de metalurgia, las
habilidades dispares de un pequeño dios Hermes, y que mostraba un
interés desmedido por el ocultismo y la magia. Navehken solía
comentar que una visita a aquel antro habría hecho las delicias de
un grupo de inquisidores aburridos.
No
carecía de don de gentes. Tanto en formación teórica, de
Verrocchio, como en la práctica, de su padre y del mismo Lorenzo de'
Medici, había aprendido a cultivar la elocuencia y la psicología, y
le resultaba sencillo capturar la atención del público cuando la
requería. Se complacía en rodearse de científicos y estudiosos a
los que acribillaba a preguntas y con quienes intercambiaba
conocimientos que luego desarrollaba, sin orden ni concierto, en
multitud de manuscritos. Era precisamente este anhelo de abarcarlo
todo, cada rama del saber, lo que coartaba su capacidad de
concentrarse en los encargos interesantes desde un punto de vista
económico. Ahora bien, había subordinados a los que mantener, sin
contar consigo mismo y con la necesidad de adquirir los materiales
necesarios para sus estudios, así que no tenía más remedio que
trabajar. Y dado que no contaba con grandes patrocinadores, los
trabajos que aceptaba eran de lo más dispares. Por mediación de su
padre consiguió una comisión de los frailes del convento de San
Donato en Scopeto, población próxima a Florencia: un cuadro sobre
la Adoración de los Magos. Enfocó el tema con su visión
particular, realizó cientos de estudios y preparó la tabla. El
único problema era que el estipendio ofrecido por los religiosos no
era en metálico, sino que consistía en una parte de una propiedad
con casa y terrenos cercana al convento. La falta de dinero lo
impulsó a comprar a crédito, de los frailes, lo que precisaba.
Neudan
solía acudir a verlo trabajar en la composición, que encontraba
magnífica. En una de esas visitas melancólicas —porque el joven,
igual que Leonardo había decidido hacer con Draadan, se contentaba
con mirar desde lejos— descubrió una hoja, con la inconfundible
caligrafía del pintor, que pudo leer antes de que pasara la criba
del supervisor.
Viendo
que no puedo estudiar materias de gran utilidad o deleite, pues los
hombres nacidos antes de mí han acaparado todos los temas útiles y
necesarios, haré como el pobre que llega el último a la feria y, al
no poder proveerse de otra cosa, recoge lo visto ya por otros y no
aceptado, sino rechazado por su escaso valor. Esta despreciada
mercancía, remanente de muchos compradores, cargaré a cuestas y
distribuiré, no por las grandes ciudades, sino por pobres aldeas, y
tomaré a cambio el premio que merezca lo que yo he ofrecido.
Las
líneas rezumaban tal pesadumbre que la mano de Neudan se crispó
sobre el papel. Miró alrededor, a la lúgubre estancia en la que se
hallaban. Reparó en los muebles, escasos y carcomidos, en la
decoración ausente, en las raídas ropas que el artista usaba en la
intimidad. Se acercó a él, absorto en su labor, y comentó:
—¿Por
qué vives así, Leonardo?
—Hmmm...
¿qué?
—En
esta situación. Tu pericia debería permitirte vivir con todas las
comodidades. Si aceptaras lo que podemos darte...
—Ya
os he repetido muchas veces que no me interesa vuestro oro, si es de
cuanto disponéis para ofrecerme. Te lo agradezco, pero tú lo has
dicho, mi pericia debería bastarme. En caso contrario es que no me
aplico lo suficiente.
—Es
que no se trata solo de que ese Medici no sabe apreciar lo que tiene.
Dedicas muchas horas a discutir sobre ciencia y a emprender un
estudio tras otro sin atender tus compromisos. Si lo hicieras, el
dinero entraría a raudales en tus bolsillos.
—¿Y
por qué no habría de aprender todo lo posible de otros que saben
cosas que yo desconozco? La vida es corta. Hay que aprovecharla y, al
menos, esos otros
responden a mis preguntas. —Su tono, de ordinario afable, se había
vuelto incisivo—. Tomo lo que puedo donde puedo.
—Leonardo...
—Lo
siento, Neudan. —Bajó la mano y casi derribó su obra—. No es
culpa tuya, yo... Entiende que es muy duro para mí, por favor.
Entiende que es un suplicio estar en una habitación cerrada, sin
ventanas, sabiendo que fuera brilla el sol y tú no tendrás la
suerte de verlo. No os pedí mucho, ¿recuerdas? Una migaja de
conocimiento, un vistazo a alguna de esas maravillas de las que
disponéis y con las que yo apenas alcanzo a soñar. En vez de eso
estoy aquí abajo, en esta montaña de piedra que me atrae hasta ella
irremisiblemente cuando mi cabeza y mi corazón están muy lejos,
arriba, en el firmamento. Y me pregunto qué pretendía vuestro
Primer Ingeniero al hacerme esto, si es que pretendía algo, aparte
de volverme loco.
»Lo
siento —repitió, más calmado—. Me he dejado llevar porque...
porque eres tú y siempre has sido muy amable conmigo. Le prometí a
Navekhen que no me quejaría más, pero a tu lado me relajo y...
Posó
una mano en el hombro del moreno. Sus ojos azules, que habían
alcanzado su mismo nivel con el paso de los años, eran de nuevo
dulces y cordiales y se derramaban sobre él como un cielo despejado.
Estaba cerca, más cerca de lo que cualquiera soportaría, a la
distancia de una bocanada de aire...
Un
ruido a sus espaldas interrumpió la escena. Ambos se volvieron y
descubrieron la figura de Draadan, con su acostumbrada rigidez e
imperturbabilidad. No estaban en condiciones de afirmar si los
miraba, ya que se camuflaba tras su eterna pantalla gris. El
supervisor caminó hacia la mesa cargada de papeles, los apiló y se
los cargó bajo el brazo en lugar de inspeccionarlos en la mesa, que
era su proceder habitual. Luego desapareció sin pronunciar una sola
palabra.
Los
otros dos no supieron que, tan pronto llegó a su nave, se dirigió a
los departamentos de Shaal, el Primer Biólogo, y realizó una
petición.
***
—¿A
dónde vamos? —preguntó Leonardo dos días más tarde, cuando
vinieron para transportarlo. Habían pasado años desde la última
vez y el acontecimiento lo hizo sentirse nervioso y excitado.
—Ahora
verás. —Navekhen lo sostuvo en sus brazos con una sonrisa ladina—.
Pedid y se os dará, dicen. No pidáis... y quién sabe qué pasará.
Vas a presenciar una cosa muy interesante, algo que codiciabas desde
hace mucho tiempo.
Los
triángulos púrpura bailaron a sus pies y lo transportaron a la cima
pelada de una montaña en medio de ninguna parte. Hacia donde quiera
que mirase no había más que tierra árida, montes y rocas, y el
aire caliente entraba con dificultad en sus pulmones. Era el paisaje
más yermo y desolado que había contemplado; aun así, no pudo dejar
de admirarlo mientras se sobreponía al vértigo y divagaba sobre las
razones del viaje.
—¿Por
qué me habéis traído aquí? Es una cosa interesante, no lo dudo,
pero no recuerdo... —Calló al instante. La edad sí que empezaba a
enseñarle la virtud de la paciencia.
—No
mires abajo, sino al cielo. Al cielo, Leonardo.
El
artista alzó el rostro y examinó los alrededores. Y entonces la
vio: allá, contra el azul sin nubes, se dibujaba la silueta de una
pirámide invertida. El vértice brillaba de forma singular, como si
dejara pasar el fondo a su través. De la base sobresalía un
abultamiento que no lograba identificar desde su posición. Abrió
mucho los ojos.
—Es...
es...
—Nuestro
navío. ¿Qué te parece?
—Es...
—Je,
una de esas raras circunstancias en las que te quedas mudo. Has de
saber que únicamente es visible para nosotros, pero no es seguro
tenerlo tan cerca porque existe el riesgo de que alguien más lo...
—Draadan contuvo su lengua con una mirada fulminante—. En fin,
ejem, si usas el visor lo apreciarás con más detalle. Toma.
La
pantalla amplificó la imagen para el joven y le mostró las caras
surcadas de líneas a la manera de sillares, con espacios más
oscuros que parecían ventanas. Del vértice solo se distinguían los
ángulos, ya que las paredes eran, en efecto, transparentes. Aún no
estaba claro lo que era la prominencia, o cúpula, en la parte
superior, aunque sí su color verde translúcido. Y flotaba en el
aire. No le habían mentido, la pirámide flotaba en el aire sin nada
que la sostuviese, sin balancearse, sin revelar la tecnología —o
la magia— que obraba el milagro. Tardó mucho en recuperar el
habla.
—Es...
gris. —El calificativo dejaba mucho que desear y Navekhen rio entre
dientes—. No sé, había esperado... Ya sabes, los pequeños
triángulos... Había esperado que fuese púrpura.
—Pues
has acertado, chico listo, es
púrpura.
El polvo cósmico acumulado distorsiona el color.
—¿Qué
es...? Eh... ¿y por qué no limpiarlo y dejar aflorar la superficie?
—Hay
que oírte, nuestra fuente de energ... nuestro combustible escasea y
lo vamos a emplear en sacar brillo. ¿Todo lo que se te ocurre es
hablar del polvo?
—¡No!
No, yo... ¿Qué es la cúpula de la parte superior? Es un verde tan
espléndido... Discordante, en cierto sentido, no sé si me
explico...
—Muy
perspicaz, ni te imaginas cuánto. —El comentario sacó a Draadan
de su hieratismo. Cualquiera habría jurado que había admiración en
sus ojos—. Es un observatorio, un lugar para mirar lejos, igual que
el vértice. Sin embargo, mientras este apunta a la tierra, la
semiesfera en lo alto de la torre escruta el cielo. Es un...
—No
le interesa saber lo que es, Navekhen —intervino el supervisor.
Leonardo
le dedicó una mirada penetrante. No lo censuró por su actitud; en
su lugar dijo:
—Os
lo agradezco. No sé por qué he merecido esta merced, pero os lo
agradezco. Significa mucho para mí, es... hermosa.
Se
empapó cuanto pudo de las vistas, casi sin escuchar las promesas de
que algún día los superiores cambiarían su política y le
permitirían visitar el interior, casi sin ser consciente de nada
más. Solo de aquella nave maravillosa que desafiaba las leyes de la
física y se mantenía suspendida sobre la tierra, lejos de su
alcance, del de cualquier otra persona.
La
prueba de que todo era posible.
***
En
la época que siguió —para ser precisos, durante las siguientes
décadas— Leonardo se obsesionó con la idea de volar. Se
acumularon en sus estantes las hojas dedicadas al tema, desde
esquemas básicos de mecanismos y principios sencillos a planos
detallados de artefactos destinados a auxiliar al ser humano en la
épica tarea. Salpicaba de anotaciones cada espacio libre entre
ellos. En el mercado, cuando disponía de algunas monedas, compraba
pájaros y abría las puertas de sus jaulas para dejarlos libres.
Este gesto, que algunos consideraban una señal de su afecto y
respeto por los animales, tenía también la finalidad de poder
estudiar a las aves, y, al emprender estas el vuelo, tomaba tantos
apuntes como podía. De la observación sacaba sus propias
conclusiones: «Cuando el pájaro está en el viento puede aguantarse
sin batir las alas, ya que la función de estas al moverse en el aire
cuando no hay viento es la misma que la del viento moviéndose contra
las alas cuando están inmóviles». Cada nuevo pequeño
descubrimiento lo llenaba de satisfacción.
No
cabía decir lo mismo de su situación en Florencia. El artista,
siempre partidario de que a cada uno se le reconociesen sus méritos,
ni más, ni menos, tenía una estimación muy clara sobre cuáles
eran los suyos propios; por eso sentía que su talento se
desperdiciaba en una ciudad cuyo máximo poder lo apreciaba tan poco.
El último golpe lo había recibido tras conocerse las obras que se
llevaban a cabo en la Cappella
Magna del
Vaticano. El papa Sixto IV, conocedor de la fama de los maestros
florentinos, había solicitado a Lorenzo de' Medici que prescindiera
de algunos de los mejores y los enviara a Roma para ocuparse de su
decoración, «a la mayor gloria del Señor». El estadista atendió
en requerimiento ofreciéndole a varios pintores, Perugino y
Botticelli entre ellos, pero no se planteó hacer extensiva la
invitación a Da Vinci. Este desprecio hirió su amor propio más de
lo que estaba dispuesto a seguir soportando.
A
finales de 1481 se estableció que Bernardo Rucellai, uno de los
patrones de su asistente Tommaso y cuñado de Lorenzo, viajaría a
Milán en calidad de oratore,
enviado de la ciudad. Todo lo que había oído de aquel estado del
norte lo había convencido de que sus ideas serían mucho más
apreciadas allí. Leonardo aprovechó la oferta de Rucellai para que
lo acompañara y formase parte de la comitiva que partiría a
principios del año siguiente.
Tres
visitantes apostados en la Tierra —Neudan había conseguido que lo
incluyeran en el grupo— se reunieron con su superior para discutir
el futuro cambio de escenario.
—Es
peligroso —dijo el Primer Biólogo—. Nos arriesgaríamos a un
contacto directo con ellos,
algo estrictamente prohibido. El Vértice no permite apartarse de la
política de no intervención y, por lo tanto, es preferible que el
sujeto se quede en esta zona.
Navekhen
tuvo en la punta de la lengua hacerle notar la incongruencia de la
frase. Antes se habría dejado despellejar sus partes íntimas con un
cucharón que llevarle la contraria a Shaal, así que aguantó con la
boca cerrada. Por eso estuvo a punto de sufrir un ictus cuando
Draadan replicó:
—Obligar
a Da
Vinci a
alterar sus planes es
una
intervención y no comprendo dónde está la diferencia. —¿Fue un
tic eso que sacudió en ojo derecho del Primer Biólogo?—.
Desconocemos si esto ha sido fruto del azar o bien si Eal ha forzado
la situación; tengo a los vigías trabajando en ello y revisando
todo lo concerniente a ese Bernardo Rucellai. Entretanto, mi criterio
es dejar que todo siga su curso y extremar la prudencia en Milán. No
tiene por qué toparse con ellos.
Shaal
no los fulminó con un rayo caído de las alturas, más bien pareció
sopesar el consejo. Navekhen pudo al fin rellenarse los pulmones, un
movimiento que había estado posponiendo para no hacer ruido al
respirar y llamar la atención sobre su modesta persona.
***
El
acostumbrado caos que rodeaba a Leonardo en su estudio se veía
agravado por la inminente salida a Milán. Zoroastro y él habían
pasado el día clasificando equipaje, documentos y obras inacabadas y
distribuyéndolos en cajas, pero la llegada de uno de esos curiosos
comerciantes españoles que solían visitar el taller les valió un
descanso mientras su maestro charlaba con él. Navekhen, alias
Narciso, pescó una hoja de la pila y arqueó las cejas.
—Y
otro mecanismo más para acoplar al brazo y tratar de surcar los
aires —anunció—. Con todos los que discurres, no comprendo cómo
no sale tu cerebro flotando.
—Te
ruego que no te burles. Sé que, para un conocedor del secreto, mis
pobres intentos deben ser lo más infantil e insustancial del mundo,
pero trabajo con lo que tengo. Hasta donde yo sé, ninguno de mis
congéneres lo ha probado antes.
—No
me burlo, no me burlo. Es que no deja de ser llamativo que alguien
como tú, con tantos intereses distintos, se muestre tan recurrente
respecto a uno en concreto.
—Para
ti es fácil decirlo. Tú puedes volar a voluntad en vuestra nave, no
lo aprecias en su justa medida, aunque apuesto a que si perdieras esa
capacidad la echarías de menos sobre todas las cosas. —El artista,
ocupado en seleccionar las pinturas que iba a llevarse, no se giró
para hablar—. Yo solo lo he hecho en una ocasión. Ni siquiera lo
recuerdo y, aun así, mi cuerpo lo añora y mi mente lo revive día
tras día desde que me fue dado contemplar la pirámide. Es lógico,
si lo meditas. Una vez hayas probado el vuelo siempre caminarás por
la tierra con la vista al cielo, porque ya has estado allí y allí
desearás siempre volver.
Navekhen
clavó los oscuros iris azules en la espalda surcada de rizos
dorados. En poco más de una década, el Leonardo adolescente se
había esfumado y había dado paso a aquel hombre atractivo, maduro e
interesante. ¿Lo bastante para ponerle las manos encima, como le
había insinuado tiempo atrás? Era probable. El problema radicaba en
que, en algún momento de su relación, ese hombre se había
convertido en su amigo.
Estaba,
además, el tono gris que teñía sus palabras, el anhelo de un cielo
que no era capaz de alcanzar y que resultaba doloroso, tanto más
cuanto que lo había tenido ante los ojos. ¿Se refería solo a la
pirámide... o a algo más?
—¿Qué
es ese cuadro? —preguntó, al verlo sostener una tabla con el
dibujo inconcluso de un avejentado y demacrado penitente ante una
caverna. En un primer plano resaltaba la magnífica silueta de un
león de espaldas.
—Es
un San Jerónimo. Mi antiguo maestro me dijo que fue Gerásimo, y no
Jerónimo, quien sacó una espina de la pata a un león, pero ya
sabes, hay que complacer al cliente. Lo que me enorgullece es el
animal; me gustaba visitar la casa de fieras detrás de la Signoria y
hacer apuntes de esas magníficas bestias.
—Conque
un gatito. —Sonrió—. Muy hermoso, se parece a ti. Volvemos al
viejo tema, ¿eh, mi querido Leonardo? Aunque, ¿por qué un
Jerónimo? ¿Por qué no... un Daniel?
—Ya
te he dicho que complazco al que lo encargó. Por lo demás, ¿no es
lo mismo? Sea como sea, el destino del león... es ser subyugado.
Ante
el silencio de Navekhen puso la tabla a un lado y se centró entonces
en su trabajo de la Adoración de los Magos, que también estaba a
medias. Su falta de formalidad le había valido amargas discusiones
con los frailes y con su padre. Suspiró; poco importaban ya, puesto
que se marchaba.
—Ese
es complicado de transportar. ¿Vas a cargarlo con lo demás?
—Oh,
no, es demasiado grande, lo dejaré al cuidado de un amigo. Es
curioso: lo emprendí con mucho entusiasmo y luego, llegado a un
punto, perdí todo el interés en él. Como si ya... hubiera
expresado lo que debía.
Navekhen
estudió el gesticulante grupo de figuras que retrataba la peculiar
composición. Con certeza era espectacular, sería una auténtica
lástima que no alcanzara a terminarse. Uno de los personajes había
captado su atención, un ángel agazapado tras un árbol cuya mano
señalaba arriba. No había sido el único en percibir la similitud
con aquel pequeño cuadro de Verrocchio, el del San Miguel guía que
aún colgaba de aquella iglesia, aunque bien podía ser una
casualidad o un momento de inspiración inconsciente.
Inspiración
inconsciente... Poco imaginaba lo acertado de esa hipótesis. La
verdad era que Leonardo había olvidado por completo por qué había
pintado ese ángel.
Pero
este dato no llegaría a conocerse hasta más tarde.