2014/09/24

EL PRÍNCIPE EN EL PALACIO DE TURMALINA

 
 
 
 
 
 
«El príncipe Aari abrió sus ojos dorados antes de que llegaran los ayudas de cámara. Sigiloso, se deslizó fuera del lecho, corrió hasta el gran ventanal y salió a la terraza aún en penumbra. A pesar de que era la pieza más elevada de palacio, la alcoba solo se llenaba de claridad cuando el sol alcanzaba su cenit, pero a él no le importaba. Vestido con un simple faldón hasta los pies descalzos, la cabellera serpenteando en oscurísimos regueros sobre el suelo, escapaba cada mañana y alzaba la vista hasta el único trozo de cielo que le era dado contemplar desde la niñez. Aquel día fue afortunado: un gavión imponente había hecho un alto en el lejano reborde de piedra y descansaba, esponjando el plumaje, antes de reemprender el vuelo. Le encantaba contemplar su pecho níveo, la intensidad con que destacaba sobre el dorso de color azabache. Siempre se imaginaba a sí mismo como una inmensa ave blanca y negra que trocaba la melena en alas, subía allá arriba... y recordaba lo que se sentía al recibir el impacto del viento en la cara».
 
«Ante el estupor de todos, el príncipe descendió a tierra y caminó hacia las pestilentes jaulas, seguido por un grupo de asistentes horrorizados que procuraban, por todos los medios, que su inmaculada cabellera no rozase semejante suciedad. El lugar donde habían inmovilizado al extranjero era poco más que un agujero. El joven se revolvía y profería lo que debían ser juramentos en una lengua desconocida. Los músculos de su cuello se tensaban como cuerdas de arco; los salvajes mechones broncíneos le cubrían el rostro, si bien no alcanzaban a ocultar sus ojos azules. Lejos de apocarse, Aari se acercó cuanto le permitieron y se asomó a ellos. Esos colores tan vivos...
Jamás había pensado que hallaría una segunda ventana al cielo en los sótanos de su propia cárcel».
 
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2014/08/16

TOSHA, EL CHICO RUSO

 
 
 

 

Primera parte

 
 
Dejadme que entretenga vuestros ojos, si es que tenéis unos minutos libres. Hay ocasiones en las que me gusta recordar el pasado, y no porque encuentre un placer malsano en revivir experiencias amargas, ni porque piense que cualquier tiempo pretérito fue mejor que la época que nos ha tocado vivir. Pretendo que esta sea, simplemente, la narración fiel y desapasionada —lo más desapasionada que puedo permitirme— de los días en que aún disfrutaba del sol. Puede que mi piel haya olvidado la luz y el calor, pero hay otras cosas que se han quedado grabadas en mi memoria y no me sería posible desterrarlas de ahí.

Nací en el otoño de 1633. Fui el fruto de un momento de pasión invernal, aunque en el lugar donde me crié cualquier momento del año era bueno para acurrucarse bajo las mantas. Todos los recuerdos de mi infancia transcurren en el mismo lugar, una ciudad llamada Arzamás, a unos cuatrocientos kilómetros al este de Moscú. Por entonces era un pequeño pueblo sin importancia que ni yo conocía bien, pues no solía visitar más que la iglesia. Mi familia era dueña de una gran casa aislada por una arboleda. No éramos ricos, pero mi bisabuelo paterno había emprendido un próspero negocio como guarnicionero que sus descendientes se ocupaban de mantener. En mis tiempos, mi padre se enorgullecía diciendo que sus sillas de montar llegaban a la misma capital sin necesidad de subirlas a lomos de un caballo. Sea como fuere, su comercio era lo bastante rentable para que pudiésemos vivir con más holgura que la mayoría, y yo contaba con el dudoso privilegio de recibir las visitas periódicas del diácono de la parroquia, que se empeñaba en tratar de inculcarme una cierta educación, sin mucho éxito.

De mi padre, Serguéi, creo que no heredé más que el patronímico y el apellido. Recuerdo que era un hombre ceñudo, de anchas espaldas y enorme bigote, que no se dirigía a mí más que para preguntarme por mis lecciones y desearme las buenas noches. Supongo que el trabajo presidía la mayor parte de sus pensamientos. Según decían, yo había salido a mi madre, Nadezhda. No puedo confirmarlo, murió cuando cumplí los tres años, aunque conservo impresiones de una melena rubia y un rostro hermoso. Era viuda cuando mi padre se casó con ella, y aportó una hija a la familia, mi medio hermana Lyubov, seis años mayor que yo. ¿He dicho que mi padre hablaba poco? Bien, ella hablaba aún menos. Se contentaba con observarlo todo con sus grandes y fríos ojos azules y caminar a remolque de Serguéi cuando este llegaba a casa.

Eso me dejaba a mí sin apenas nadie con quien relacionarme, pero no me importaba. Siempre que podía me escapaba fuera y corría hasta la linde del bosque, junto con los perros. Allá había una pequeña caseta que antaño se usara para secar pieles y que entonces solo almacenaba trastos inútiles. Mi carrera delictiva comenzó muy pronto, cuando me hice con la llave y tomé posesión de mi nuevo dominio particular. Espanté las sabandijas, lo adecenté hasta el poco exigente nivel de un crío, apilé algo de leña para la chimenea... Era mi santuario, mi lugar secreto.

Cuando no me encontraba en él, mis pasos me llevaban a vagabundear entre los árboles, con cuidado de no adentrarme en el bosque. Aunque no solían llegar noticias de ataques de animales, mi padre me había advertido de lo que me haría si me pillaba alejándome demasiado, y las palabras de Serguéi Evgénievich Sidelnikov no eran algo que se pudiera tomar a la ligera.

Cierto día me topé de frente con un hombre al que no había visto antes. Respingué, desconcertado por el hecho de que los perros no se hubieran molestado en ladrar. Los muy desgraciados incluso le estaban haciendo fiestas, ¡menuda protección! En seguida sentí curiosidad por aquel desconocido que se llevaba bien con mis animales. No era un hombre, sino un chico mayor que yo, pero como era mucho más alto y sus hombros más anchos de lo común para su edad, habría conseguido engañar a cualquiera. El chico me saludó con una ligera inclinación y continuó su camino sin una palabra.

A partir de entonces volví a verlo de tanto en tanto durante sus entradas y salidas del bosque, siempre de lejos, siempre en silencio. Me preguntaba quién era, si vivía en el pueblo, por qué iba siempre solo... Imaginaba historias y me las contaba a mí mismo. Dado que mi único público eran los perros, también sufrían su ración de batallitas.

Una vez que cumplí los trece años, Padre dispuso que había llegado el momento de que tomara contacto con el que sería mi oficio. Recuerdo el primer día que me llevó con él al matadero, para que aprendiese cómo se conseguía una partida de piel a buen precio. Lo que vi allí... Ahora podéis reír lo que queráis, pero tenéis que entender que yo era un niño muy cándido. Nunca salía a cazar liebres ni pájaros con otros muchachos de mi edad, ni había acompañado a mi padre de cacería. Por Caín, ni siquiera rondaba la cocina para ver a las mujeres preparar la carne. La cuestión es que no tardé en salir disparado del maloliente edificio y pararme en un rincón a vomitar hasta las tripas. Me sentía enfermo y, sobre todo, avergonzado. Y para colmo de males, un par de pies se detuvieron frente a mí a presenciar el lamentable espectáculo. Al mirar hacia arriba, allí estaba él, el extraño del bosque. Aún más alto, si cabe, y mirándome, no con burla, como yo habría esperado, sino con seriedad.

¿Estás bien, chico? —me preguntó. Aquellas fueron las primeras palabras que oí de sus labios. No contesté enseguida, ocupado en limpiarme la boca con la manga de mi zipun. Cuando el muchacho se acuclilló, dando a entender que no pasaría de largo, no me quedó más remedio que hacerlo.

El matadero... No soporto el olor. —Callé, rojo como la grana. Ahora pensaría que no era mejor que una niñita.

Calma, no creo que a nadie pueda gustarle eso. Yo no entraría ahí por nada.

Pero... —Me sentía abrumado y, a la vez, muy agradecido. ¿Cómo podía un joven tan enorme y, evidentemente, fuerte y valiente, decir eso? La lengua se me soltó y le conté mi mayor temor—. He abochornado a mi padre. Se supone que tengo que habituarme al oficio y soy incapaz de seguirlo ahí dentro.

Eres el hijo de Sidelnikov, ¿verdad? ¿El chico de Nadya Anatolievna? —Asentí, un tanto asombrado de que se refiriera a mi madre en términos familiares—. Quédate aquí afuera y respira algo de aire fresco. Cuando vuelvas, permanece en la entrada y espera a tu padre. No todos están hechos para aguantar ciertas cosas. No tienes que avergonzarte por ello.

Me sonrió y se marchó, sin revelarme su nombre. No tardé mucho en enterarme, porque me topé con él a los pocos días, y no en la arboleda, sino ¡en mi casa! Allí estaba, charlando como si tal cosa con mi padre y con Lyuba, que era el apodo de mi hermana. Recibía felicitaciones por su buena planta, él se las devolvía a Lyuba... Entonces Padre reparó en mi presencia.

Ven aquí —me dijo—. Éste es tu primo Andréi Anatolievich, el hijo del hermano de tu madre. Salúdalo como es debido.

Hay muchos Anatoli en la familia —comentó él, con una sonrisa, ya que compartía el mismo patronímico que mi madre—. Tú eres...

Anton —apuntó mi padre, antes de que yo pudiese abrir la boca—. Tiene tres años menos que tú, pero dudo que llegue a ser tan alto y a tener tus espaldas. Yo soy un hombre fuerte, es evidente que él ha salido a las mujeres de tu familia. —Y, cuándo creía que ya no podía humillarme más, añadió—: Pronto lo mandaré a la ciudad a estudiar, a ver si saco algún provecho de él. Tengo parientes en Nizhny Novgoród. El cambio le sentará bien, aquí no hace más que holgazanear.

Semejante noticia cayó a plomo sobre mí. ¿Iban a enviarme tan lejos, con desconocidos? Aunque intenté que mi desencanto no fuese obvio, creo que fracasé miserablemente, a juzgar por la mirada que me lanzó mi recién presentado primo Andréi. En cuanto pude marcharme sin resultar descortés, salí corriendo para mi santuario.

Me sobresalté al oír unos golpes en la puerta. No esperaba que me siguiese, ni verlo allí, aguardando a que le franquease la entrada. Tras escuchar mi torpe invitación, inspeccionó el lugar con recelo, dio su visto bueno a la chimenea y se sentó frente a ella. Los perros se abalanzaron sobre él, encantados.

Les gustas —apunté, con timidez.

Les gusto a todos los animales, es un don. —Compuso un gesto divertido y me observó—. Imaginé que serías el hijo de Nadya, tienes sus ojos. Debería haberme presentado antes, pero lo cierto es que los míos no aceptaron de buen grado que mi tía se casara con tu padre. Habrás podido deducir que no hay mucho contacto entre ambas familias.

¿Por qué? —me asombré—. Mi padre tiene buena posición y, por lo que recuerdo, quería mucho a Madre y a Lyuba. De hecho —me esforcé por aparentar indiferencia, sin conseguirlo— creo que es su favorita. Es evidente, dado que quiere librarse de mí, mandándome a Nizhny.

¿No quieres marcharte? Suena divertido, este sitio es pequeño y nunca pasa nada. En una ciudad grande se aprenden muchas cosas. Yo me cambiaría por ti.

¡Pues hazlo! —repliqué de malos modos, para dar rienda suelta a la frustración que sentía por culpa de mi padre—. Seguramente tú también complacerías más a Padre, porque eres alto, y fuerte, y no corres a vomitar cuando ves sangre ni sales a las mujeres de tu familia...

Me callé de golpe y me mordí la lengua, abochornado por los lloriqueos que estaban haciendo de mí un completo estúpido. Gracias al cielo, Andréi no hizo ningún comentario ofensivo. Creo que me estaba dando tiempo para desahogarme. Al cabo de un rato apuntó:

Si yo fuera tú, aprovecharía el tiempo allí para hacerme un hombre de provecho, más alto y más fuerte, como tu dices, para demostrar a Padre de lo que soy capaz. Para que no pudiera tener argumentos para meterse conmigo. —No repliqué, estaba ocupado considerando sus consejos—. Y en cuanto a lo de salir a las mujeres de la familia, no veo nada de malo en ello. Recuerdo a tu madre, era una mujer muy hermosa. Te pareces a ella. —Tampoco respondí a eso, ¿que iba a decir? No sabía si estaba dedicándome un cumplido o burlándose. Baje la vista, con las mejillas ardiendo, y me concentré con tozudez en las punteras de mis botas. Notaba sus ojos risueños sobre mi coronilla—. Deberíamos aprovechar el tiempo antes de que te marches. Hay muchos lugares por aquí que no conoces y que quisiera enseñarte. ¡Vamos!

El optimismo de su voz era contagioso. Además, no podía negar lo mucho que me halagaba que un chico tan mayor se molestase siquiera en hablarme. Me puse en pie y lo seguí fuera de la habitación.

Por cierto —añadió—, puedes llamarme Andréi o Andriusha, lo que prefieras. Yo te llamaré Tosha. —Abrí mucho los ojos—. ¿Qué te pasa? ¿Te disgusta que me tome esa libertad?

Mi padre siempre me llama Anton. Solo mi madre usaba ese apodo...

Lo sé. Es mejor, ¿no crees?




 

Así comenzó mi amistad con mi primo Andréi, Transcurrieron pocos días hasta que hube de partir a Nizhny, circunstancia que lamenté con amargura. Resolví que haría justo lo que él me había recomendado: volver convertido en alguien a quien mi padre no pudiese censurar.

¿Qué queréis que cuente del tiempo que pasé en Nizhny? Me sentía cohibido en aquella ciudad y nunca llegué a acomodarme, aunque el hermano de mi padre me trataba bien. Estudié, aprendí cosas útiles y muchas completamente inútiles; me ejercité; hice algunos amigos con los que salía a beber para escuchar sus dicharachos obscenos sobre las muchachas.

Cerca de mis dieciséis años, recibí las primeras miradas interesadas del sexo opuesto. Fue entonces cuando descubrí que no era como los demás chicos en ese aspecto. Sucedió una mañana cualquiera, mientras me desvestía para asearme. Una de las criadas, una moza que llevaba poco tiempo en la casa, acudió a por la ropa sucia, o a algo por el estilo. Estaba acostumbrado a que entraran y saliesen a su antojo y no le presté atención, hasta que se hizo un silencio tan escandaloso que me forzó a girarme. La sorprendí mirándome de una forma extraña, febril. Se me acercó, agarró mi mano derecha, se levantó las faldas y la colocó sobre su entrepierna. Estaba excitada o, al menos, eso creí, a tenor de las conversaciones de mis amigos y de la facilidad con que mis dedos se deslizaban sobre aquella humedad... Tomándome la otra mano, se la aproximó al escote, para que la posara sobre la piel desnuda de sus pechos. Entonces reaccioné. Aparté las manos, negué y le volví la espalda. La moza, sin duda turbada, abandonó la habitación como alma que lleva el diablo.

El espejo frente a mí me devolvió un reflejo desconcertado, que yo aproveché para estudiar. Había crecido, ciertamente, y tenía más hechuras de hombre. Mi rostro era bien parecido, con esa armonía que hoy llamamos simetría y que antes el común de los mortales solo percibía de manera vaga, indefinida, pero atrayente. Me había dejado crecer la melena color de bronce. Los ojos... Los ojos los dejé para el final. Eran de idéntico color miel que los de mi madre, todo el mundo aludía a ellos para resaltar nuestra semejanza. Recordé que Andréi también lo había hecho y pensé en él, en el aspecto que tendría. Ya debía ser un hombre completo. ¿Se le ofrecerían muchas muchachas? ¿Estaría acostándose con ellas, practicando esas cosas de las que hablaban mis amigos? Me torturaba preguntándome por qué yo no había podido. ¿Quizá la chica no era hermosa? Oh, sí que lo era, con esos rizos oscuros que se escapaban de su tocado y esos grandes ojos azules. Sin embargo, no me había excitado en absoluto.

Mi padre mandó a buscarme poco después. Agradecí a mi tío sus atenciones y me despedí, ignorando si sería capaz de habituarme de nuevo a la monótona vida en Arzamás o a la silenciosa censura de Padre. Al menos había crecido y no había desaprovechado el tiempo. Además, volvería a ver a Andréi, cuya imagen siempre arrancaba una sonrisa de mis labios. Estaba seguro de que ya no luciría tan enorme a mi lado.

Al llegar a casa me dio la impresión de que solo habían pasado un par de días desde mi marcha, tan fuerte fue el impacto del ambiente familiar. Todo seguía igual; todo, excepto Lyuba, que ya tenía veintidós años y era toda una mujer. Me sorprendió que no estuviera casada o prometida. En cuanto a mi padre, lo vi un poco más viejo, pero su actitud severa era la misma. No lo impresionaron los parabienes de los criados, que alabaron cuánto había crecido y mi buen aspecto, ni mi nuevo vocabulario, más distinguido, ni los regalos que había traído de la ciudad. Me preguntó qué había estudiado en aquel tiempo y asintió gravemente cuando respondí. Me sentí decepcionado. Algunas cosas, me dije, no cambiaban nunca. Aquella casa se había estancado en el tiempo y Padre formaba parte de ella, igual que los muebles de madera del salón o el hogar de la chimenea.

Lyuba me dijo que aquella noche se celebraría una cena especial para festejar mi regreso y acudiría mucha gente, lo que explicaba el alboroto entre la servidumbre. Era un buen momento para esfumarme y retomar mis paseos por la arboleda junto con los perros, los cuales me habían recibido con la alegría reservada para reencontrarse con alguien a quien se da por perdido. Mi expedición acabó, como era de esperar, en mi santuario. Una vez ante la puerta, recordé que le había dejado la llave a Andréi. Lancé uno de mis recién aprendidos juramentos y dejé caer la mano sobre el tirador, sin esperanza de que cediera. Mas lo hizo, para mi sorpresa, y aún más impactante fue comprobar lo que había dentro. Cualquier semejanza entre aquello y un antiguo secadero había desaparecido. En su lugar, alguien se había librado de los trastos, había ventilado el lugar, despejado una ventana y dispuesto algún mobiliario sencillo frente a la chimenea. Me agradaron muchísimo el gran asiento y la manta de piel de conejo que lo cubría. Sonreí, porque supe enseguida que aquello había sido obra de Andréi. Andréi... Me embargó el anhelo de volver a verlo.

Era casi la hora de la cena cuando volví a casa y vi cumplidos mis deseos: allí, sentado junto al fuego de la sala, esperaba mi primo. Me acerqué seguro de mí mismo, anticipando un cumplido por mi nueva imagen, esperando poder mirarlo a los ojos en lugar de tener que estirar el cuello hacia arriba. Ahora bien, cuando se levantó...

Supongo que es un buen momento para introducir una pequeña descripción de Andréi. Como he dicho, era un joven alto, fornido, bien plantado. Sus largos cabellos eran castaños. Aunque no poseía el más atractivo de los rostros, desbordaba personalidad, con un bello par de ojos color avellana bajo las cejas tupidas y una nariz redondeada en la punta. Su boca grande, de labios llenos, estaba encajada entre los ángulos de una mandíbula cuadrada y decidida y, cuando sonreía, compartía con el mundo una dentadura blanca y perfecta. Sus caninos resultaban, quizá, excesivamente pronunciados para transmitir sosiego, pero especiaban sus sonrisas con una atractiva desvergüenza. Por desgracia para mis expectativas, había continuado creciendo. Aún me sacaba una cabeza, y la anchura de mis hombros seguía sin poder competir con la suya. Se había convertido en el tipo de hombre que iba a llamar la atención a donde quiera que fuere por su tamaño y su apostura. Me quedé callado, dividido entre el arrobo y la envidia.

Vaya, Tosha —saludó él primero—, has cambiado mucho, estás...

Ahórrate las burlas. Creía que te sorprendería y me encuentro con que rozas los dinteles de las puertas.

¿Burlas? —Andréi sonrió—. ¿Por qué? Sí, he crecido como la mala hierba, pero tú también lo has hecho. Cuando te fuiste eras un niño y ya no lo eres, primo, ya no lo eres...

Fue entonces cuando noté algo diferente en sus ojos. ¿Admiración? ¿Y por qué habría de admirarme? Era obvio que nunca podría compararme a él. Por más que estuviera encantado de verlo, la desilusión había borrado parte de esa alegría. Aunque no por mucho tiempo, he de decir; Andréi se hizo cargo de mi conflicto interno y comenzó a ponerme al día de todo lo que había pasado en mi ausencia, con tanta chispa que consiguió arrancarme carcajadas.

La cena nos obligó a posponer nuestra conversación, de tantas preguntas que tuve que responder a los asistentes acerca de mi vida en Nizhny Novgoróv, mis estudios y cualquier cotilleo que hubiese oído de la capital. Estaba un poco apabullado, y cuando recibí permiso para levantarme de la mesa lo hice con mucho gusto. Andréi la abandonó conmigo, y juntos pasamos revista a los comensales que quedaban en ella: el Padre y el diácono, con su mujer; el hijo de un proveedor que, por lo visto, llevaba mucho tiempo cortejando a Lyuba; la viuda del antiguo magistrado, con sus hijas, quienes me habían estado lanzando miraditas mientras su madre misma ponía ojos tiernos a mi padre. Me di cuenta de que mi hermana ocupaba la esquina junto a Padre, y sonreí. Se lo señalé a mi primo, comentando por lo bajo:

Ese tipo que bebe los vientos por Lyuba ya puede esperar siete años, mira dónde está sentada.

Existe una superstición acerca de las chicas solteras en mi país, según la cual nunca deben sentarse en una esquina de la mesa. Andréi me lanzó una ojeada curiosa, palmeó mi hombro y me indicó que echara un discreto vistazo bajo el borde del mantel. Y entonces lo vi: la mano de mi padre descansaba entre los muslos de Lyubov con una intimidad que no tenía nada de paternal. Me enderecé a toda prisa y noté cómo me ruborizaba. Andréi no se apartó.

Creo que el tipo va a tener que esperar más de siete años —susurró—. ¿No lo sabías? Tu padre lleva años enamorado de mi prima y ella le corresponde, pero no se pueden casar. Debe ser muy frustrante tener tan cerca a la persona que quieres y no poder mostrárselo al mundo.

Creo que entonces entendí los sentimientos de Padre, su hosquedad, su carácter, que únicamente se suavizaba en presencia de mi medio hermana... No me resultaba fácil aceptarlo, si bien tampoco podía censurarlo. Después de todo, yo tenía mis propio secreto deshonroso que guardar. No seguí cavilando; Andréi me sacó de allí aprovechando la confusión y salimos a dar un paseo.

Has reparado la caseta —afirmé cuando estuvimos a solas—, y te has tomado mucho trabajo. ¿Por qué?

Imaginé que seguirías queriendo un lugar privado y que la ciudad te habría vuelto más refinado. Además, es mi reconocimiento por dejarme usarla. A veces, cuando vuelvo de mis... paseos, entro para asearme. Espero que te agrade.

Muchísimo, gracias, de verdad. —Me quedé callado un minuto, en tanto me decidía a preguntarle algo—. De hecho, siento curiosidad por saber por qué vas tan a menudo al bosque. Dicen que hay lobos y otras bestias.

Es mucho más pacífico de lo que lo pintan —respondió, de forma reservada—. Aunque tal vez sea una buena idea que tú permanezcas alejado. Las sendas son traicioneras, podrías perderte.

Eso no responde a mi pregunta.

Soy... un guardabosques. Vigilo los caminos y me cuido de que las alimañas no lleguen al pueblo.

Svyatoy Georgiy! Eso es peligroso... ¿Cómo lo haces? ¿Te defiendes bien con las armas?

Es una tradición familiar.

¿Has llegado a abatir un lobo? Padre tiene clientes que solicitan trabajos con piel de lobo y son difíciles de encontrar por aquí. A lo mejor es porque tú y los tuyos cumplís muy bien con vuestro cometido.

Los lobos se mantienen alejados de los humanos pues saben lo que les conviene. Yo nunca alzaría el arma contra un animal que no supone un peligro para la vida de nadie. Y confío en que tú tampoco.

Su tono de voz era distinto, grave, acusador. Recordé el episodio del matadero y supe que mi primo no bromeaba.

Ni siquiera... he matado un conejo en mi vida. Tienes mi palabra.

Lo sé. Mira, tu santuario. —Su tono se volvió mucho más benévolo—. Está empezando a hacer bastante frío. ¿Entramos?

Claro.

Andréi encendió una lámpara y la chimenea. Me preguntaba si Padre me echaría en falta tan tarde. En realidad no me importaba, ardía en deseos de recuperar el tiempo perdido con mi primo. Cuando la habitación se caldeó pude quitarme el shuba y acomodarme bajo la piel de conejo. Él sacó una botella de vodka aromatizado con hierbas de algún rincón secreto y se sentó frente a mí, de espaldas al fuego. Su enorme silueta se recortaba contra la luz, oscura, un poco intimidante y, a la vez, tranquilizadora. Y había algo más, algo que no sabía identificar... Una fuerza que me impulsaba a no apartar los ojos de él.

¿Has estado ya con chicas? —preguntó, tan repentinamente que casi me hizo tirar la botella y escupir el alcohol. No era un novato bebiendo, aunque tampoco un experto. Rompí a toser, y Andréi me quitó el vodka de la mano y me palmeó la espalda—. Vaya... O bien te has convertido en todo un canalla, o no te has estrenado. Dime, Tosha, ¿cuál de mis suposiciones es correcta?

Notaba mi rostro ardiendo por el calor, el alcohol y la vergüenza. Titubeé al responder. La verdad me haría parecer un crío.

No. He tenido oportunidad, pero... —No sabía cómo continuar.

¿Por qué no la aprovechaste? ¿No era guapa?

Sí, lo era.

¿Entonces no te atreviste?

No quise hacerlo.

¿Por qué? —insistió él. Noté cómo mi irritación crecía por momentos.

Porque... ¡porque no sentí nada! Porque soy un bicho raro. Debe sonar muy divertido. ¡Apuesto a que tú tienes a todas las chicas haciendo cola en tu puerta, mientras que yo, simplemente, no estoy interesado!

No tengo a las chicas haciendo cola en mi puerta —me interrumpió, con más seriedad de la que me esperaría—. Y, aunque las tuviera, tampoco estoy interesado en ellas. Si tú eres un bicho raro, no eres el único.

Uh... —La noticia me tomó por sorpresa. Era complicado creer algo así de un hombre como él. Alargué la mano, volví a tomar la botella y di un buen trago; él hizo lo mismo y la dejó sobre la mesa—. Vaya, eso sí que es extraño. Yo, al fin y al cabo, soy poca cosa, pero tú...

¿Poca cosa? ¿No has notado cómo te miraban las chicas en la mesa?

Ignoro por qué habrían de hacerlo. No tengo tu altura, ni tus músculos.

No te hace falta. Tienes esto.

Se sentó junto a mí y posó la palma de la mano en mi mejilla. Era grande, áspera, la de alguien acostumbrado al aire libre. No se parecía en nada al roce de la muchacha, Andréi no me dejaba indiferente. Os aseguro que yo estaba ardiendo y, aun así, pude sentir su calor sobre la piel, su aliento cálido tan cerca de mi rostro... El suyo, de espaldas al fuego, estaba en penumbra, y dos pequeñas llamas brillaban en sus ojos color avellana.

¿Te disgusta que te toque así? —preguntó, con voz suave. Yo no pronuncié palabra, solo sacudí la cabeza negativamente. La mano se deslizó entonces a un lado y se hundió en mi cabellera, hasta la nuca—. ¿Y así? —Nueva negativa. Andréi habría tenido que estar sordo para no oír los latidos de mi corazón, retumbando sobre el crepitar de la leña.

No siguió preguntando, porque sus labios se posaron bajo el lóbulo de mi oreja y acariciaron la piel de mi cuello. Al principio fueron caricias, cierto, tan dulces y gentiles como yo, en mi juventud ingenua, me habría imaginado que sería el contacto de un amante. No protesté, no intenté apartarlo, me dejé llevar. Parecía que mi cuerpo se hubiese liberado de la tensión de todo aquel tiempo, de aquella espera, aquel anhelo difuso de algo que había reconocido justo en el momento de recibirlo: las manos de Andréi, y sus labios, y su aliento. No podría haber sido aquella muchacha, ni ninguna otra. Tenía que ser él, y solo él.

Creo que gemí con suavidad. Puede que fuera la señal que él esperaba para abandonar esa gentileza que, según averigüé más tarde, no era su naturaleza. Sus caricias se convirtieron en besos apasionados, su respiración se volvió más intensa. Por primera vez en mi vida experimenté el despertar del sexo dormido gracias a otra persona, la... presión dentro de los pantalones. Me revolví, temeroso de que él pudiera notarlo y pensase que era un pervertido de la peor especie. Podéis sonreír, pero, ¿qué sabía yo?

Decidiendo que había llegado el momento de ocuparse de otros asuntos, Andréi me desabrochó el zipun y desnudó mi pecho, aún liso y desprovisto de vello. Mis tetillas captaron su atención. Las miró y las acarició antes de atrapar una de ellas y lamerla con fruición, casi dolorosamente. Supongo que mi excitación suplió la diferencia y me permitió seguir disfrutando aquella rudeza. Había algo embriagador en la voracidad que mostraba al degustar cada rincón donde sus dedos habían estado antes. Deseé, oh, por Caín, deseé tan desesperadamente que su boca fuese capaz de calmar el ansia insoportable que se agolpaba bajo mi cintura... Aunque, claro estaba, no me habría atrevido a pedírselo por nada del mundo.

¿Era posible que Andréi hubiese sido capaz de leer mis pensamientos? Claro, no había que ser un telépata para notar lo que cruzaba por la mente calenturienta de un quinceañero virgen, que no se daba cuenta de que estaba empujando las caderas contra el enorme cuerpo que lo aprisionaba. Echó mano de mis pantalones y los desató. Traté de girarme, abochornado por mi estado. Habría obtenido el mismo éxito luchando por liberarme de un muro de ladrillos; él me sujetó con más fuerza y tiró de la prenda hasta las rodillas, descubriendo el incipiente vello broncíneo y el sexo hinchado, húmedo de líquido preseminal.

Por supuesto, lo probó. Aun con todo mi azoramiento, no habría tenido forma de reunir la fuerza necesaria para apartarlo. Ni física, ni de voluntad. Aquella lengua increíble, envolviendo mi erección desde la base hasta el extremo... Aquellos colmillos rozando la carne al pasar, sin dañarme, deslizándose entre ambas mitades del glande y penetrando en la abertura... Creo que lancé un gemido desesperado. Creo que arqueé la espalda y proyecté mi ingle al frente, buscando su calidez. Y entonces hice lo impensable.

Eyaculé. Me corrí. Alcancé un orgasmo que me rizó los dedos de los pies y me dejó jadeando como un animalillo indefenso... a los cinco segundos exactos de penetrar hasta el fondo de su garganta. Cuando me calmé observé, hipnotizado, que un hilo de líquido blanquecino le bajaba por la barbilla. Él no se lo limpió, sino que lo lamió con la más encendida expresión de lujuria, y mis mejillas enrojecieron tanto que creí que me iban a echar a arder. ¿Cómo podría volver a mirarlo a la cara? Alcé los brazos y las oculté, de puro embarazo, aunque poco duró mi modestia: él me tomó las muñecas, me aprisionó los brazos a los lados y se inclinó sobre mí, con una mirada tan intensa que casi rompo a gimotear. Luego me besó.

No recuerdo el sabor a vodka de aquel primer beso. Sin embargo, aún retengo la huella de Andréi sobre mis labios, la marca de sus maneras exigentes y acaparadoras sobre cada rincón que exploró y conquistó. Bebió de mí mi saliva, mis suspiros, mi respiración. Jadeó, más y más fuerte. Llegó a un punto en el que creí que iba a devorarme y, con franqueza, no me habría importado. No le habría negado nada de lo que me hubiese pedido, tan perdido estaba en aquel abrazo intoxicante.

Y de repente se apartó de mi lado y salió disparado a la noche helada. Yo me quedé allí, inmóvil y desconcertado, preguntándome si había hecho algo mal. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me percaté de que había dejado la puerta entornada y el frío se colaba en la habitación. Demasiado cohibido para levantarme a cerrarla, opté por envolverme en la piel y aguardar. Cuando reapareció, se aseguró de que no entrara aire gélido, reavivó la lumbre y se acuclilló frente a mí. Estaba más calmado. Alargó la mano hasta mi mejilla, sonrió y volvió a acariciármela. Curiosamente, su contacto era cálido.

Te has quedado frío —se lamentó—. Soy un imbécil, no debí dejar la puerta abierta.

Sus ojos, de nuevo serenos, solicitaron permiso para compartir la manta conmigo. Aunque aún estaba azorado por lo que había ocurrido, lo dejé acurrucarse. Su cuerpo templaba más que el fuego. Hundió el rostro en mi melena rubia y allí permaneció, en silencio, hasta que preguntó:

¿Disfrutaste?

Tras enrojecer de nuevo hasta la raíz de los cabellos, asentí y pregunté, a mi vez:

¿Y...? ¿Y tú?

No te preocupes por mí. Ya me he ocupado ahí fuera.

Uh... ¿por qué? ¿Es que no esperas... que yo te haga lo mismo? —Sentí la mueca risueña contra mi cuello.

Más adelante, ahora es mejor así. Todavía soy incapaz de controlarme y no quisiera hacerte daño.

¿Por qué habrías de hacerme daño?

Tragué saliva. Él me tomó por las mejillas y reclinó su frente contra la mía, para tranquilizarme. Funcionó. Podía ser áspero, dominante; nunca me las habría arreglado para huir de sus brazos si él no me lo hubiese permitido... Pero también era dulce y suave, como la piel que nos envolvía en aquel momento.

Porque eres hermoso, y gentil, y me vuelves loco. Te he deseado desde aquel día en el matadero; me he armado de paciencia para darte tiempo a que entraras en sazón; he sufrido, pensando que podrías rechazarme o que otra persona podría arrebatarte de mi alcance... Y ahora que, por fin, te tengo, no voy a arriesgarme apresurándolo.





 

¿Qué más puedo contar? Que continuamos encontrándonos a escondidas en mi... en nuestro santuario. Que no tardé mucho en perder esa irritante timidez inicial, y pronto fueron mis dedos los que se atrevieron a colarse bajo su camisa. Que me miré en el espejo y vi aquello de lo que Andréi me hablaba, aquello que lo atraía y le hacía sentirse celoso hasta el punto de querer encerrarme lejos de los ojos del mundo. Eran sus palabras, no las mías. Diréis que es enfermizo, pero vosotros no lo conocisteis, no pudisteis asomaros a aquella mirada de color avellana y apreciar su sinceridad, su devoción y su pasión.

Solo había una cosa que me preocupaba: siempre era yo el que se hallaba en el extremo que recibía el placer. Él disfrutaba desnudándome, pasando su lengua por cada porción de piel que quedaba al descubierto, enterrando su cara entre mis muslos y haciendo que mi miembro penetrara aquellos labios tan bruscos y, a la vez, tan hábiles. Le gustaba sentir cómo mi placer se derramaba, a borbotones, en su boca. Adoraba, decía, mi sabor, el sabor de mi semen, de mi saliva, de mi sudor... mientras que yo, a duras penas tenía ocasión de hundir las manos en sus indómitas guedejas castañas, o pasearlas por su pecho tallado en piedra, donde se adivinaban, aquí y allá, algunas cicatrices. Pero el tiempo me brindó la oportunidad que pretendía.

El día que cumplí los dieciséis años la familia acudió a la iglesia y Padre me obsequió con un almuerzo especial. A riesgo de pecar de ingrato, ardía en deseos de estar a solas con Andréi. Me había prometido un regalo de cumpleaños, y yo sabía muy bien lo que iba a pedirle.

Anochecía cuando nos reunimos en el santuario. No bien cerramos la puerta, dio comienzo al ritual de arrancar mis ropas y lamer todo aquello que se le ofrecía. Ya estaba desnudo sobre la manta de piel, cuando planté la palma de la mano sobre su rostro y lo separé.

Me prometiste un regalo y yo te dije que te lo pediría hoy. —Él asintió, frustrado por la interrupción—. Esto es lo que quiero: harás todo lo que te pida, sin discusiones. Obedecerás mis órdenes. —Al verlo pasarse la lengua por los labios, nervioso, creo que fui yo el que mostró una expresión de desencanto—. Me lo prometiste, me lo...

De acuerdo, de acuerdo —concedió él, con un suspiro—. Tenía otras cosas preparadas para ti, pero te complaceré lo mejor que pueda. Y dime, ¿qué he de hacer?

Quítatelo todo. Quiero verte desnudo.

Aparte de algunas visiones fugaces, nunca había contemplado a mis anchas aquel cuerpo que se adivinaba magnífico bajo la tela que lo cubría. Él se levantó y se desprendió de zipun y la camisa. Su silueta resaltaba contra el fuego de la chimenea, una delicia de contemplar conforme iba quedando expuesta: aquel pecho ancho y atlético, los brazos de grandes bíceps y largas manos, los abdominales marcados... Mis ojos recorrieron cada curva de cada músculo y se detuvieron en sus cicatrices. Algunas de ellas eran muy llamativas, recordatorios de pasados enfrentamientos con criaturas del bosque. Aunque se me erizó el vello de la nuca imaginándome cómo las habría obtenido, no puede profundizar en la idea, porque quedé atrapado al instante en la visión de aquella hilera de vello oscuro que nacía bajo su ombligo y se perdía dentro de su pantalón. Se lo desabrochó y lo deslizó sobre sus caderas, revelando poco a poco lo que quería ver: allí, bajo un triángulo espeso y rizado, se alzaba un miembro largo, grueso y bellamente cincelado. Eso creía yo, al menos. No tenía con qué compararlo, salvo con el mío propio, e igual que ocurría con el resto de mi cuerpo... no había comparación posible. Su ariete estaba en posición de firmes y relucía por la excitación. Pensé en todas las ocasiones en que se había frotado contra mí a través de la tela de sus ropas, y me pregunté por qué nunca había traspasado la barrera. Porque él me deseaba; huía de mi contacto y, al mismo tiempo, se consumía de pasión. Lo supe en el instante en que rocé el pliegue de su frenillo y sentí el temblor que lo sacudió de la cabeza a los pies. No quise pensar más. Aquella carne pulsante me inspiraba el impulso irrefrenable de acercar los labios, y luego la lengua, con la que paladeé unas gotas de su néctar transparente.

Andréi emitió un gemido gutural, me levantó como si fuera un muñeco, me echó boca abajo sobre la mesa y me forzó a separar las piernas. A pesar de la violencia de su reacción, no me resistí. Abrigaba una vaga idea de lo que venía a continuación, y llevaba tanto tiempo esperándolo que lo anhelaba. Con todo, no puede evitar un estremecimiento y un quejido al experimentar el contacto de su lengua entre mis nalgas, de sus dedos abriéndose camino. Aunque ya era tarde. Nada habría detenido a Andréi en aquel momento.

No voy a mentir, me resultó doloroso. Hube de soportar aquel miembro enorme tomando el relevo de su lengua, forzándolo a rendirme a su paso inexorable, adentrándose en mi calor, inundándome con el suyo... Se impacientó y empezó a embestir. Yo me agarré a la mesa con tanta fuerza que habría sido arduo arrancarme de ella. Los crujidos de la madera, bajo el impulso de las acometidas, acallaron mis propios quejidos.

Me resultó doloroso, pero no lo habría cambiado por nada. Era él, Andréi, el que estaba finalmente dentro de mí; oía sus jadeos animales, sentía su piel ardiente contra mi espalda. Era yo quien había provocado el estallido incontrolable en quien, hasta entonces, había conservado el control. Aquello me llenó de una extraña sensación de orgullo y de poder: a mí que, por más que hubiese querido, no habría sido capaz de moverme ni un centímetro de debajo de aquel cuerpo inmenso.

Me torné sensible al roce de aquel grueso tronco al pasar sobre mi lugar de placer. Poco a poco, mis caderas se acompasaron a su ritmo, y supongo que él conservó la cabeza lo suficientemente fría para notar la ligera transformación en el timbre de mis gemidos, ya que me rodeó el miembro rígido y lo frotó. Oh, eso fue demasiado para mí. La humedad de mi orgasmo terminó de espolearlo. Jadeó aún más fuerte, me inundó con su semilla... y unas uñas como garras me arañaron el muslo.

Conservo un recuerdo nebuloso del peso de su cuerpo y de nuestra vuelta a la manta de piel, entre lamidas a mis rasguños, abrazos y caricias de muda disculpa y pequeños besos que me depositaba en los alrededores de la boca, quizá evitándola para que no tuviera que saborear mi propia sangre.

¿Entiendes por qué he tratado de mantener la sangre fría hasta ahora? —susurró—. Todavía no he aprendido a contenerme cuando estoy contigo. Si me empujas así, yo...

Está bien —respondí yo—. Era lo que pretendía, que disfrutásemos los dos.

Te he hecho daño.

También me has dado placer.

Andréi se quedó inmóvil unos segundos. Ya no le importó darme a probar el gusto de su lengua, porque la hundió en mi boca como si estuviera perdido en el desierto y aquella fuese la única fuente de agua en mil kilómetros a la redonda. Cuando se sació volvió a susurrar, atravesándome con los ojos:

No tienes idea de lo que has provocado, Tosha, pero has de saber que ahora me perteneces. Eres mío. Si alguien más se atreviera a poner un dedo sobre ti, si oliese siquiera un jirón del perfume de otra persona sobre tu piel... te juro que no sé de lo que sería capaz.

Me recorrió un escalofrío. ¿Miedo, placer? Sin duda, ambos.








Segunda parte




En el tiempo que siguió no llegué a aprender mucho más sobre la familia de Andréi. Supe que sus padres habían muerto, que tenía tres hermanos mayores —a los que apenas vi de lejos— y una manada de sobrinos, y que uno de sus tíos maternos era su pariente más cercano y su mentor. Ninguno de ellos se dejaba caer por casa, y esa enemistad seguía antojándoseme extraña. Por lo poco que mi primo contaba deduje que nunca habían visto con buenos ojos el oficio de guarnicionero de Padre, ni que se llevara a mi madre, ni que se quedase con Lyuba —la cual no compartía su sangre—, tras su fallecimiento. Me preguntaba qué pensarían del tipo de relación que mantenía con ella.

Pero no podía culpar a Padre por sus diferencias. Aquella era una familia poco común, que no frecuentaba el pueblo y apenas acudía a la iglesia o participaba en las fiestas. Por más que nadie osara hablar mal de ellos y los caminos fuesen transitables gracias a su esfuerzo, todos preferían guardar las distancias.

Aquello me dolía por Andréi. Él era una persona social, afable, y yo no soportaba la idea de que nadie pudiera albergar desconfianza hacia él. ¿Acaso había escogido a sus parientes? Sin embargo, nunca manifestó ninguna queja al respecto ni, desde luego, me atreví yo a censurar a los suyos. Mi único consuelo era que se llevaba bien con Padre y, para qué negarlo, que su dudosa reputación espantaba a las muchachas, quienes, en otras circunstancias, lo habrían acosado a todas horas. Puede que mi primo fuese una persona posesiva pero, creedme, yo no le andaba a la zaga.

Con frecuencia desaparecía en el bosque. Yo sabía que era su trabajo, y era inevitable: si avistaban una fiera peligrosa, pasaban días enteros siguiendo su rastro hasta darle caza. Esto me hacía enorgullecerme de él, pero también temer por su seguridad. Aquellas cicatrices en su cuerpo hablaban alto y claro de la vida que llevaba. He de confesar que me habría sentido mucho más tranquilo si hubiese podido acompañarlo. Ingenuo, ¿verdad? No habría sido más que una estúpida y peligrosa carga. Y aun así, lo habría preferido mil veces antes que tener que soportar las jornadas largas e inciertas con la esperanza de que él arañara algún rato y viniese a verme, por no hablar de los días que se sucedían sin noticias suyas. Mas era improbable que mis cándidos deseos fueran a hacerse realidad: Andréi me había dejado bien claro que nunca debía entrar solo en el bosque. Alguna vez le pregunté, con resquemor, si acaso me tomaba por una chica. Se reía entre dientes y decía, bromeando, que había comprobado de primera mano que no lo era y que, así hubiere sido tan alto como un oso y tan ancho como un río, de ningún modo me habría expuesto a ningún peligro, pues no soportaba la idea de que me tocaran un pelo de la cabeza. ¿Qué habría podido responder yo a eso? Puede que no fuese una chica, pero maldita mi estampa si no me ruborizaba de placer igual que una.

Mi virilidad era un tema que solía plantearme con frecuencia por entonces. Tenía muy claros cuáles eran mis sentimientos hacia Andréi y no creía equivocarme al interpretar los suyos. Lo que hacíamos en nuestro santuario, los besos, las caricias, el sexo... no eran sino la consecuencia lógica de pertenecernos el uno al otro. Ahora bien, yo no era ninguna chica. Me habían educado para ser un hombre, y la base de la masculinidad era dominar, no ser dominado. Desde un punto de vista objetivo el concepto habría hecho sonreír a cualquiera, porque hasta a mí me resultaba obvio que yo no podía aspirar sino a ser arcilla en las grandes manos de mi primo y que, si alguien debía jugar el papel de dominado... ese era yo.

Andréi estaba aún más convencido de ello. En cuanto nos quedábamos a solas mi cuerpo se convertía en su juguete, en su propiedad. En el escaso tiempo que tardaba en desnudarme me hacía sentir como si no me perteneciera a mí mismo. Oh, él también se desnudaba y a veces me permitía que fuese yo quien hiciese los honores, pero nunca me concedía mucho rato para disfrutarlo; enseguida me rodeaba con sus brazos musculosos y me tomaba de la manera que más le apeteciese. Cuando me penetraba, solo una persona en el mundo sabía cómo lo haría y durante cuánto tiempo: Andréi.

No lo hacía con intención. Llegué a comprender que era parte de su naturaleza, que no había preconcebido unos roles para nosotros, que aquella era su forma de obtener placer de mí y de dármelo a cambio. Y vaya si me lo daba, eso no puedo negarlo. Hasta la extenuación, hasta el borde de la inconsciencia. Recuerdo una semana en la que Padre se encontraba de viaje y yo me había escabullido de la casa para pasar toda la noche con Andréi. La perspectiva de las largas horas juntos nos incitó a arrojarnos el uno sobre el otro como fieras. Yo habría jurado, incluso, que lo oí gruñir... y creo recordar que tuvo que besarme o taparme la boca a menudo para que mis gritos no atrajesen atención innecesaria. No recuerdo cuántas veces lo hicimos aquella madrugada. Sé que caí en un sueño pesado, de puro agotamiento, y no pasaron muchas horas hasta que me despertaron sus manos y sus labios, amasando mis nalgas, besando y mordisqueando la base de mi columna vertebral. Creedme, no había parte de mi cuerpo que no me pesara —y esa, más que ninguna— pero, lo creáis o no, en cuestión de minutos se deslizó otra vez dentro de mí. Y en unos cuantos minutos más, volví a mojar la palma de su mano con mi semen. Ser humano, y ser joven, proporciona experiencias muy gratificantes... Disfrutamos el uno del otro dos días más antes de separarnos, y soy incapaz de recordar cómo logré arrastrarme a mi habitación. No podría ni aunque mi cuello dependiese de ello.

Esa era la clase de dilema que me afligía: estaba feliz por tenerlo, y frustrado por ese vago sentimiento de no alcanzar su nivel. Una fría tarde de invierno, al entrar, aterido, en el santuario, recibí la reconfortante sorpresa de que mi primo ya había caldeado el ambiente con una buena hoguera. Me miró, sonriente, se acercó a mí, me condujo junto a fuego y me ayudó a quitarme las prendas de abrigo, frotando mis brazos y mi pecho para que se desentumecieran y lanzando su aliento sobre mi cara para descongelar el témpano que tenía por nariz. Solo tocarlo ya era un placer, porque él irradiaba tanto calor como aquel hogar y jamás protestaba aunque posase mis manos heladas sobre su pecho. Alcanzó la botella de vodka de hierbas y se dispuso a ofrecérmela, pero mudó de parecer; la descorchó, tomó un largo sorbo, se inclinó sobre mí y me dio a beber de su boca. Si quedaba alguna huella del frío del exterior en mis labios, puedo dar fe de que aquello la hizo volatilizarse por completo. El ardor del licor bajó, calentando mi garganta, hasta mi estómago. El vodka siempre caldeaba hasta la punta de los dedos de los pies. Administrado con ese sistema... Baste decir que también había hecho subir la temperatura de cierto órgano intermedio de mi cuerpo. Y, lo que son las cosas, así como algunas partes pierden rigidez cuando se libran del frío, otras, en cambio, la ganan.

Andréi notó cómo había recuperado los colores. Aún así, me ofreció otro trago de reconstituyente, y en esa ocasión no despegó los labios, sino que los dejó sobre los míos, dando a su lengua la excusa perfecta para entrar en mi boca a saborear el alcohol. Era la especia más perfecta para aromatizar un buen licor. Maniobré a izquierda y derecha, gusté, lamí, sorbí. Cuando la lengua no bastó, mis labios bebieron de los suyos, y mi rostro ya no halló una posición cómoda y satisfactoria para hacerlo. Simplemente, ansiaba probarlas todas.

Andréi comenzó a desvestirme, yo lo imité. Parecía una competición por ver quién era capaz de liberar más piel en menos tiempo, que, por supuesto, ganó él. Cuando me hubo desabrochado los pantalones me sentó en la mesa, tiró de ellos y se instaló entre mis piernas abiertas. Fue muy amable de su parte permitirme continuar con mi tarea... No; en realidad no le quedó más remedio, pues con el arma enfundada en los pantalones tampoco iba a hacer gran cosa. Y aunque no me fue fácil ayudarlo a desenfundar, al final conseguí liberar a la bestia. Para mí era una delicia rozar aquel miembro excitado y trazar los relieves de sus venas, los contornos resbaladizos que tan familiares eran ya para mí.

Liberar a la bestia... Una palabras muy adecuadas. Sin dejar ir mis labios, Andréi aferró con fuerza mi trasero y me alzó, como habría alzado a un crío. El movimiento me tomó por sorpresa, apenas tuve tiempo de reaccionar y sujetarme a sus hombros. Y no acabó ahí, porque después de dar unos pocos pasos me acorraló de espaldas a la pared, con tanta fuerza que la misma presión servía para mantenerme clavado en el sitio. Se movió con rudeza entre mis muslos, forzándome a separarlos aún más, y su ariete en posición entró en mí con una facilidad aterradora para su tamaño. Se podría decir que me había convertido en la vaina perfecta para el arma de mi primo. Envainó y desenvainó varias veces, y cuando logró arrancar algunos gemidos de mi boca...

Aquel era siempre el momento en que la cordura lo abandonaba, en que todo se volvía un vertiginoso episodio de lujuria que no alcanzaba una pausa hasta que mi cuerpo no hubiese rendido homenaje a su habilidad. Era una sensación enervante, verme así atrapado contra el muro de la habitación; su amplio pecho tan pegado al mío que apenas me dejaba hueco para respirar; sus labios, a la vez, robándome esa entrecortada respiración. Y él aún se las arregló para estirarme los brazos sobre la cabeza y aprisionarlos con aquel puño de hierro que tan poderosa presión era capaz de ejercer sobre las muñecas. Era incapaz de moverme, ni de emitir sonidos articulados. Apenas me quedaba consciencia para sentir el balanceo de mis piernas mientras entraba y salía de mí, y para proferir algunos gemidos amortiguados dentro de su boca. Creo que nunca antes me había dado tanta cuenta de lo impotente que llegaba a sentirme en sus brazos. El placer me ahogaba, eso era bien cierto, y tenía presente que él sentía lo mismo, solo con ver su expresión. Sabía que también me pertenecía. Pero...

Cuando estuve a un paso de correrme enlacé sus caderas con fuerza. Mis músculos estaban tan tensos que me resultaba doloroso, aunque llegado a aquel punto ya no era capaz de distinguir qué tipo de sensaciones me estaba ordenando mi cerebro que experimentara. Lancé un grito en su boca y descargué mi propia arma en una violenta sacudida tras otra. En cuanto a Andréi, no precisó muchas estocadas adicionales para imitarme; había estado conteniéndose a duras penas para no llegar al clímax antes que yo. Dejó escapar mis labios —los dos necesitábamos aire—, pegó los suyos a la base de mi cuello y la besó tan profundamente que casi me clavó los dientes. El morado que me dejó en la piel me duró días. No quería soltarme, ni salir de dentro de mí, y estaba tan excitado con aquella posición que muy bien podría haber continuado empujando.

Ah... Andréi —dije yo, tras recuperar un mínimo de resuello—. Tengo... tengo que saberlo... Tú, ¿me ves como una mujer?

Aquello lo inmovilizó. Dejó mi cuello en paz y me lanzó una mirada seria, penetrante, de nuevo cuerda. Apretó las mandíbulas, la sacó y me lanzó con cierta brusquedad sobre el asiento. Él no tardó en echarse sobre mí y acorralarme con aquellos brazos que podían ser tan enardecedores... y tan intimidantes.

Tosha —me dijo—, ¿quieres explicarme a qué viene esa pregunta? ¿Es que he dado a entender, en lo más mínimo, que te considerase una?

Yo... no puedo evitarlo. La manera en que intentas protegerme... La manera en que... me tomas... Puede que sea un alfeñique, comparado contigo. Puede que realmente me parezca mucho a mi madre y...

Andréi me sujetó por la mejillas con tanta firmeza que no pude continuar. Sus ojos, bajo las cejas tupidas y el ceño fruncido, me taladraron con muy poca amabilidad.

No sigas hablando, porque lograrás hacerme enfadar. Tosha, cuando te conocí poco me importó que fueses un chico o una chica, es cierto. Me sentía atraído por ti y no podía hacer nada para evitarlo, y eso era todo lo que necesitaba saber. Pero ahora —me miró de arriba abajo antes de seguir, frotando su pelvis contra la mía con tanta lascivia que me hizo estremecerme—, te digo que no puedo imaginarme un cuerpo más hermoso que el tuyo y que no lo cambiaría por nada en el mundo. —Reclinó la frente contra mi cuello—. Y la manera en que te tomo... Mi única excusa es que aún no puedo controlarme, me vuelves loco, me...

Alzó de nuevo los ojos, se echó junto a mí, sobre su espalda y me colocó con facilidad sobre él. Tener que volver la vista hacia abajo para mirarlo, con los cabellos pendiendo a ambos lados del rostro, era una experiencia nueva. Andréi los recogió con suavidad detrás de mis orejas.

Serás tú quien tome la iniciativa ahora, ¿de acuerdo? —continuó—. Yo me quedaré aquí, muy obediente, y tú serás el amo hasta que te canses. Soy todo tuyo.

Fruncí el ceño, incrédulo. Por una vez, yo estaba arriba y mi primo se situaba a mi merced. Por un momento acaricié la peregrina idea de gozarlo como él hacía conmigo. ¿Me atrevería a hacerlo? Y, lo que era más importante, ¿lo deseaba? Yo no sabía lo que se experimentaba al penetrar a tu pareja, no lo había probado nunca. Quizá lo hiciese, ¿por qué no? Mas no allí, ni entonces. No podía imaginar que llegara a ser más intenso que lo que me embargaba cuando él entraba en mí. Así pues, separé las piernas, agarré aquel enorme mástil húmedo y lo guié a través de mi entrada posterior. ¿Y la mayoría de los nuestros sienten temor de una estaca de madera? Por Caín... Para saber lo que era una estaca, yo les habría retado a empalarse en aquella entrepierna. Andréi me contemplaba, entre asombrado y excitado. Su pulso se aceleraba a medida que su carne me llenaba poco a poco, y era obvio que luchaba para contener la tentación de dirigir el balanceo de mis caderas. El cabello volvió a ocultarme el rostro, pero no se atrevió a apartarlo, sino que trató de atisbar mi expresión entre los largos mechones. Sonreí, entre gemido y gemido. Tanto me conmovió su autocontrol que entrelacé mis manos con las suyas para que no echasen de menos mi contacto, y las usé para impulsarme sobre él. Su expresión al mirarme... No pude evitar sentirme, ciertamente, como si fuera su dueño.

No voy a decir que el Andréi dominador desapareció aquel día. No lo hizo, ni yo lo hubiera deseado así. Lo que sí puedo afirmar es que se echó a un lado y me dejó un hueco en el sitial de mando.




 

Y pasó el tiempo. Nuestras vidas continuaron, lidiando con las obligaciones en público, disfrutando el uno del otro cuando estábamos juntos. Cuando cumplí los dieciocho ya estaba familiarizado con el oficio y el comercio de mi padre. Aunque no me atraía en lo más mínimo, y aún menos al saber que la gente de mi primo no lo aprobaba, tampoco veía la forma de sustraerme a ello. En cuanto a Andréi, continuó con el suyo, trayendo alguna que otra pequeña herida nueva de tanto en tanto, pero volviendo. Volviendo siempre.

Una tarde escuché, sin proponérmelo, una conversación entre Padre y Lyuba. El primero decía que los parientes de mi primo andaban acosándolo para que tomara una esposa, y él se negaba. Aunque era cierto, decía, que era el hijo menor y sus hermanos habían bendecido a la familia con numerosos hijos, ya debía pensar en sentar la cabeza en lugar de vagabundear por ahí conmigo. Me quedé sin aire. No solo pretendían que Andréi... que mi Andréi, se casara, sino que, además, él jamás me había dicho una palabra. ¿Es que no confiaba en mí? Y pensar que había tenido que enterarme de aquello por mi padre...

Abandoné la casa a toda velocidad, acuciado por la urgencia de hablarle. ¿Dónde podría localizarlo? No estaba en nuestro santuario, ni en los alrededores. Acompañado de los perros, me acerqué hasta la linde del bosque. ¿Debía atreverme a entrar? Mi primo me había avisado de que un par de lugareños imprudentes se habían extraviado aquella semana y era muy importante que yo me mantuviese alejado; y lo decía muy en serio. Consideré volver sobre mis pasos, pero el hormigueo en mi estómago no me permitía estarme quieto. ¿Y si no regresaba hasta la noche? ¿Y si no regresaba aquel día? Solo me adentraría un poco en el camino, y los perros me protegerían. Además, era culpa suya por no haberme hablado de ello... Oh, Andréi...

Caminé durante una hora por una zona que ya conocía, por haberla visitado juntos. A medida que avanzábamos, se hacía más evidente que los perros estaban nerviosos. A pesar de todo aún me sentía a salvo, porque no me había apartado del camino. Lo más probable era que hubiesen olido el rastro de alguna alimaña. Continuamos un buen trecho y la luz comenzó a declinar. Aquello sí que no era bueno y, lo quisiera o no, tendría que dar la vuelta. No estaba tan ciego como para no advertir que arriesgaba el pellejo.

Justo entonces llegué a una bifurcación del camino, y los perros enloquecieron. Olfatearon, ladraron y andaron en círculos; finalmente se esfumaron por aquella pequeña senda que se perdía entre los árboles y los arbustos. Les silbé, sin resultados. Ni gritos ni amenazas lograron que aquellas bestias idiotas obedecieran. Malhumorado, opté por seguirlos, con la esperanza de que hubiesen olido una liebre y no anduvieran lejos. En caso de peligro, razonaba, ni siquiera ellos serían tan estúpidos para correr hacia él, ¿no? Observé que la noche estaba próxima a caer, y los maldije de nuevo mientras me abría paso entre las ramas y me llevaba algún que otro arañazo. Cuando les pusiera las manos encima, razonaba, iba a tenerlos un día sin comer.

Los encontré parados junto a un árbol. Algo en su actitud contuvo la retahíla de insultos que me disponía a lanzarles. En lugar de eso, busqué qué era lo que llamaba su atención, y entonces vi que varios metros más allá había otro perro, uno bastante grande, gris, muy vistoso, que miraba de hito en hito a mis chuchos. Cuando aparecí yo, ni se inmutó. Ya debía haberme olido hacía rato, dada la manera tan imperturbable que tenía de quedarse allí, con los ojos fijos en nosotros.

De repente echó a correr entre los árboles, como un espectro sombrío, sin dejar atrás la más mínima huella. Así que aquello era lo que había atraído a mis bestias... Les grité cuanto se me ocurrió, y ni aun así me siguieron. Mi paciencia estaba a un tris de agotarse. Me dispuse a emprenderla a puntapiés en las posaderas con aquellos desgraciados, pero debieron leerme el pensamiento, ya que agacharon las orejas y salieron despedidos. Yo ya no debía demorarme más. Decidí volver al camino cuando aún quedaba un poco de luz y confiar en que todos regresaríamos a casa sanos y salvos. Entonces alguien me agarró del brazo.

Supongo que la expresión de alivio que debió cruzar mi cara en aquel momento habría hecho reír a cualquiera, pues ese alguien no era otro que Andréi. Sin embargo, tardé pocos segundos en volver a perder el color: la ira en sus ojos era tan intensa, la fuerza con la que me sujetaba era tan desmedida que todo mi cuerpo se retorció en un espasmo de dolor.

¡Te avisé, te avisé bien claro, te ordené que nunca vinieras aquí tú solo! ¡Maldita sea! ¡Ahora...!

Se me echó encima. Desechada una primera impresión de que me rompería el alma a golpes, se hizo evidente que su intención era interponerse entre mí y algo que surgió entre los árboles; en número de tres, para ser exactos. No, ya no los tomé por perros. Aunque nunca había visto un lobo, estaba seguro de que aquellos grandes animales lo eran, con sus pelajes marrones y sus penetrantes ojos anaranjados. Habían desnudado los largos colmillos, y gruñían. Yo dejé de temblar con tanta violencia. Resulta paradójico, ¿verdad?, reaccionar con calma ante la amenaza de tres lobos enormes. Aun así, tenía sentido para mí. Mi primo nos mantendría a salvo y, además... prefería enfrentarme a cualquier cosa antes que a aquella mirada de Andréi.

Las bestias siguieron gruñendo... y él también lo hizo. Sonidos guturales brotaron de su garganta, y no para intimidar a los lobos, sino buscando comunicarse con ellos. No podría explicarlo de otra forma. ¿Era eso lo que hacían los guardabosques con las bestias? Con todo, lo peor aún estaba por llegar. La pesadilla dio comienzo cuando noté las uñas de mi primo clavándoseme en el brazo hasta hacerlo sangrar, cuando se volvió y observé aquel brillo feral en sus ojos, cuando distinguí sus largos colmillos creciendo al doble de su tamaño y oí ese siseo estrangulado: «¡Corre!». Yo había sido un imprudente, mas no era un cobarde. No iba a dejarlo solo enfrentándose al peligro, y nada habría podido obligarme a obedecerlo en eso. Nada, excepto...

Su cuerpo creció, se cubrió de pelo; sus ropas se hicieron pedazos, incapaces de contener aquella masa que se desbordaba; su cabeza se hundió entre unos hombros prodigiosamente anchos; sus manos se volvieron enormes garras de uñas temibles; la articulación de sus rodillas mudó, como la de un cuadrúpedo... Es increíble la cantidad de detalles que puede apreciar el cerebro aun estando bajo presión. Allí estaba yo, paseando la vista por el pelaje grisáceo de aquella bestia humanoide de tres metros en la que había mutado Andréi, cuando debiera haber echado a correr por mi vida. Por otro lado, ¿qué más podía hacer? El terror y la incredulidad me habían clavado en el sitio. Por el rabillo del ojo vi que los lobos también estaban aumentando de tamaño.

Aquella criatura se volvió de nuevo. Al ver en lo que se había convertido el rostro de mi primo, la sangre se me heló en las venas. No existía semejanza alguna entre una cara humana y aquello. En el momento en que sus enormes fauces se inclinaron sobre mí y volvieron a gritar «¡corre!», con una voz más cercana a un aullido que a otra cosa... el terror que hasta entonces me había paralizado me dotó de alas. Corrí, corrí siguiendo la senda por donde había venido, sin saber qué santo, espíritu o ser sobrenatural había concedido a mis pies la gracia de elegir la dirección correcta. No volví la vista atrás, pero oí sonidos de lucha y comprendí que lo que había sido Andréi se estaba lanzando contra aquellas bestias.

Corrí todo el camino hasta casa. Cuando llegué, me encerré en mi habitación. Los pulmones me ardían tanto que apenas podía respirar, que creí que moriría ahogado justo en ese momento. Aun así, el sonido de mis desesperados esfuerzos por tomar aire no fue capaz de acallar el estruendo de los latidos de mi corazón. No recuerdo gran cosa, salvo que me abracé las rodillas y me hice un ovillo, aterrado por la idea de que una de aquellos engendros entrase por la puerta y me sacase el corazón entre jirones de carne y chorros de sangre. Esa noche no dormí, ni pude dejar de temblar.

Al amanecer me metí en la cama y me negué a salir de ella. Debía estar febril y sin duda presentaba un aspecto lamentable, porque mi padre me dejó en paz. No probé bocado, y me pasé las horas paseando la vista, nervioso, desde la ventana a la puerta. ¿Qué le había pasado a Andréi? ¿Se había apoderado de él un espíritu malvado? ¿Un demonio?¿Un oboroten, un hombre lobo? Nunca había tenido ningún contacto con lo sobrenatural. Era vagamente consciente de que nuestro sacerdote, en la iglesia, siempre nos avisaba de que debíamos guardarnos bien del maligno. ¿El demonio había venido a tentarme encarnado en la persona de mi primo? ¿Pretendía devorar mi alma?

La fiebre me hizo delirar durante el resto del día. Al caer la noche, cuando me asaltó la enésima pesadilla a pesar de mis ojos abiertos, salí de la cama sin molestarme en librarme de mis ropas empapadas en sudor, me deslicé fuera de la casa y eché a andar. Había tomado una decisión. Ya no me importaba si Andréi era el diablo, un espíritu o el heraldo de Baba Yaga en persona. Allá en el bosque se había interpuesto entre aquellas bestias y yo. Lo conocía desde que era un crío, había sido mi primer amigo, mi primer... mi primer y único amante. Tal vez había una explicación lógica, tal vez había sido un sueño, una pesadilla. Tenía que enfrentarlo y despejar mis recelos.

Llegué al santuario y me paré en seco ante la puerta abierta. Diseminadas en el camino, había gotas de un oscuro color rojo. Contuve la respiración, di un pequeño paso, y luego otro. Finalmente me asomé al interior de la habitación. Andréi estaba allí, acurrucado en una esquina, desnudo y cubierto de sangre seca. Lo contemplé en silencio. Él me devolvió la mirada, sus grandes ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Me di la vuelta muy despacio.

Por favor... Por favor, Tosha, no te vayas —me pidió, con voz suplicante.

Espera, voy a buscar algo para limpiarte.

Y fue lo que hice, así de sencillo. Corrí hacia la casa, tomé algunos paños limpios, aguja, hilo y ropas y volví al santuario, donde mi primo me esperaba, ansioso. Respiró aliviado cuando crucé la puerta, sus mejillas recobraron un poco de color. Me arrodillé junto a él y lo obligué a apartar las piernas y los brazos. Estaba cubierto de heridas, la más horrenda de las cuales era una enorme marca de garras que le cruzaba el vientre de lado a lado. Ya no sangraba, pero aún estaba abierta. Tragué saliva, agarré una botella de vodka y limpié con él los garrazos. Él apretó los dientes para aguantar el dolor.

Creí que no querrías volver a verme nunca más —dijo.

Yo tomé aguja e hilo, sin pronunciar palabra, y me dispuse a coser aquellos enormes surcos. Aunque no había aprendido con seres que respiraran y se movieran, era diestro en el arte de la costura. Para mi sorpresa, él me detuvo.

No. Para los míos, las cicatrices son motivo de orgullo.

Te lo han hecho por mi culpa. —Tragué saliva de nuevo, aguantándome las ganas de gimotear—. Siempre que las veas...

Siempre que las vea recordaré que, gracias a que las llevo, la persona que más me importa no ha sufrido ningún daño.

Lo miré. Sus ojos de color avellana eran iguales, no habían cambiado. Él alzó la mano tímidamente, indeciso sobre si debía atreverse a tocarme. Yo no me moví, solo di un respingo cuando la posó en mi mejilla.

No fue un sueño, ¿no? —pregunté, armándome de valor—. En el bosque... Aquello pasó de verdad, ¿no es cierto?

Sí.

¿Eres...? ¿Qué eres, Andréi?

Garou.

Me contó la que para mí fue la historia más increíble que había oído en mi vida. Que era lo que el folklore llamaba oboroten, un hombre lobo, o Garou, el nombre empleado por ellos mismos. Que era una condición adquirida por nacimiento, y en absoluto tal cual lo contaban aquellas supersticiones de mordiscos infectados, rituales bajo la luna y demás supercherías. La familia de mi madre tenía sangre de hombres lobo, quién lo creería. Yo, por todos los Antediluvianos, pertenecía a una familia de aquellos seres... aunque la herencia no era transmitida a todos los individuos, apenas a unos pocos. Y esos pocos, como mi primo, poseían la habilidad de mudar de aspecto, desde un lobo a esa monstruosa bestia en la que él se había metamorfoseado, y ostentaban otros dones especiales. Estaba asustado, y herido, porque Andréi nunca me había contado nada.

Deseaba hacerlo, Tosha, de veras que lo deseaba. Pero mi gente, mi manada, no me lo permitía, pues tú no perteneces a nuestro mundo, sino al de tu padre, y él es un humano normal, como Lyuba. Además, tenía tanto miedo de perderte... Por favor, Tosha, perdóname y confía en mí. Yo nunca te haría daño, antes me arrancaría el corazón. Todo se me vino encima cuando te vi en el bosque, pues sabía que ellos acechaban. Temí que te hiciesen daño, que no pudieses soportar ser testigo de mi... transformación. Me arrastré hasta aquí con el único deseo de estar en un lugar con tu olor. Nunca soñé que... —Sus dedos se sumergieron en mis cabellos, su voz se volvió expectante—. ¿Puedo abrigar esperanzas? ¿Puedo concebir la loca idea de que no vas a rehuirme? Mi vida está en tus manos. Te lo ruego, haré lo que tú quieras, Tosha, cualquier cosa que me pidas...

La importancia que concedemos a veces a las cosas es tan relativa... Mi primo me suplicaba que aceptara el hecho de que era un hombre lobo, ¿y qué tenía yo presente, entre tanto? Que me había salvado la vida. Que me quería y, de la misma forma, yo lo amaba a él. Que a pesar de aquella descabellada historia, él seguía siendo el mismo... Pero también pensaba que no confiaba en mí lo suficiente. ¿No es gracioso? Podía perdonarle que se estirara hasta los tres metros de altura y le crecieran el pelo y las garras, pero no que me ocultara que su familia le buscaba una esposa.

No me mordí la lengua. Le dije que tenía demasiadas cosas que considerar, y él, demasiadas explicaciones que darme. Me juró solemnemente que respondería a todas mis preguntas. Había tal ansiedad, tantas esperanzas depositadas en sus promesas que no pude evitar sentirme conmovido. Entonces le solté a bocajarro que su familia nunca aceptaría nuestra relación, ya que deseaban casarlo cuanto antes. Se quedó lívido.

Es cierto —admitió—, es cierto que me han presionado para que lo haga. Sin embargo, no te han contado toda la historia, Tosha. Protegeré a los míos y a nuestra tierra, he dado mi palabra. Honraré nuestros ritos, permaneceré leal a mi gente. A cambio, jamás aceptaré una esposa, y si he de sufrir cualquier castigo por ello, incluso el destierro, lo haré con placer. Mientras ambos vivamos solo podrá haber una persona para mí, y esa persona... eres tú.

Un escalofrío me bajó por la columna vertebral. Me incliné sobre él, con cuidado de no reabrir sus heridas. Anhelaba tocarlo, abrazarlo, besarlo... y no me atrevía.

Él sí se atrevió. Tiró de mi nuca y plantó sus labios en los míos; su beso, tan suave, tenía un ligero gusto metálico.






Las cosas no volvieron a la normalidad con tanta facilidad, todo hay que decirlo. Por más que estuviese dispuesto a admitir aquella particularidad de Andréi y la inesperada revelación sobre mi familia, no podía evitar estremecerme cuando sentía sus manos sobre mí. Aún estaba aterrorizado de esa criatura en la que lo había visto convertirse. Él lo sabía y, aunque le dolía, procuraba mantener las distancias y dejar que fuera yo quien las acortase poco a poco, dando las gracias al Creador, a los santos, a la Madre Tierra y a quienquiera que elevase sus oraciones porque yo no había huido de él.

Cumplió su palabra, me enseñó todo lo que pudo sobre los Garou. Su familia nunca llegó a ser amigable conmigo, y no tanto por el hecho de que desconfiaban de mi discreción, como por la sospecha —totalmente fundada— de que yo era la causa de que Andréi no siguiera los pasos de sus hermanos. Solo su tío me dedicaba algún que otro saludo. Era un hombretón que me intimidaba, igual de grande que mi primo y asimismo un hombre lobo. De hecho, era a él a quien había visto en el bosque, aquel imponente perro gris que había salido corriendo; a buscar al resto de su manada, según supe más tarde.

A pesar de sus heridas, mi primo debía continuar sus tareas de protector. Yo no lo entendía muy bien. Si aquellos tres seres del bosque eran hombres lobo igual que él, ¿por qué nos habían atacado? ¿Acaso los Garou estaban en guerra unos con otros? Andréi dijo que eso era cierto en bastantes casos y que, a veces, había derramamiento de sangre entre miembros de diferentes tribus, pero que el motivo por el que los hombres lobo extranjeros pretendían atacarme era diferente: habían olido las huellas del oficio de mi padre en mí y aquello los había puesto más nerviosos de lo que estaban. Me habría reído si no hubiese sido aterrador.

Los forasteros se habían adentrado en el territorio de mis parientes persiguiendo a un grupo de vampiros. Sí, la noticia de que existían otras criaturas sobrenaturales cayó sobre mí para añadir más confusión a mi ya embarullado cerebro. Los vampiros, me explicó Andréi, eran inhumanos y peligrosos, y los de la calaña de ese grupo, aún más. Ser infectado con su sangre era para un Garou un destino mucho peor que la muerte. El bosque, peligroso en condiciones normales, se había vuelto prohibitivo para mí con aquellas sanguijuelas rondando por él. Me dijo que no debía aventurarme ni tan siquiera a nuestro santuario. Y así lo hice, por más que me resultase insoportable recordar que yo estaba encerrado en casa y él ahí fuera, exponiéndose a aquella locura. Dí vueltas dentro de sus muros como un animal enjaulado; maldije más que nunca mi cuerpo débil e inútil; maldije que la sangre de mis parientes, la cual corría por mis venas, no fuese más potente...

Una noticia vino a distraerme de todo eso, y no precisamente buena: el vientre de Lyuba había comenzado a hincharse. Alguna vez alcancé a oír los murmullos de las mujeres en la cocina, especulando quién sería el padre, y yo, que estaba al corriente, debía componer un rostro impasible y pretender que no sabía nada. Me admiraba la sangre fría de Padre, cuyo comportamiento sosegado nunca reveló la verdad a nadie. A nadie, menos a mí.



Cierta noche mi padre me confió que alguien del pueblo había visto a unos vagabundos cerca del antiguo secadero. Dado que solo estaba yo en la casa, me dijo, y Lyuba se encontraba enferma, ¿podría ir a echar un vistazo? Aunque no me apasionaba la idea de desobedecer a Andréi, tampoco podía discutir con Padre, así que suspiré, tomé una lámpara y un hacha y salí con pies ligeros, resuelto a volver lo antes posible.

Había luna llena. En el silencio de la noche, una débil claridad se filtraba bajo la puerta del santuario. Tragué saliva. Serían aquellos vagabundos de los que había hablado mi padre... o quizá Andréi, adecentándose después de un día en el bosque. Me devané los sesos decidiendo qué hacer. ¿Echar una ojeada? ¿Ir por ayuda? ¿Qué habría hecho mi primo? Habría entrado, sin duda. Pero él podría medirse con una manada de lobos, si quisiera, y tú no eres más que un crío debilucho, decía una voz en mi mente. Y entonces, ¿qué? ¿Te esconderás tras él toda tu vida? Sé un hombre y entra ahí, solo son unos vagabundos, decía otra voz. Yo ya había dejado la lámpara en el suelo y sujetaba el tirador de la puerta. Empujé.

Cuatro rostros estaban vueltos hacia mí cuando escudriñé la habitación; tres, mejor dicho, pues uno de ellos estaba encapuchado. Sí que aparentaban ser unos desarrapados corrientes que habían forzado la puerta, habían encendido un fuego y se habían sentado en torno, a una distancia prudencial. Uno de ellos era un jovencito muy guapo, cuyos ojos rasgados delataban que procedía del este; otro era un hombre de mediana edad, con algunas hebras grises en las sienes; el tercero era moreno y muy delgado; del encapuchado no pude distinguir nada, salvo que se había instalado en el asiento de la piel de conejo, donde Andréi y yo solíamos... Aquello me enfureció. Sosteniendo el hacha con fuerza, me dispuse a decirles que aquello era una propiedad privada y que debían marcharse.

Alguien me arrebató el arma y cerró la puerta de golpe a mis espaldas, alguien a quien no había visto hasta entonces. Me giré, sorprendido, y me topé con una mujer joven que me miraba desde las sombras y jugueteaba con mi hacha como si fuese un palito. De repente, ya no me sentí tan valiente: eran cinco, y aquella chica me había desarmado con pasmosa facilidad. Lo peor fue que, al tratar de recuperar lo que me pertenecía, alguien más me agarró el brazo. El tipo moreno, que hasta hacía un segundo estaba sentado cerca del fuego, se había colocado a mi altura.

Mirad qué regalito nos han dejado en la entrada —dijo la mujer, con voz burlona—. ¿El desayuno?

A duras penas llegará para todos, pero es un comienzo —contestó el tipo que me retenía, haciendo gala de una fuerza desproporcionada para su complexión—. Y venía armado, como un gallito peleón.

Sería una lástima que no nos divirtiésemos un poco con él antes de comer —aportó el de más edad—. Fijaos en esos ojos color miel tan bonitos. Quiero verlos más de cerca.

Traedlo aquí —ordenó el encapuchado, con la voz más profunda y extraña que pudiera imaginar.

El moreno obedeció a su compañero y me arrastró hacia allí. Poco pude hacer para evitar que me pusiese de rodillas y me clavase en el sitio con aquel par de brazos flacos y férreos, ni para huir de la mano del encapuchado, que atenazaba mi barbilla. Aquella... cosa tenía muy poco de humana: era más bien una garra, de dedos largos y delgados y uñas negras y enormes, igual de afiladas que las de un ave rapaz. Lo más estremecedor era la hilera de púas que surcaban su envés, desde los dedos hasta la muñeca, y se perdían dentro de la manga de su túnica. Para que esas uñas horribles no se clavaran en mi carne me obligué a quedarme quieto, preguntándome cómo había sido tan estúpido. Rogando para que Andréi no andara lejos.

Aquel ser se bajó la capucha. Si hasta entonces había creído que estaba asustado...

Porque tampoco quedaba humanidad en su rostro. Ni un pelo crecía en él. En vez de eso, más púas gruesas surcaban su cráneo pelado, bajando por su frente hasta el puente de su... de lo que fuera que tuviese por nariz. Carecía de orejas y ojos eran esferas completamente negras; a pesar de la falta de pupilas, sabía que me estaban atravesando. Su piel era violácea, y sus dientes... Oh, aquellos dientes de tiburón, con colmillos tan prominentes que dudo que pudiese mantener la boca cerrada, me hicieron temblar. ¿Ese... monstruo era un vampiro? ¿Y por qué sus compañeros parecían normales? ¿Y qué demonios importaba? Iba a morir. Iba a morir si no ocurría un milagro.

Tu rostro es muy hermoso, aunque podría mejorarse —susurró aquella criatura, cuyo sexo jamás habría podido identificar. Incluso su voz sonaba equívoca e inhumana—. ¿No sería un desperdicio que cerrásemos esos bonitos ojos para siempre? ¿Qué te pasa, muchacho? ¿Tienes miedo de mí? ¿No te parezco una belleza, a mi manera?

Se calló de repente. Algo del exterior atrajo su atención; la de él, y la de todos los demás. El tipo moreno que me sujetaba me lanzó volando contra una de las paredes de la habitación, mientras el resto se colocaba en posición de alerta. Aterricé sobre un costado. La cabeza me dio vueltas.

Una fuerza increíble desprendió la puerta del marco y la impulsó hacia el interior del cuarto. Algo bloqueó la entrada, algo enorme... Sin previo aviso, el techo se hundió, y otra de aquellas grandes bestias cayó sobre el chico de rasgos mongoles. El tipo de más edad clavó sus grandes colmillos en el hombro peludo de la criatura, que aulló de una forma capaz de poner los pelos de punta a cualquiera. Aún otra de aquellas pesadillas gigantescas se coló por el agujero del techo. Vi al tipo moreno salir despedido y aterrizar sobre la chimenea, chillando. Pero lo más dantesco fue lo que hizo el vampiro de las púas: se licuó en un charco de sangre, roja y viscosa, y se coló entre las grietas del suelo, abandonando la túnica oscura tras de sí. Después me sumí en el piadoso letargo de la inconsciencia, gracias a todos los santos, y no vi nada más.

Cuando desperté estaba en el bosque, junto a un riachuelo que cruzaba cerca del linde. ¿Cómo había llegado hasta allí? La respuesta a mi pregunta me llegó bajo la forma de Andréi, inclinado sobre mí. Me estaba quitando la ropa sin ninguna ceremonia y examinaba cada parte de mi cuerpo que iba quedando expuesta. No comprendía qué esperaba ver en la noche, por más que la luna fuese brillante. Iba a protestar, mas cuando reparé en su rostro ceñudo y sus mandíbulas apretadas, la queja se me agarrotó en la garganta.

Tras concluir la inspección a mi cuerpo desnudo, me asió por la barbilla y me preguntó, con los ojos llenos de ira:

¿Has tragado sangre de esas sanguijuelas? ¿Aunque sea una gota? No me mientas, Anton.

Sacudí la cabeza negativamente, asustado. Acababa de pasar por semejante prueba y mi primo me sometía a aquel trato. Comprendí que estaría furioso por no haberle hecho caso, pero, ¿es que no oía cómo me latía el corazón? Me olfateó y torció el rostro en una mueca de contrariedad.

Apestas a escoria no muerta.

Acto seguido, me lanzó al agua helada. Cuando reaparecí, boqueando y temblando de frío, me agarró por el hombro, tiró hacia la orilla y me sacudió.

Te dije que te quedaras en casa, donde siempre hay una de los nuestros vigilando. ¿Es que no comprendes que si hubiésemos llegado un minuto más tarde...?

Padre me ordenó que fuera a comprobar si... —comencé, con un hilo de voz—. Lo siento.

Reparé entonces en que él también estaba desnudo. Andréi había sido uno de los enormes seres... de los Garou que habían atacado a los vampiros. Debía estar agradecido porque no tenía más que un par de rasguños sin importancia. En cuanto a las lesiones viejas, estaban curadas por completo; tan solo el garrazo de su vientre había dejado grandes cicatrices. Me mordí el labio, recordando por qué estaban ahí. Andréi me miró, sin decirme nada más, aunque sus ojos hablaban con más claridad que cualquier recriminación que pudiese hacerme. Finalmente me soltó.

Salí del agua y me abracé las rodillas, temblando. Andréi decidió que también necesitaba un baño, tomó mi lugar en la corriente de agua y se sumergió por completo. Al emerger, sus cabellos salpicando agua en todas direcciones, tuve la suficiente presencia de ánimo para observarlo de reojo y apreciar la belleza de aquel cuerpo húmedo que brillaba bajo la luz de la luna. Lo cierto era que no habíamos compartido intimidad desde el episodio en el bosque. Yo había tenido miedo, tanto de abrir sus heridas como, no voy a negarlo, de lo que era. Pero ya estaba curado, y yo era joven y... seguía deseándolo.

Él notó mi mirada. La suya se volvió hambrienta de golpe, como si hubiera estado esperando a que yo le hiciera una señal. Me agarró las muñecas, separándolas de mis rodillas, y tiró de mis piernas hacia sí. Salió del agua con un salto poderoso y se instaló entre ellas, apoyando los brazos junto a mis costados. Su cuerpo, su rostro tan próximo, su aliento, mi propia lujuria... hicieron que entrase en calor tan pronto que me olvidé de que estaba desnudo y empapado junto a un río en medio de un bosque. Andréi me besó. No tardó mucho en echarse sobre mi pecho, apoderarse de mis nalgas, alzarlas y separarlas para poder acceder al camino que le había sido negado durante mucho tiempo. Me penetró de golpe y empujó con brusquedad; habría gritado si sus labios no hubiesen estado amordazando los míos. Yo aún no lo sabía, pero... era difícil liberarse del influjo de la luna llena.

Aflojó el ritmo. Sus movimientos, mucho más gentiles, delataban que había recuperado el control. Dejó ir mis labios y depositó un suave beso en ellos, a modo de disculpa. Eh cuanto a mí, todo lo que podía hacer era gemir de placer, abrazarlo, tirar de la larga melena y pegar su cuerpo al mío. Ángeles del cielo, demonios del inframundo... Cuánto lo había echado de menos.




 

Aquel vampiro monstruoso que se había fundido en un charco de sangre había escapado. Mi primo vino a darme la noticia a la noche siguiente, después de una intensa jornada de persecución. Su visita fue muy propicia para volver a explicarle a Padre por qué el antiguo secadero se había convertido en una ruina. Solo me atreví a volver allí a plena luz del día, y acompañado. Para mí fue muy duro contemplar el estado en el que había quedado nuestro santuario, la habitación donde habíamos compartido tantas noches, el asiento con la piel de conejo. Ya nunca sería lo mismo, no después de lo que había pasado. Él me puso una mano en el hombro y me susurró que pronto dispondríamos de otro santuario, que no debía importarnos y que, de hecho, la noche junto al riachuelo había sido la más placentera que recordaba en siglos. Yo le contesté que aquello no tenía nada de especial, dado que habían pasado siglos desde la última vez que lo habíamos hecho. Nos reímos, no sin cierto temor por mi parte. La criatura de ojos como el abismo aún andaba suelta.



Pasaron algunas semanas. A medida que el embarazo de Lyuba progresaba, Padre se separaba menos de ella. Recayó en mí, en gran medida, la responsabilidad del negocio familiar, así que hube de visitar el pueblo más a menudo. Andréi, preocupado por mi seguridad, me acompañaba en la mayoría de las ocasiones. Una tarde, al disponernos a volver a casa, uno de sus parientes se acercó y le comunicó que tenían un pequeño asunto familiar que solucionar. Él me permitió adelantarme, no sin advertirme que no me demorara en el camino y que lo esperase a puerta cerrada.

La vuelta transcurrió sin incidentes. Ya hacía rato que había anochecido, y todo estaba tranquilo. Mandé al carretero a ocuparse del caballo y yo entré en la casa. No salió nadie a recibirme. Supuse que Padre estaría con mi medio hermana y las mujeres no habrían perdido la oportunidad de holgazanear un poco. Me quité el zipun y me acerqué a la cocina. Había un puchero en el fuego pero no se veía a nadie por allí. Extraño... ¿Se habría sentido Lyuba enferma y estarían atendiéndola? Con lo ruidosas que eran las sirvientas, la falta de gritos e imprecaciones contradecía mi conjetura. De todas formas, me acerqué a su cuarto a mirar.

Arriba todo seguía silencioso y a oscuras, salvo por la luz en el cuarto de Lyuba. La puerta estaba abierta, así que no me molesté en anunciar mi presencia. Apenas crucé el umbral, tuve que detenerme en seco.

Las mujeres estaban allí, tiradas en el suelo, en una posición tan poco natural que me espantó. Unas heridas apenas ensangrentadas en el cuello y las muñecas delataban el método con el que las habían atacado. Y eso no fue lo peor. Sentado muy erguido en una silla, como si contemplara el espectáculo, estaba Serguéi, mi padre. De nuevo sus heridas eran pequeñas y había poca sangre, pero también estaba muerto, con los ojos vidriosos y desencajados abiertos, fijos en el vacío. Sé que fui un imbécil, sé que tuve que haber echado a correr en ese instante... y no lo hice. Tuve la insensatez de acercarme al cuerpo de Padre, de tocarlo, de comprobar que no respiraba. De cerrarle los ojos.

Ojalá hubiese intentado huir. Me habría librado de contemplar lo que había más allá del cuerpo de mi padre, en la habitación contigua, y de las pesadillas que me acosaron durante años.

Lyuba estaba allí. A diferencia de los demás, era más que obvio que estaba muerta, pues descansaba en un horrible charco de sangre. Su piel pálida, exánime, estaba teñida de rojo, sus ojos congelados en una mirada de terror. Las heridas del cuello eran tan salvajes que daba la impresión de que una manada de animales rabiosos se hubiesen cebado en ella. Ojalá no hubiera bajado la vista, ojalá me hubiera detenido ahí... La manera en que su asesino había sacado a su bebé de su cuerpo... Lo que había hecho con la pobre criatura... Aquello... aquello...

A punto de desmayarme, sentí la tenaza de una garra por detrás, con uñas enormes que se clavaban en mi carne. Aquella insólita voz que no había podido olvidar susurró junto a mi oído:

Te saludo de nuevo, muchacho, llegas a tiempo para la fiesta. Aunque ya me he saciado, creo que aún me queda hueco para un poco más. No te preocupes: dolerá, pero será un dolor exquisito...

Y dicho esto, clavó los dientes en mi cuello. Mintió; fue doloroso, doloroso hasta el punto de que me hizo gritar. Él se ocupó de que fuera así, él sabía bien cómo tenía que hacerlo para que la agonía fuese brutal y sacudiese todo mi cuerpo, para que ningún desvanecimiento piadoso pudiese aliviarla. Oh, ahora sé bien que era un experto. Al final, cuando ya me sentía morir, noté un gusto peculiar en la boca; el sabor de la sangre.

La criatura me liberó bruscamente y me dejó caer al suelo. A partir de ahí apenas tengo recuerdos, tan solo jirones de imágenes, retazos de sonidos y palabras; gruñidos y aullidos que me parecieron muy lejanos, a pesar de que debían sonar en aquella misma habitación; revuelo de lucha; salpicaduras de algo cálido y viscoso; y el dolor, ese dolor cruel que se retorcía dentro de mí. Recuerdo un silencio repentino y alguien que llamaba mi nombre en la distancia, con desesperación...

...Mordido, Andréi... Tarde... Tragado sangre... —Mis oídos captaban palabras sueltas pronunciadas por una voz conocida—. Tú lo sabes... Matarlo...

El desvanecimiento piadoso llegó en el momento más poco propicio.







Abrí los ojos de golpe en algún lugar desconocido —una cueva o gruta—, cuyas desnudas paredes de roca a duras penas iluminaba una lámpara de aceite. Miré mi propio cuerpo, la sangre seca que cubría mis ropas. El hedor que despedía me alcanzó la nariz, haciéndome sentir enfermo, y no por el olor, en realidad, sino por el hambre, por el enorme vacío de mi estómago, tan intenso que hube de llevarme las manos al vientre y apretar los dientes. Y entonces me di cuenta de que me había clavado mis propios colmillos en el labio. Alcé las manos, los toqué y eran...

Ya adivináis lo que sentía en aquel momento: estaba palpando la longitud de mis enormes colmillos, y estaba aterrorizado. Me miré los dedos, vi unas gotas de sangre en ellos, y todo lo que deseé... fue lamerlos. Y así lo hice. El sabor de mi propia sangre me hacía morir de deseo.

Alguien entró en la cámara de roca. Mi esperanza de que fuese Andréi se truncó al distinguir la alta figura de su tío; a él pertenecía aquella voz familiar que había oído en mi delirio.

¿Andréi? ¿Dónde está Andréi? —pregunté, asombrado por el extraño timbre de mis palabras.

No va a venir. —Pasó por alto mi alarma y continuó hablando—. Escucha, Anton, escucha lo que voy a decirte, nunca en tu vida te habrán revelado algo más importante. Esa sanguijuela te mordió. ¿Sabes lo que sucede cuando un vampiro te muerde hasta el borde de la muerte? Sí que lo sabes, Andréi te lo habrá contado. ¿Y sabes qué pasa si el vampiro te alimenta entonces con su propia sangre?

Asentí muy despacio, notando cómo me quedaba sin respiración. ¿No es gracioso? ¿Yo, que carecía de aliento que perder? Si no hubiera estado helado ya, también habría experimentado cómo se enfriaba mi cuerpo.

Nosotros, los Garou —continuó—, somos enemigos de los vampiros, porque ellos lo son de todas las criaturas vivas. Convertirse en uno es una de las peores maldiciones que pueden caer sobre nosotros. Hubiera sido mejor para ti que estuvieses muerto. Te habría matado yo mismo, y habría sido un acto misericordioso.

»Pero Andréi no me dejó hacerlo. Ofreció su vida a la entera disposición de nuestra tribu si perdonaba la tuya. Me lo suplicó. Nosotros creíamos, muchacho, que en cierta forma lo habíamos perdido cuando puso los ojos en ti. No soy un ingenuo, sé muy bien lo que había entre vosotros.

¿Lo que había? Oh, por todos los santos, ¿por qué utilizaba el pasado al hablar, pensaba yo entonces? Andréi... ¿dónde estabas?

Dejarte vivir a cambio de recuperarlo a él me pareció un acuerdo justo. Lo conozco, sé bien que habría sido capaz de dejarse morir si no hubiese accedido, y mi sobrino es muy querido para mí. Esto me traerá graves problemas con los míos, pero no veo qué otra cosa puedo hacer.

»No mires a la entrada, no va a venir. Eres un vampiro recién nacido, quién sabe qué locuras podrías cometer. Podrías intentar morderlo, y él podría dejarse... No voy a arriesgarme a eso.

»Seré sincero, no tienes muchas posibilidades de sobrevivir sin un mentor y abandonarte a tu suerte sería casi como condenarte a muerte, así que te dejaré cerca de algún lugar donde habiten los tuyos, donde habite el maldito clan de esa sanguijuela que has tenido la desgracia de que te mordiese. Tendrás que arreglártelas y tendrás que alejarte de aquí, Anton. Ahora elijo perdonarte la vida, pero si te acercas a Andréi puedo elegir acabar con ella. Si algunas vez lo apreciaste, harás lo que te pido, y os ahorraréis sufrimientos los dos.

Creo que no seguí escuchando. ¿Marcharme? ¿A llevar una existencia que se me antojaba horrible? Y, sobre todo, ¿lejos de él? ¿Por qué no me mataba ya? ¿Qué sentido tenía lo que me proponía? Andréi... Mi Andréi...




Permití que procediese tal cual lo había planeado. No quería acabar con mi existencia; no, si con ello evitaba que Andréi aborreciese la suya. Yo quería que viviera. No me importaba ser un maldito engendro del demonio si sabía que él continuaba existiendo en algún lugar, bajo el mismo cielo que yo. Quizás, incluso, pensara en mí de tanto en tanto. Quizá me recordara con afecto, como el Tosha que había sido.

Pensaba, además, que era muy probable que no sobreviviera a aquella prueba. En esa época, en ese lugar, los míos eran aún más brutales de lo que pueden llegar a serlo ahora. Pero sobreviví. Me uní a un grupo de nómadas, uno de los cuales era de mi estirpe, del clan al que pertenecía mi hacedor. Me enseñó todo lo que debía saber, me dio todo lo que necesitaba.

Salvo una razón para seguir. El tiempo transcurre de una manera distinta cuando eres un inmortal. Y cuando eres uno joven, cuando precisas cada minuto de cada noche para aprender a permanecer vivo y cuerdo, lo hace aún más insólitamente. Yo, lo confieso, sentí curiosidad por muchas de las cosas que descubrí en aquellos años, y padecí repugnancia por otras que me vi obligado a hacer. Lo que quiero decir es que me mantuve ocupado, activo. No me eché en el camino a esperar a que saliera el sol. Peleé, pateé, mordí.

Lo hice por él. Abrigaba la esperanza, diminuta, pero real, de que algún día volvería a verlo. Soñaba con que me mirara, con que pronunciara mi nombre. Anhelaba que no me hubiese olvidado.

En veinte años, a pesar de la pesadilla en la que se había convertido mi existencia, mis sentimientos hacia él no se diluyeron. Y entonces... aproveché una oportunidad de dejar a mi propia manada y volver al pueblo, a Arzamás, el único lugar del mundo en donde podía echarme a dormir directamente en la tierra, esa bendita tierra que me vio nacer.

Fui muy cauteloso, creedme, había aprendido bien a controlar los nuevos poderes que me permitían modelar la carne. Asumí una identidad diferente y, aunque no esperaba engañar a un hombre lobo sobre mi auténtica naturaleza, procuré guardar las distancias. Solo quería tener la ocasión de contemplarlo, aun de lejos.

Y la tuve... Por Caín que la tuve. Lo reconocí en seguida, a pesar de que los años habían hecho mella en él. En su rostro habían aparecido arrugas, en sus sienes, hebras plateadas, y junto a las viejas cicatrices ostentaba otras nuevas. Era él, inconfundible: alto, imponente, atractivo... Andréi.

Si alguna vez, en todo aquel tiempo, lamenté con todas mis fuerzas que mi corazón ya no palpitara, fue en ese momento, en ese preciso instante en que lo vi.



Hice averiguaciones. Alguien me contó que seguía dedicándose a la misma tarea de siempre, que estaba casado —Andréi, casado—, que tenía varios hijos... La confirmación, no por esperada, dejó de ser un mazazo para mí. Aguanté, no obstante, con todo el estoicismo que logré reunir. Lo seguí, desde lejos, hasta un lugar más apartado. Decidí entonces que no me acercaría a él, que no le revelaría quién era yo. No iba a turbar su vida con mi intromisión.

Pero se volvió. Se volvió y me identificó como lo que era, un vampiro, uno de esos seres que él odiaba. No tenía forma de saber quién era, porque había modelado mi carne y adoptado otra apariencia. No podía recordar mi olor, porque hacía mucho que había dejado de ser un humano. El creyó que era... eso, un enemigo, y se abalanzó sobre mí, me agarró por el cuello y me clavó al tronco de un árbol. Debería dejar que me matase, pensaba, que pusiese fin a mi tormento. Él continuaría con su vida y yo... iría a arder en el infierno, o me purificaría en el purgatorio si tenía la suerte de caer en las manos de una deidad piadosa. Sin embargo, fui débil. Si había seguido adelante todos aquellos años se debía a mi esperanza de volver a oírlo pronunciar mi nombre.

Andréi —susurré—. Andréi, soy yo. —Sus manos apretaron con más fuerza, temiendo que fuese a emplear algún truco—. Soy yo, Tosha.

Se congeló al instante y me miró con incredulidad, pues había recobrado mi antigua voz, había modelado mi carne y mi apariencia había vuelto a ser la misma que él había conocido, la misma que recordaba de aquel muchacho de veinte años atrás.

No es ningún truco, Andréi, soy yo. Lo siento.

¿Anton? ¿Tosha? —Aún no se lo creía—. ¿Eres tú de verdad?

Lo siento —repetí—, solo deseaba verte. Yo... Si me lo pides, me marcharé enseguida. Si lo prefieres, puedes entregarme a los tuyos. O puedes... —Mi tono se convirtió en poco más que un susurro—. O puedes hacer lo que quieras conmigo.

Andréi tragó saliva. Aún no aceptaba que fuera yo, y no algún impostor que estuviese robando sus recuerdos o utilizando alguna otra treta similar. No obstante, me soltó el cuello y me arrastró lejos de allí.

Me arrastró hasta nuestro santuario.

Había reparado el lugar. Esperaba que la cerradura estuviera oxidada, pero la llave giró a la perfección. Entonces imaginé que la habitación sería una ruina, y descubrí que era una copia exacta de lo que había sido cuando nos pertenecía. Incluso había una manta de piel de conejo... Me acerque al asiento, sin pensarlo, y la acaricié. Casi sentía dolor en el pecho, la necesidad de llorar esas lágrimas que ya no tenía. Me volví hacia él...

Andréi sí las tenía. Por primera vez en mi vida, lo vi llorar. Había aceptado quién era, que, de algún modo, había sobrevivido. A pesar de que ya no era humano, a pesar de que ya no era su Tosha, me había reconocido.

Él seguía siendo mi Andréi. Me acerqué, porque no soportaba causarle dolor, y me atreví a deslizar los pulgares sobre sus mejillas. De puntillas, limpié aquella humedad con mis labios. Me abrazó. Pude sentir cómo temblaba al rodear con sus brazos aquella cosa fría, rígida y sin latido que era mi cuerpo y, con todo, no retrocedió. Sus dedos se hundieron en mis cabellos, en mi espalda, en mi cintura, en cada parte de mí con la que entraron en contacto. Yo lo imité. Olía su aroma dulce y familiar, oía su corazón contra mi pecho. Era la sensación más embriagadora que habría podido imaginar, la tentación más increíble que había tenido que vencer.

Mas nunca le habría hecho daño. Sabía que si aventuraba un mordisco, si probaba una gota de su sangre, me arriesgaba a entrar en un estado de frenesí que borraría toda mi cordura y me convertiría en un peligro; así de poderosa es la sangre de un hombre lobo. No, nunca le habría hecho daño. Habría preferido arrancarme la cabeza con mis propias manos. Aquel abrazo debía ser suficiente, más que suficiente. Y había vuelto a oír mi nombre de sus labios. Y él... Él no me había olvidado.

Tosha...

Me besó. ¿Por qué lo dejé hacerlo? Mi beso era frío y seco, y dejaría en su lengua el sabor de la muerte. Oh, Andréi...

No dijo gran cosa. ¿Qué podía decir? Los dos sabíamos lo que sentíamos. Los dos sabíamos que era imposible. «Mientras ambos vivamos solo podrá haber una persona para mí», esas habían sido sus palabras. Y yo ya estaba muerto.



Continuamos viéndonos, conocí a sus hijos. Les enseñó a tolerarme, pues, a pesar de todo, compartíamos la misma sangre.

Lo vi envejecer. Me dolió y sé que a él también, pero no podía mantenerme apartado de su lado.

Lo vi morir. Murió en mis brazos, en aquella misma habitación, en aquel santuario en el que yo, a mis quince años, me había puesto en los suyos por vez primera. Fiel a su palabra, había entregado su vida a su parentela, pero su muerte me la entregó a mí. Fue la única hermosa, la única auténticamente pura e inmaculada que jamás abracé.





Todo está bien ahora, no debéis preocuparos, ya no destilo dolor por esa historia. Ha pasado demasiado tiempo y para mí solo es un recuerdo; el pilar que me sostuvo durante un siglo y mi tesoro más preciado, mas un recuerdo, al fin y al cabo. Lo que sí he de decir es que obtuve algo muy bueno de todo eso: sigo acudiendo a Arzamás, donde siempre he conservado mis raíces. Aún pertenezco allí, aún hay gente que lleva mi sangre.

Los hijos de los hijos de los hijos... de mi Andréi.