2014/03/26

CON LA VISTA AL CIELO V: Una vez hayas probado el vuelo...




«Códice sobre el vuelo de los pájaros» (Leonardo da Vinci)




Nunca había visto el interior de una cárcel. El estudioso ávido de información de primera mano que era habría aceptado la novedad con interés, tomado apuntes y realizado algún que otro esbozo; habría teorizado, incluso, sobre la seguridad del lugar y los sistemas para burlarla. Aunque, ¿dónde habría de encontrar la paz de espíritu para eso? Él era el prisionero. Él era quien había sido encerrado entre muros de piedra basta, con una pequeña abertura enrejada fuera de su alcance como única vía de contacto con el exterior. Para un joven criado al aire libre, en la plácida belleza de las colinas toscanas, aquello era una auténtica tortura.


Para evitar la proximidad del otro par de detenidos —uno de ellos borracho hasta la inconsciencia y el otro dormido— que estaban apoyados contra una pared de la habitación, se dejó caer en el lado opuesto, donde los olores desagradables de la humedad y la paja demasiado vieja resultaban abrumadores. Transcurría el tiempo y nadie acudía a traerle noticias ni a comunicarle el motivo oficial de su arresto. No eran esas sus mayores preocupaciones; intuía que a los Ufficiali no les preocupaba el bienestar espiritual de sus presos y sabía casi a ciencia cierta cuáles eran los cargos. Lo que no lograba comprender, lo que lo tenía en ascuas, era averiguar quién habría lanzado una acusación de sodomía contra él.

Y por qué ellos no aparecían.

El final de sus dudas llegó de la mano del anhelado zumbido y los triángulos púrpura. Navekhen se materializó junto a él, con una pequeña sonrisa alentadora, y calmó sus nervios a base de palmadas en el hombro.

¡Navekhen! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué me han encerrado aquí? ¿Quién...?

Buena ráfaga de preguntas, eso es que conservas la salud y la lengua, amigo mío. No te han informado, ¿eh? Alguien ha escrito tu nombre y el de... —tocó su visor antes de continuar— Pasquino, Baccino y Tornabuoni en un papelito, expresando de manera muy detallada que todos profesáis tierna adhesión a las posaderas de aquel querubín, Saltarelli.

¿Qué? ¿Tornabuoni también? ¡Si su familia es una de las más adineradas! Pero yo... —Bajó el volumen de su voz al instante, temeroso de que sus compañeros despertaran—. ¿Quién me querría tan mal para acusarme de algo que no he cometido? ¡Podrían quemarme en la hoguera!

El castigo, si bien muy improbable, no era imposible, ya que la sodomía era un delito castigado en Florencia con la pena capital. Su investigación se iniciaba con algo tan sencillo como una denuncia anónima en uno de los tamburi, recipientes al efecto instalados por la ciudad, y cualquiera podía ser víctima de la misma.

Tranquilo, es difícil probarlo y ya sabes que apenas condenan a nadie por algo así. En cuanto a si lo has cometido o no... Bueno, está aquella escapada a la habitación de arriba de la taberna...

Yo no llegué a hacer nada y vosotros debéis saberlo —lo cortó.

Oh, nosotros lo sabemos y el pequeño demonio con halo de pega que se te llevó a remolque lo sabe, pero ¿y los demás? Las risas y los gestos a tus espaldas fueron muy escandalosos. Eso debería darte una pista sobre tu misterioso justiciero de la moral y las buenas costumbres.

Pues... Aparte de nosotros cinco estaban Gnido, Fulgi, Lolli... —El artista se estrujó el cerebro en busca de una respuesta—. No, no puede ser, no he hecho nada para que me odien hasta ese punto.

Tú no lo recuerdas muy bien porque estabas bebidillo. No te esfuerces, encanto, ya hemos identificado al tipo en cuestión a base de cotejar la escritura de la denuncia con el entorno de nuestros sospechosos.

¿Y quién ha sido? ¿Quién ha...?

Tenemos órdenes de no interferir en esto. —Draadan lo interrumpió desde fuera, del otro lado de los barrotes. Leonardo ni siquiera se había dado cuenta de que estaba ahí—. Navekhen ya ha hablado en exceso. Igual que siempre.

Entonces, ¿no vais a hacer nada para sacarme? —El joven no acababa de creerse su desgracia.

Bueno, tienes a tu dilecto progenitor, que es un influyente notario y te podrá echar una mano —apuntó el moreno.

¿Por qué comprometería mi padre su prestigio por un hijo bastardo? Seguro que estáis al tanto: ha conseguido, al fin, lo que llevaba veinticuatro años esperando, un heredero legítimo. Un gran acontecimiento, oh, sí. Para procurarse la sucesión de su excelso apellido ya no tiene que depender del desliz que soy yo.

Su compañero frunció el ceño hasta convertir sus ojos azul oscuro en dos ranuras brillantes. Había conocido al Leonardo lánguido, al desengañado y deprimido, pero una amargura como la que destilaban esas palabras... Eso no lo había conocido jamás.

Y lo peor fue que Draadan no contribuyó a aligerar la atmósfera.

Tal vez debieras haber empezado por conducirte con discreción en un lugar público —dijo con su acostumbrada frialdad—. Si sabes que cierto comportamiento es un delito conforme a las leyes de tu país, lo sensato es practicarlo en la privacidad de tu casa y no es un prostíbulo, donde todo el mundo pueda verlo. Cualquiera con un razonable nivel de inteligencia sabría eso.

Si el joven rubio había creído que no podía hundirse más, estaba muy equivocado. Las palabras del supervisor se convirtieron en el lastre que terminó de arrastrarlo hasta el fondo del pozo.

Mi querido muchacho, estarás fuera más pronto de lo que piensas —trató de distraerlo Navekhen—. Ya te he dicho que tu tocayo Tornabuoni se ha visto envuelto, ¿no? Pues verás qué poco tarda su riquísima familia en tomar las riendas y echar tierra sobre la historia. O mucho me equivoco, o te enviarán de vuelta al taller con una inclinación de cabeza y una sacudida en el hombro en menos tiempo del que se tarda en decirlo. No te preocupes, de verdad.






Desde el puesto de observación arriba, en el cielo, Neudan observaba la escena y sufría. Habría dado lo que fuera por bajar para consolar al terráqueo y sacarlo de aquel inmundo agujero. Las cosas, por desgracia, no eran tan sencillas.

Tenía que contentarse con mirar, apretar los puños y saborear la bilis que lo ahogaba desde el rechazo sufrido aquel día en la taberna.







***







Para no faltar a lo acostumbrado, Navekhen estuvo en lo cierto con su predicción sobre el peso que el apellido Tornabuoni tendría en el asunto. Ante la falta de testigos que dieran la cara y de pruebas que respaldasen la acusación, Da Vinci fue liberado y regresó con su maestro. Nunca supo, aunque lo sospechó, que el instigador de la misma había sido un sastre despechado y vengativo. De lo que sí estaba seguro era del duro revés sufrido por su buen nombre y por el del taller de Verrocchio; por eso aceptó sin dudarlo el ofrecimiento que le hizo Andrea de partir a Pistoia junto con Lorenzo di Credi, otro de sus discípulos, para completar un retablo y un cenotafio en la catedral. Permanecería fuera del punto de mira mientras las aguas regresaban a su cauce.

Pistoia era una localidad al noroeste de Florencia, distante un par de jornadas a caballo. Carecía de la magnificencia de esta ciudad, pero aquí y allá, en el trazado y la arquitectura, brillaban detalles que la traían a la memoria. Leonardo tenía parientes en ella y un pequeño círculo de amistades. Los días en lo que no colaboraba con Credi visitaba las aldeas aledañas, aceptando algún que otro encargo, o paseaba por el campo y disfrutaba el panorama de las colinas de Montalbano, llenando su cuaderno de bocetos.

Sus otros amigos, los comerciantes españoles, lo visitaron al poco de instalarse allí. Hallaron a un joven delgado en exceso que mostraba sonrisas a la galería y se encerraba en sí mismo en los momentos de soledad. Draadan, el pretendido Daniele, se concentró en hacer el habitual registro entre sus papeles y mostrarle su amplia, atractiva e indiferente espalda, pero Navekhen/Narciso esquivó a sus dos compañeros e hizo un aparte con él fuera de las murallas de la ciudad, mientras el sol se perdía en el horizonte toscano. El pintor garabateaba distraídamente en su cuaderno; el visitante distinguió de reojo las últimas palabras que la punta metálica dejó atrás: «si no es amor, ¿qué otra cosa puede ser?». Rozó su visor de esa manera particular que Leonardo notaba a veces, se lo quitó y lo estudió con el rostro desnudo.

¿Sigues juzgándome muy joven para tu gusto, Navekhen? —preguntó el rubio de repente, sin obtener una respuesta inmediata—. Al principio, cuando nos conocimos, solías decírmelo a menudo, que no te interesaban los críos. Luego mencionaste una cantidad desmesurada de años para concederme el mérito de la madurez, pero...

¿A qué viene eso ahora? ¿Te insinúas, querido mío? Te advierto que no te convengo en absoluto. Oh, no me malinterpretes, soy un dios en las camas; lo que pasa es que, igual que algunas deidades, poseo respecto a ellas el don de la ubicuidad... o, al menos, lo pretendo.

Lo que quiero decir es que no serás el único que lo piense, en especial con el asunto de la acusación. Pudo haber sido más grave. Quién sabe si mi encierro habría entorpecido vuestros planes de...

No hace falta que sigas. Cuando dices que no seré el único, te refieres en concreto a cierto tipo alto y adusto, ¿no? —Se produjo un silencio revelador—. Te contaré un par de cosillas, ahora que tengo intimidad absoluta, y más te vale no soltar prenda si sabes lo que nos conviene. La primera es que no acabo de respaldar la política de mis superiores, «no interferencia salvo cuando a mí me parezca». Agradezcamos al cielo que no hizo falta sacarte de esa ratonera aunque, de ser así, no creo que hubiera podido quedarme de brazos cruzados. Por cierto que sé que Neudan comparte mi opinión, mira qué sorpresa —añadió con ironía. Aparte de gratitud, Leonardo también experimentó intriga por su afirmación de que contaba con intimidad absoluta. Si no preguntó fue porque Navekhen siguió hablando—. La segunda... es una pequeña duda mía referente a los nombres que te sacaste de la manga para nosotros. Al señor alto y adusto le adjudicaste Daniele. ¿Una referencia bíblica, mi joven león?

Yo...

«Y él fue arrojado a la fosa con las fieras, mas estas se echaron a sus pies y se los lamieron, y no osaron atacarlo». —Su voz adquirió un tinte épico. El artista solo pudo bajar la cabeza, completamente abrumado—. Sí que tiene ojos de profeta, ¿verdad? Dominadores, capaces de convertir a un león en un gatito sin necesidad de intervención celestial. No te culpo, yo también le habría lamido algo de no ser por nuestra amistad.

¿Cómo podría saberlo? —Habló despacio, solemne, resignado—. Apenas los ha vuelto hacia los míos salvo para hacerlos callar con una mirada helada. Apenas se digna a apartar la pantalla gris que hay entre él y el mundo... mi mundo... yo. Me desprecia, Navekhen, y lo peor es que no creo que me merezca su desdén por mí mismo, sino que para él no soy más que uno de esos... terráqueos, como nos llamáis, a los que desea perder de vista cuanto antes para volver a... al cielo, supongo. Oh, la culpa es mía, lo sé. Fue muy sabio quien dijo que no estamos hechos para contemplar la divinidad, pues enloqueceremos, o moriremos, o la anhelaremos de tal forma que ya no podamos...

Se interrumpió. Su compañero suspiró y echó un vistazo a su alrededor. Viendo que seguían solos, se decidió a ir más allá.

No es algo personal, Leonardo, ni tampoco tan genérico. Se trata de un mecanismo de defensa, ¿lo entiendes?, una vía para distanciarse del sufrimiento y el desengaño. No es la más valiente que conozco pero, seamos justos, es comprensible. Déjame seguir, antes que emprendas la salva de preguntas —pidió, al ver la expresión perpleja del otro—. Tú sabes, porque te lo he contado, que nuestro viaje se remonta a más de cinco siglos atrás. Cinco siglos de vagar por ahí fuera, de vigilia, de contactos en los que Draadan siempre era nuestro emisario, el que iniciaba los diálogos. Sí, muchacho, no eres el primero, eso te asombrará; y más lo hará saber que hubo un tiempo en que nuestro supervisor contaba con habilidades diplomáticas, y charlaba, y reía, y trataba a los otros seres humanos como... seres humanos, no nombres en un archivo de directrices. Y a veces... llegaba a acercarse a ellos demasiado.

»La primera vez fue hace... no lo recuerdo, cuatrocientos movimientos de traslación, que diría nuestro Primer Biólogo. Draadan había empezado a expandir su círculo de relaciones, a buscar fuera de la tripulación. La dama era muy interesante, cierto: guapa, inteligente, con carácter, joven..., del tipo de las que aún se asombran por todo e irradian ese optimismo contagioso. Se convirtieron en amantes, luego en una pareja y luego el supervisor redujo sus periodos de... supervisión para dedicárselos a ella. Apenas regresaba a nuestra nave y, cuando lo hacía, partía al instante de vuelta a su amada. Se lo daba todo, o casi todo. Desde mi perspectiva es una suerte que no pudiera ofrecerle lo que ella más quería, ya que habría vuelto el desenlace mucho más duro.

Leonardo escuchaba boquiabierto, con el ánimo de quien recibe noticias imposibles de asimilar. El desconcierto, que silenciaba sus ganas de interrogar a Navekhen, no pudo, sin embargo, hacerle obviar ese último punto.

¿Por qué no? ¿Qué era lo que ella quería?

Hijos. Lo que a nosotros nos está vedado otorgar porque somos estériles. Tiene lógica, considerando nuestras circunstancias. ¿Propagar lo que es virtualmente eterno? Un contrasentido o un hermoso sueño, lo que prefieras.

Oh... Y, ¿cuál fue el desenlace?

¿Cuál crees tú? —Los ojos más oscuros lo taladraron—. Que ella murió. No era una de los nuestros, tenía que pasar. Draadan había sido el primero en comprometerse con una mortal y también lo fue en probar las amargas consecuencias. Se quedó destrozado. Nosotros jamás habíamos perdido a nadie.

»Aprender a echar a alguien de menos ha de ser una de las lecciones más duras a las que debes enfrentarte. Aceptar que hay cosas efímeras cuando tú permaneces inmutable...

El visitante hizo una pausa. Nunca había visto Leonardo tan serio al eterno socarrón, ni había llegado a plantearse que el comportamiento de su superior obedecía a otros motivos aparte de su frialdad. Sintió que se le encogía el corazón.

Tardó mucho, mucho, mucho en volver a ser amigable con habitantes de la superficie—continuó Navekhen—. Se resistió, ya lo creo. Lo que ocurre es que, si la persona es excepcional...

Y la nueva dama lo era, me figuro.

¿Hmm? No, era un chico. —El corazón contraído se saltó un par de latidos—. Enfocó el asunto de otra manera que se te antojará familiar: lo inoculó. Prolongó su vida artificialmente e hizo todo lo que se le ocurrió para retrasar el momento de nuestra partida.

»Pero el momento llegó, amigo mío, y no podíamos traer a ese hombre con nosotros. ¿Qué voy a contarte? Nuestro camarada estuvo a un paso del amotinamiento. Al final aceptó lo inevitable, partimos, y, por supuesto, no volvió a verlo. Ahora es un montón de huesos en alguna tumba olvidada... y en la mente de Draadan. No alcanzo a imaginar el dolor que sufrió antes de enterrarlo bien hondo, bajo capas y capas de indiferencia.

»Tú eres un joven muy inteligente y un poquito sabio. Juzga si te convence mi explicación.

El artista enmudeció hasta que la bola anaranjada se hundió por completo bajo las colinas. En aquel lugar, durante aquel ocaso, aprendió lo que significaba el paso del tiempo y lo poco que habría de importarle a la montaña, al río y al muro a sus espaldas quién se sentaba a sus pies. Draadan permanecería. Las piedras permanecerían. Él se convertiría en polvo en una tumba y quizá en nada más, ni siquiera un recuerdo.

No lo sabía —dijo con voz ahogada—. Debería haber sabido que así eran las cosas, debería... No te preocupes, Navekhen, entiendo cuál es mi lugar y no me interpondré en el camino de nadie. Me dedicaré a trabajar, mantendré la cabeza ocupada y olvidaré las ensoñaciones absurdas. Me centraré en lo que está a mi alcance, eso haré.

Yo seré polvo, pero dejaré atrás algo que perdure, pensó. Las piedras permanecen, y también las obras. Eso es lo que dejaré atrás, mi obra.






***






Tras su retorno a Florencia, meses más tarde, Leonardo manifestó a Verrocchio su decisión de establecer un taller propio. El consagrado maestro lo comprendió, pues había llegado la hora de dejarlo probar fortuna. Contaba con la edad suficiente y con tantas habilidades que no le quedaba nada que enseñarle, y, además, suspiraba por un cambio de circunstancias desde su detención. Con todo, Andrea no podía evitar preocuparse por su futuro. Ya como miembro de su bottega, el joven artista se había granjeado una reputación de inconstante y poco cumplidor y las quejas de algunos clientes insatisfechos, tal era su propensión a comenzar una docena de proyectos y no concluir ninguno.

Lo más descorazonador fue el escaso interés que el principal patrón de Verrochio, el mismísimo Lorenzo de' Medici, mostró en emplear al nuevo maestro. Lorenzo era célebre en toda la península por su papel de mecenas de las artes y era bien sabido que los mejores artistas se formaban dentro de los muros de su ciudad. Significaba mucho conseguir su patrocinio. Leonardo ya había tratado con el gobernante de facto de Florencia al ejecutar y entregar las esculturas, dibujos, estandartes y otros medios de propaganda que el estadista había encargado a Andrea. De joven siempre le había gustado pasear ante los impresionantes muros de sillares almohadillados del Palazzo Medici o cruzar, cuando se lo permitían, el patio decorado con esculturas de Donatello. Sus últimas visitas, no obstante, habían buscado inclinar su favor hacia el recién creado taller.

Lorenzo era un hombre astuto e inteligente que sabía reconocer y valorar el talento cuando lo tenía delante. El maestro Da Vinci era hijo —aunque ilegítimo— del respetable notario Ser Piero, poseía ideas interesantes y era mucho mejor que estas permaneciesen en la ciudad antes que a disposición de otros estados rivales. Le facilitó el acceso al Jardín de san Marcos, donde había creado una vanguardista academia para que artistas noveles estudiaran y restaurasen su fabulosa colección de esculturas clásicas, y le hizo algunos encargos menores. Por lo demás, ni encontraba útiles sus excéntricos proyectos ni compartía su especial sensibilidad hacia la pintura. La dudosa reputación de Leonardo, unida a su fama de incumplidor, predisponían al poderoso Medici en su contra. La casa más prestigiosa de Florencia no ayudaría a impulsar la bottega Da Vinci.

Se buscó un local modesto, pero al que podía llamar propio, y lo empezó a llenar con los libros, dibujos, cachivaches y especímenes que no se atrevía a exponer en su anterior alojamiento. Recibió a algunos aprendices; el que más se ajustó a su modo de vida fue Tommaso di Giovanni Masini, apodado Zoroastro, un muchacho despierto y extravagante que poseía conocimientos de metalurgia, las habilidades dispares de un pequeño dios Hermes, y que mostraba un interés desmedido por el ocultismo y la magia. Navehken solía comentar que una visita a aquel antro habría hecho las delicias de un grupo de inquisidores aburridos.

No carecía de don de gentes. Tanto en formación teórica, de Verrocchio, como en la práctica, de su padre y del mismo Lorenzo de' Medici, había aprendido a cultivar la elocuencia y la psicología, y le resultaba sencillo capturar la atención del público cuando la requería. Se complacía en rodearse de científicos y estudiosos a los que acribillaba a preguntas y con quienes intercambiaba conocimientos que luego desarrollaba, sin orden ni concierto, en multitud de manuscritos. Era precisamente este anhelo de abarcarlo todo, cada rama del saber, lo que coartaba su capacidad de concentrarse en los encargos interesantes desde un punto de vista económico. Ahora bien, había subordinados a los que mantener, sin contar consigo mismo y con la necesidad de adquirir los materiales necesarios para sus estudios, así que no tenía más remedio que trabajar. Y dado que no contaba con grandes patrocinadores, los trabajos que aceptaba eran de lo más dispares. Por mediación de su padre consiguió una comisión de los frailes del convento de San Donato en Scopeto, población próxima a Florencia: un cuadro sobre la Adoración de los Magos. Enfocó el tema con su visión particular, realizó cientos de estudios y preparó la tabla. El único problema era que el estipendio ofrecido por los religiosos no era en metálico, sino que consistía en una parte de una propiedad con casa y terrenos cercana al convento. La falta de dinero lo impulsó a comprar a crédito, de los frailes, lo que precisaba.

Neudan solía acudir a verlo trabajar en la composición, que encontraba magnífica. En una de esas visitas melancólicas —porque el joven, igual que Leonardo había decidido hacer con Draadan, se contentaba con mirar desde lejos— descubrió una hoja, con la inconfundible caligrafía del pintor, que pudo leer antes de que pasara la criba del supervisor.


Viendo que no puedo estudiar materias de gran utilidad o deleite, pues los hombres nacidos antes de mí han acaparado todos los temas útiles y necesarios, haré como el pobre que llega el último a la feria y, al no poder proveerse de otra cosa, recoge lo visto ya por otros y no aceptado, sino rechazado por su escaso valor. Esta despreciada mercancía, remanente de muchos compradores, cargaré a cuestas y distribuiré, no por las grandes ciudades, sino por pobres aldeas, y tomaré a cambio el premio que merezca lo que yo he ofrecido.


Las líneas rezumaban tal pesadumbre que la mano de Neudan se crispó sobre el papel. Miró alrededor, a la lúgubre estancia en la que se hallaban. Reparó en los muebles, escasos y carcomidos, en la decoración ausente, en las raídas ropas que el artista usaba en la intimidad. Se acercó a él, absorto en su labor, y comentó:

¿Por qué vives así, Leonardo?

Hmmm... ¿qué?

En esta situación. Tu pericia debería permitirte vivir con todas las comodidades. Si aceptaras lo que podemos darte...

Ya os he repetido muchas veces que no me interesa vuestro oro, si es de cuanto disponéis para ofrecerme. Te lo agradezco, pero tú lo has dicho, mi pericia debería bastarme. En caso contrario es que no me aplico lo suficiente.

Es que no se trata solo de que ese Medici no sabe apreciar lo que tiene. Dedicas muchas horas a discutir sobre ciencia y a emprender un estudio tras otro sin atender tus compromisos. Si lo hicieras, el dinero entraría a raudales en tus bolsillos.

¿Y por qué no habría de aprender todo lo posible de otros que saben cosas que yo desconozco? La vida es corta. Hay que aprovecharla y, al menos, esos otros responden a mis preguntas. —Su tono, de ordinario afable, se había vuelto incisivo—. Tomo lo que puedo donde puedo.

Leonardo...

Lo siento, Neudan. —Bajó la mano y casi derribó su obra—. No es culpa tuya, yo... Entiende que es muy duro para mí, por favor. Entiende que es un suplicio estar en una habitación cerrada, sin ventanas, sabiendo que fuera brilla el sol y tú no tendrás la suerte de verlo. No os pedí mucho, ¿recuerdas? Una migaja de conocimiento, un vistazo a alguna de esas maravillas de las que disponéis y con las que yo apenas alcanzo a soñar. En vez de eso estoy aquí abajo, en esta montaña de piedra que me atrae hasta ella irremisiblemente cuando mi cabeza y mi corazón están muy lejos, arriba, en el firmamento. Y me pregunto qué pretendía vuestro Primer Ingeniero al hacerme esto, si es que pretendía algo, aparte de volverme loco.

»Lo siento —repitió, más calmado—. Me he dejado llevar porque... porque eres tú y siempre has sido muy amable conmigo. Le prometí a Navekhen que no me quejaría más, pero a tu lado me relajo y...

Posó una mano en el hombro del moreno. Sus ojos azules, que habían alcanzado su mismo nivel con el paso de los años, eran de nuevo dulces y cordiales y se derramaban sobre él como un cielo despejado. Estaba cerca, más cerca de lo que cualquiera soportaría, a la distancia de una bocanada de aire...

Un ruido a sus espaldas interrumpió la escena. Ambos se volvieron y descubrieron la figura de Draadan, con su acostumbrada rigidez e imperturbabilidad. No estaban en condiciones de afirmar si los miraba, ya que se camuflaba tras su eterna pantalla gris. El supervisor caminó hacia la mesa cargada de papeles, los apiló y se los cargó bajo el brazo en lugar de inspeccionarlos en la mesa, que era su proceder habitual. Luego desapareció sin pronunciar una sola palabra.

Los otros dos no supieron que, tan pronto llegó a su nave, se dirigió a los departamentos de Shaal, el Primer Biólogo, y realizó una petición.






***







¿A dónde vamos? —preguntó Leonardo dos días más tarde, cuando vinieron para transportarlo. Habían pasado años desde la última vez y el acontecimiento lo hizo sentirse nervioso y excitado.

Ahora verás. —Navekhen lo sostuvo en sus brazos con una sonrisa ladina—. Pedid y se os dará, dicen. No pidáis... y quién sabe qué pasará. Vas a presenciar una cosa muy interesante, algo que codiciabas desde hace mucho tiempo.

Los triángulos púrpura bailaron a sus pies y lo transportaron a la cima pelada de una montaña en medio de ninguna parte. Hacia donde quiera que mirase no había más que tierra árida, montes y rocas, y el aire caliente entraba con dificultad en sus pulmones. Era el paisaje más yermo y desolado que había contemplado; aun así, no pudo dejar de admirarlo mientras se sobreponía al vértigo y divagaba sobre las razones del viaje.

¿Por qué me habéis traído aquí? Es una cosa interesante, no lo dudo, pero no recuerdo... —Calló al instante. La edad sí que empezaba a enseñarle la virtud de la paciencia.

No mires abajo, sino al cielo. Al cielo, Leonardo.

El artista alzó el rostro y examinó los alrededores. Y entonces la vio: allá, contra el azul sin nubes, se dibujaba la silueta de una pirámide invertida. El vértice brillaba de forma singular, como si dejara pasar el fondo a su través. De la base sobresalía un abultamiento que no lograba identificar desde su posición. Abrió mucho los ojos.

Es... es...

Nuestro navío. ¿Qué te parece?

Es...

Je, una de esas raras circunstancias en las que te quedas mudo. Has de saber que únicamente es visible para nosotros, pero no es seguro tenerlo tan cerca porque existe el riesgo de que alguien más lo... —Draadan contuvo su lengua con una mirada fulminante—. En fin, ejem, si usas el visor lo apreciarás con más detalle. Toma.

La pantalla amplificó la imagen para el joven y le mostró las caras surcadas de líneas a la manera de sillares, con espacios más oscuros que parecían ventanas. Del vértice solo se distinguían los ángulos, ya que las paredes eran, en efecto, transparentes. Aún no estaba claro lo que era la prominencia, o cúpula, en la parte superior, aunque sí su color verde translúcido. Y flotaba en el aire. No le habían mentido, la pirámide flotaba en el aire sin nada que la sostuviese, sin balancearse, sin revelar la tecnología —o la magia— que obraba el milagro. Tardó mucho en recuperar el habla.

Es... gris. —El calificativo dejaba mucho que desear y Navekhen rio entre dientes—. No sé, había esperado... Ya sabes, los pequeños triángulos... Había esperado que fuese púrpura.

Pues has acertado, chico listo, es púrpura. El polvo cósmico acumulado distorsiona el color.

¿Qué es...? Eh... ¿y por qué no limpiarlo y dejar aflorar la superficie?

Hay que oírte, nuestra fuente de energ... nuestro combustible escasea y lo vamos a emplear en sacar brillo. ¿Todo lo que se te ocurre es hablar del polvo?

¡No! No, yo... ¿Qué es la cúpula de la parte superior? Es un verde tan espléndido... Discordante, en cierto sentido, no sé si me explico...

Muy perspicaz, ni te imaginas cuánto. —El comentario sacó a Draadan de su hieratismo. Cualquiera habría jurado que había admiración en sus ojos—. Es un observatorio, un lugar para mirar lejos, igual que el vértice. Sin embargo, mientras este apunta a la tierra, la semiesfera en lo alto de la torre escruta el cielo. Es un...

No le interesa saber lo que es, Navekhen —intervino el supervisor.

Leonardo le dedicó una mirada penetrante. No lo censuró por su actitud; en su lugar dijo:

Os lo agradezco. No sé por qué he merecido esta merced, pero os lo agradezco. Significa mucho para mí, es... hermosa.

Se empapó cuanto pudo de las vistas, casi sin escuchar las promesas de que algún día los superiores cambiarían su política y le permitirían visitar el interior, casi sin ser consciente de nada más. Solo de aquella nave maravillosa que desafiaba las leyes de la física y se mantenía suspendida sobre la tierra, lejos de su alcance, del de cualquier otra persona.

La prueba de que todo era posible.






***






En la época que siguió —para ser precisos, durante las siguientes décadas— Leonardo se obsesionó con la idea de volar. Se acumularon en sus estantes las hojas dedicadas al tema, desde esquemas básicos de mecanismos y principios sencillos a planos detallados de artefactos destinados a auxiliar al ser humano en la épica tarea. Salpicaba de anotaciones cada espacio libre entre ellos. En el mercado, cuando disponía de algunas monedas, compraba pájaros y abría las puertas de sus jaulas para dejarlos libres. Este gesto, que algunos consideraban una señal de su afecto y respeto por los animales, tenía también la finalidad de poder estudiar a las aves, y, al emprender estas el vuelo, tomaba tantos apuntes como podía. De la observación sacaba sus propias conclusiones: «Cuando el pájaro está en el viento puede aguantarse sin batir las alas, ya que la función de estas al moverse en el aire cuando no hay viento es la misma que la del viento moviéndose contra las alas cuando están inmóviles». Cada nuevo pequeño descubrimiento lo llenaba de satisfacción.

No cabía decir lo mismo de su situación en Florencia. El artista, siempre partidario de que a cada uno se le reconociesen sus méritos, ni más, ni menos, tenía una estimación muy clara sobre cuáles eran los suyos propios; por eso sentía que su talento se desperdiciaba en una ciudad cuyo máximo poder lo apreciaba tan poco. El último golpe lo había recibido tras conocerse las obras que se llevaban a cabo en la Cappella Magna del Vaticano. El papa Sixto IV, conocedor de la fama de los maestros florentinos, había solicitado a Lorenzo de' Medici que prescindiera de algunos de los mejores y los enviara a Roma para ocuparse de su decoración, «a la mayor gloria del Señor». El estadista atendió en requerimiento ofreciéndole a varios pintores, Perugino y Botticelli entre ellos, pero no se planteó hacer extensiva la invitación a Da Vinci. Este desprecio hirió su amor propio más de lo que estaba dispuesto a seguir soportando.

A finales de 1481 se estableció que Bernardo Rucellai, uno de los patrones de su asistente Tommaso y cuñado de Lorenzo, viajaría a Milán en calidad de oratore, enviado de la ciudad. Todo lo que había oído de aquel estado del norte lo había convencido de que sus ideas serían mucho más apreciadas allí. Leonardo aprovechó la oferta de Rucellai para que lo acompañara y formase parte de la comitiva que partiría a principios del año siguiente.

Tres visitantes apostados en la Tierra —Neudan había conseguido que lo incluyeran en el grupo— se reunieron con su superior para discutir el futuro cambio de escenario.

Es peligroso —dijo el Primer Biólogo—. Nos arriesgaríamos a un contacto directo con ellos, algo estrictamente prohibido. El Vértice no permite apartarse de la política de no intervención y, por lo tanto, es preferible que el sujeto se quede en esta zona.

Navekhen tuvo en la punta de la lengua hacerle notar la incongruencia de la frase. Antes se habría dejado despellejar sus partes íntimas con un cucharón que llevarle la contraria a Shaal, así que aguantó con la boca cerrada. Por eso estuvo a punto de sufrir un ictus cuando Draadan replicó:

Obligar a Da Vinci a alterar sus planes es una intervención y no comprendo dónde está la diferencia. —¿Fue un tic eso que sacudió en ojo derecho del Primer Biólogo?—. Desconocemos si esto ha sido fruto del azar o bien si Eal ha forzado la situación; tengo a los vigías trabajando en ello y revisando todo lo concerniente a ese Bernardo Rucellai. Entretanto, mi criterio es dejar que todo siga su curso y extremar la prudencia en Milán. No tiene por qué toparse con ellos.

Shaal no los fulminó con un rayo caído de las alturas, más bien pareció sopesar el consejo. Navekhen pudo al fin rellenarse los pulmones, un movimiento que había estado posponiendo para no hacer ruido al respirar y llamar la atención sobre su modesta persona.







***







El acostumbrado caos que rodeaba a Leonardo en su estudio se veía agravado por la inminente salida a Milán. Zoroastro y él habían pasado el día clasificando equipaje, documentos y obras inacabadas y distribuyéndolos en cajas, pero la llegada de uno de esos curiosos comerciantes españoles que solían visitar el taller les valió un descanso mientras su maestro charlaba con él. Navekhen, alias Narciso, pescó una hoja de la pila y arqueó las cejas.

Y otro mecanismo más para acoplar al brazo y tratar de surcar los aires —anunció—. Con todos los que discurres, no comprendo cómo no sale tu cerebro flotando.

Te ruego que no te burles. Sé que, para un conocedor del secreto, mis pobres intentos deben ser lo más infantil e insustancial del mundo, pero trabajo con lo que tengo. Hasta donde yo sé, ninguno de mis congéneres lo ha probado antes.

No me burlo, no me burlo. Es que no deja de ser llamativo que alguien como tú, con tantos intereses distintos, se muestre tan recurrente respecto a uno en concreto.

Para ti es fácil decirlo. Tú puedes volar a voluntad en vuestra nave, no lo aprecias en su justa medida, aunque apuesto a que si perdieras esa capacidad la echarías de menos sobre todas las cosas. —El artista, ocupado en seleccionar las pinturas que iba a llevarse, no se giró para hablar—. Yo solo lo he hecho en una ocasión. Ni siquiera lo recuerdo y, aun así, mi cuerpo lo añora y mi mente lo revive día tras día desde que me fue dado contemplar la pirámide. Es lógico, si lo meditas. Una vez hayas probado el vuelo siempre caminarás por la tierra con la vista al cielo, porque ya has estado allí y allí desearás siempre volver.

Navekhen clavó los oscuros iris azules en la espalda surcada de rizos dorados. En poco más de una década, el Leonardo adolescente se había esfumado y había dado paso a aquel hombre atractivo, maduro e interesante. ¿Lo bastante para ponerle las manos encima, como le había insinuado tiempo atrás? Era probable. El problema radicaba en que, en algún momento de su relación, ese hombre se había convertido en su amigo.

Estaba, además, el tono gris que teñía sus palabras, el anhelo de un cielo que no era capaz de alcanzar y que resultaba doloroso, tanto más cuanto que lo había tenido ante los ojos. ¿Se refería solo a la pirámide... o a algo más?

¿Qué es ese cuadro? —preguntó, al verlo sostener una tabla con el dibujo inconcluso de un avejentado y demacrado penitente ante una caverna. En un primer plano resaltaba la magnífica silueta de un león de espaldas.

Es un San Jerónimo. Mi antiguo maestro me dijo que fue Gerásimo, y no Jerónimo, quien sacó una espina de la pata a un león, pero ya sabes, hay que complacer al cliente. Lo que me enorgullece es el animal; me gustaba visitar la casa de fieras detrás de la Signoria y hacer apuntes de esas magníficas bestias.

Conque un gatito. —Sonrió—. Muy hermoso, se parece a ti. Volvemos al viejo tema, ¿eh, mi querido Leonardo? Aunque, ¿por qué un Jerónimo? ¿Por qué no... un Daniel?

Ya te he dicho que complazco al que lo encargó. Por lo demás, ¿no es lo mismo? Sea como sea, el destino del león... es ser subyugado.

Ante el silencio de Navekhen puso la tabla a un lado y se centró entonces en su trabajo de la Adoración de los Magos, que también estaba a medias. Su falta de formalidad le había valido amargas discusiones con los frailes y con su padre. Suspiró; poco importaban ya, puesto que se marchaba.

Ese es complicado de transportar. ¿Vas a cargarlo con lo demás?

Oh, no, es demasiado grande, lo dejaré al cuidado de un amigo. Es curioso: lo emprendí con mucho entusiasmo y luego, llegado a un punto, perdí todo el interés en él. Como si ya... hubiera expresado lo que debía.

Navekhen estudió el gesticulante grupo de figuras que retrataba la peculiar composición. Con certeza era espectacular, sería una auténtica lástima que no alcanzara a terminarse. Uno de los personajes había captado su atención, un ángel agazapado tras un árbol cuya mano señalaba arriba. No había sido el único en percibir la similitud con aquel pequeño cuadro de Verrocchio, el del San Miguel guía que aún colgaba de aquella iglesia, aunque bien podía ser una casualidad o un momento de inspiración inconsciente.

Inspiración inconsciente... Poco imaginaba lo acertado de esa hipótesis. La verdad era que Leonardo había olvidado por completo por qué había pintado ese ángel.

Pero este dato no llegaría a conocerse hasta más tarde.  






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