Primera parte
Dejadme
que entretenga vuestros ojos, si es que tenéis unos minutos libres.
Hay ocasiones en las que me gusta recordar el pasado, y no porque
encuentre un placer malsano en revivir experiencias amargas, ni
porque piense que cualquier tiempo pretérito fue mejor que la época
que nos ha tocado vivir. Pretendo que esta sea, simplemente, la
narración fiel y desapasionada —lo más desapasionada que puedo
permitirme— de los días en que aún disfrutaba del sol. Puede que
mi piel haya olvidado la luz y el calor, pero hay otras cosas que se
han quedado grabadas en mi memoria y no me sería posible
desterrarlas de ahí.
Nací
en el otoño de 1633. Fui el fruto de un momento de pasión invernal,
aunque en el lugar donde me crié cualquier momento del año era
bueno para acurrucarse bajo las mantas. Todos los recuerdos de mi
infancia transcurren en el mismo lugar, una ciudad llamada Arzamás,
a unos cuatrocientos kilómetros al este de Moscú. Por entonces era
un pequeño pueblo sin importancia que ni yo conocía bien, pues no
solía visitar más que la iglesia. Mi familia era dueña de una gran
casa aislada por una arboleda. No éramos ricos, pero mi bisabuelo
paterno había emprendido un próspero negocio como guarnicionero que
sus descendientes se ocupaban de mantener. En mis tiempos, mi padre
se enorgullecía diciendo que sus sillas de montar llegaban a la
misma capital sin necesidad de subirlas a lomos de un caballo. Sea
como fuere, su comercio era lo bastante rentable para que pudiésemos
vivir con más holgura que la mayoría, y yo contaba con el dudoso
privilegio de recibir las visitas periódicas del diácono de la
parroquia, que se empeñaba en tratar de inculcarme una cierta
educación, sin mucho éxito.
De
mi padre, Serguéi, creo que no heredé más que el patronímico y el
apellido. Recuerdo que era un hombre ceñudo, de anchas espaldas y
enorme bigote, que no se dirigía a mí más que para preguntarme por
mis lecciones y desearme las buenas noches. Supongo que el trabajo
presidía la mayor parte de sus pensamientos. Según decían, yo
había salido a mi madre, Nadezhda. No puedo confirmarlo, murió
cuando cumplí los tres años, aunque conservo impresiones de una
melena rubia y un rostro hermoso. Era viuda cuando mi padre se casó
con ella, y aportó una hija a la familia, mi medio hermana Lyubov,
seis años mayor que yo. ¿He dicho que mi padre hablaba poco? Bien,
ella hablaba aún menos. Se contentaba con observarlo todo con sus
grandes y fríos ojos azules y caminar a remolque de Serguéi cuando
este llegaba a casa.
Eso
me dejaba a mí sin apenas nadie con quien relacionarme, pero no me
importaba. Siempre que podía me escapaba fuera y corría hasta la
linde del bosque, junto con los perros. Allá había una pequeña
caseta que antaño se usara para secar pieles y que entonces solo
almacenaba trastos inútiles. Mi carrera delictiva comenzó muy
pronto, cuando me hice con la llave y tomé posesión de mi nuevo
dominio particular. Espanté las sabandijas, lo adecenté hasta el
poco exigente nivel de un crío, apilé algo de leña para la
chimenea... Era mi santuario, mi lugar secreto.
Cuando
no me encontraba en él, mis pasos me llevaban a vagabundear entre
los árboles, con cuidado de no adentrarme en el bosque. Aunque no
solían llegar noticias de ataques de animales, mi padre me había
advertido de lo que me haría si me pillaba alejándome demasiado, y
las palabras de Serguéi Evgénievich Sidelnikov no eran algo que se
pudiera tomar a la ligera.
Cierto
día me topé de frente con un hombre al que no había visto antes.
Respingué, desconcertado por el hecho de que los perros no se
hubieran molestado en ladrar. Los muy desgraciados incluso le estaban
haciendo fiestas, ¡menuda protección! En seguida sentí curiosidad
por aquel desconocido que se llevaba bien con mis animales. No era un
hombre, sino un chico mayor que yo, pero como era mucho más alto y
sus hombros más anchos de lo común para su edad, habría conseguido
engañar a cualquiera. El chico me saludó con una ligera inclinación
y continuó su camino sin una palabra.
A
partir de entonces volví a verlo de tanto en tanto durante sus
entradas y salidas del bosque, siempre de lejos, siempre en silencio.
Me preguntaba quién era, si vivía en el pueblo, por qué iba
siempre solo... Imaginaba historias y me las contaba a mí mismo.
Dado que mi único público eran los perros, también sufrían su
ración de batallitas.
Una
vez que cumplí los trece años, Padre dispuso que había llegado el
momento de que tomara contacto con el que sería mi oficio. Recuerdo
el primer día que me llevó con él al matadero, para que aprendiese
cómo se conseguía una partida de piel a buen precio. Lo que vi
allí... Ahora podéis reír lo que queráis, pero tenéis que
entender que yo era un niño muy cándido. Nunca salía a cazar
liebres ni pájaros con otros muchachos de mi edad, ni había
acompañado a mi padre de cacería. Por Caín, ni siquiera rondaba la
cocina para ver a las mujeres preparar la carne. La cuestión es que
no tardé en salir disparado del maloliente edificio y pararme en un
rincón a vomitar hasta las tripas. Me sentía enfermo y, sobre todo,
avergonzado. Y para colmo de males, un par de pies se detuvieron
frente a mí a presenciar el lamentable espectáculo. Al mirar hacia
arriba, allí estaba él, el extraño del bosque. Aún más alto, si
cabe, y mirándome, no con burla, como yo habría esperado, sino con
seriedad.
—¿Estás
bien, chico? —me preguntó. Aquellas fueron las primeras palabras
que oí de sus labios. No contesté enseguida, ocupado en limpiarme
la boca con la manga de mi zipun.
Cuando el muchacho se acuclilló, dando a entender que no pasaría de
largo, no me quedó más remedio que hacerlo.
—El
matadero... No soporto el olor. —Callé, rojo como la grana. Ahora
pensaría que no era mejor que una niñita.
—Calma,
no creo que a nadie pueda gustarle eso. Yo no entraría ahí por
nada.
—Pero...
—Me sentía abrumado y, a la vez, muy agradecido. ¿Cómo podía un
joven tan enorme y, evidentemente, fuerte y valiente, decir eso? La
lengua se me soltó y le conté mi mayor temor—. He abochornado a
mi padre. Se supone que tengo que habituarme al oficio y soy incapaz
de seguirlo ahí dentro.
—Eres
el hijo de Sidelnikov, ¿verdad? ¿El chico de Nadya Anatolievna?
—Asentí, un tanto asombrado de que se refiriera a mi madre en
términos familiares—. Quédate aquí afuera y respira algo de aire
fresco. Cuando vuelvas, permanece en la entrada y espera a tu padre.
No todos están hechos para aguantar ciertas cosas. No tienes que
avergonzarte por ello.
Me
sonrió y se marchó, sin revelarme su nombre. No tardé mucho en
enterarme, porque me topé con él a los pocos días, y no en la
arboleda, sino ¡en mi casa! Allí estaba, charlando como si tal cosa
con mi padre y con Lyuba, que era el apodo de mi hermana. Recibía
felicitaciones por su buena planta, él se las devolvía a Lyuba...
Entonces Padre reparó en mi presencia.
—Ven
aquí —me dijo—. Éste es tu primo Andréi Anatolievich, el hijo
del hermano de tu madre. Salúdalo como es debido.
—Hay
muchos Anatoli en la familia —comentó él, con una sonrisa, ya que
compartía el mismo patronímico que mi madre—. Tú eres...
—Anton
—apuntó mi padre, antes de que yo pudiese abrir la boca—. Tiene
tres años menos que tú, pero dudo que llegue a ser tan alto y a
tener tus espaldas. Yo soy un hombre fuerte, es evidente que él ha
salido a las mujeres de tu familia. —Y, cuándo creía que ya no
podía humillarme más, añadió—: Pronto lo mandaré a la ciudad a
estudiar, a ver si saco algún provecho de él. Tengo parientes en
Nizhny Novgoród. El cambio le sentará bien, aquí no hace más que
holgazanear.
Semejante
noticia cayó a plomo sobre mí. ¿Iban a enviarme tan lejos, con
desconocidos? Aunque intenté que mi desencanto no fuese obvio, creo
que fracasé miserablemente, a juzgar por la mirada que me lanzó mi
recién presentado primo Andréi. En cuanto pude marcharme sin
resultar descortés, salí corriendo para mi santuario.
Me
sobresalté al oír unos golpes en la puerta. No esperaba que me
siguiese, ni verlo allí, aguardando a que le franquease la entrada.
Tras escuchar mi torpe invitación, inspeccionó el lugar con recelo,
dio su visto bueno a la chimenea y se sentó frente a ella. Los
perros se abalanzaron sobre él, encantados.
—Les
gustas —apunté, con timidez.
—Les
gusto a todos los animales, es un don. —Compuso un gesto divertido
y me observó—. Imaginé que serías el hijo de Nadya, tienes sus
ojos. Debería haberme presentado antes, pero lo cierto es que los
míos no aceptaron de buen grado que mi tía se casara con tu padre.
Habrás podido deducir que no hay mucho contacto entre ambas
familias.
—¿Por
qué? —me asombré—. Mi padre tiene buena posición y, por lo que
recuerdo, quería mucho a Madre y a Lyuba. De hecho —me esforcé
por aparentar indiferencia, sin conseguirlo— creo que es su
favorita. Es evidente, dado que quiere librarse de mí, mandándome a
Nizhny.
—¿No
quieres marcharte? Suena divertido, este sitio es pequeño y nunca
pasa nada. En una ciudad grande se aprenden muchas cosas. Yo me
cambiaría por ti.
—¡Pues
hazlo! —repliqué de malos modos, para dar rienda suelta a la
frustración que sentía por culpa de mi padre—. Seguramente tú
también complacerías más a Padre, porque eres alto, y fuerte, y no
corres a vomitar cuando ves sangre ni sales a las mujeres de tu
familia...
Me
callé de golpe y me mordí la lengua, abochornado por los lloriqueos
que estaban haciendo de mí un completo estúpido. Gracias al cielo,
Andréi no hizo ningún comentario ofensivo. Creo que me estaba dando
tiempo para desahogarme. Al cabo de un rato apuntó:
—Si
yo fuera tú, aprovecharía el tiempo allí para hacerme un hombre de
provecho, más alto y más fuerte, como tu dices, para demostrar a
Padre de lo que soy capaz. Para que no pudiera tener argumentos para
meterse conmigo. —No repliqué, estaba ocupado considerando sus
consejos—. Y en cuanto a lo de salir a las mujeres de la familia,
no veo nada de malo en ello. Recuerdo a tu madre, era una mujer muy
hermosa. Te pareces a ella. —Tampoco respondí a eso, ¿que iba a
decir? No sabía si estaba dedicándome un cumplido o burlándose.
Baje la vista, con las mejillas ardiendo, y me concentré con tozudez
en las punteras de mis botas. Notaba sus ojos risueños sobre mi
coronilla—. Deberíamos aprovechar el tiempo antes de que te
marches. Hay muchos lugares por aquí que no conoces y que quisiera
enseñarte. ¡Vamos!
El
optimismo de su voz era contagioso. Además, no podía negar lo mucho
que me halagaba que un chico tan mayor se molestase siquiera en
hablarme. Me puse en pie y lo seguí fuera de la habitación.
—Por
cierto —añadió—, puedes llamarme Andréi o Andriusha, lo que
prefieras. Yo te llamaré Tosha. —Abrí mucho los ojos—. ¿Qué
te pasa? ¿Te disgusta que me tome esa libertad?
—Mi
padre siempre me llama Anton. Solo mi madre usaba ese apodo...
—Lo
sé. Es mejor, ¿no crees?
Así
comenzó mi amistad con mi primo Andréi, Transcurrieron pocos días
hasta que hube de partir a Nizhny, circunstancia que lamenté con
amargura. Resolví que haría justo lo que él me había recomendado:
volver convertido en alguien a quien mi padre no pudiese censurar.
¿Qué
queréis que cuente del tiempo que pasé en Nizhny? Me sentía
cohibido en aquella ciudad y nunca llegué a acomodarme, aunque el
hermano de mi padre me trataba bien. Estudié, aprendí cosas útiles
y muchas completamente inútiles; me ejercité; hice algunos amigos
con los que salía a beber para escuchar sus dicharachos obscenos
sobre las muchachas.
Cerca
de mis dieciséis años, recibí las primeras miradas interesadas del
sexo opuesto. Fue entonces cuando descubrí que no era como los demás
chicos en ese aspecto. Sucedió una mañana cualquiera, mientras me
desvestía para asearme. Una de las criadas, una moza que llevaba
poco tiempo en la casa, acudió a por la ropa sucia, o a algo por el
estilo. Estaba acostumbrado a que entraran y saliesen a su antojo y
no le presté atención, hasta que se hizo un silencio tan
escandaloso que me forzó a girarme. La sorprendí mirándome de una
forma extraña, febril. Se me acercó, agarró mi mano derecha, se
levantó las faldas y la colocó sobre su entrepierna. Estaba
excitada o, al menos, eso creí, a tenor de las conversaciones de mis
amigos y de la facilidad con que mis dedos se deslizaban sobre
aquella humedad... Tomándome la otra mano, se la aproximó al
escote, para que la posara sobre la piel desnuda de sus pechos.
Entonces reaccioné. Aparté las manos, negué y le volví la
espalda. La moza, sin duda turbada, abandonó la habitación como
alma que lleva el diablo.
El
espejo frente a mí me devolvió un reflejo desconcertado, que yo
aproveché para estudiar. Había crecido, ciertamente, y tenía más
hechuras de hombre. Mi rostro era bien parecido, con esa armonía que
hoy llamamos simetría y que antes el común de los mortales solo
percibía de manera vaga, indefinida, pero atrayente. Me había
dejado crecer la melena color de bronce. Los ojos... Los ojos los
dejé para el final. Eran de idéntico color miel que los de mi
madre, todo el mundo aludía a ellos para resaltar nuestra semejanza.
Recordé que Andréi también lo había hecho y pensé en él, en el
aspecto que tendría. Ya debía ser un hombre completo. ¿Se le
ofrecerían muchas muchachas? ¿Estaría acostándose con ellas,
practicando esas cosas de las que hablaban mis amigos? Me torturaba
preguntándome por qué yo no había podido. ¿Quizá la chica no era
hermosa? Oh, sí que lo era, con esos rizos oscuros que se escapaban
de su tocado y esos grandes ojos azules. Sin embargo, no me había
excitado en absoluto.
Mi
padre mandó a buscarme poco después. Agradecí a mi tío sus
atenciones y me despedí, ignorando si sería capaz de habituarme de
nuevo a la monótona vida en Arzamás o a la silenciosa censura de
Padre. Al menos había crecido y no había desaprovechado el tiempo.
Además, volvería a ver a Andréi, cuya imagen siempre arrancaba una
sonrisa de mis labios. Estaba seguro de que ya no luciría tan enorme
a mi lado.
Al
llegar a casa me dio la impresión de que solo habían pasado un par
de días desde mi marcha, tan fuerte fue el impacto del ambiente
familiar. Todo seguía igual; todo, excepto Lyuba, que ya tenía
veintidós años y era toda una mujer. Me sorprendió que no
estuviera casada o prometida. En cuanto a mi padre, lo vi un poco más
viejo, pero su actitud severa era la misma. No lo impresionaron los
parabienes de los criados, que alabaron cuánto había crecido y mi
buen aspecto, ni mi nuevo vocabulario, más distinguido, ni los
regalos que había traído de la ciudad. Me preguntó qué había
estudiado en aquel tiempo y asintió gravemente cuando respondí. Me
sentí decepcionado. Algunas cosas, me dije, no cambiaban nunca.
Aquella casa se había estancado en el tiempo y Padre formaba parte
de ella, igual que los muebles de madera del salón o el hogar de la
chimenea.
Lyuba
me dijo que aquella noche se celebraría una cena especial para
festejar mi regreso y acudiría mucha gente, lo que explicaba el
alboroto entre la servidumbre. Era un buen momento para esfumarme y
retomar mis paseos por la arboleda junto con los perros, los cuales
me habían recibido con la alegría reservada para reencontrarse con
alguien a quien se da por perdido. Mi expedición acabó, como era de
esperar, en mi santuario. Una vez ante la puerta, recordé que le
había dejado la llave a Andréi. Lancé uno de mis recién
aprendidos juramentos y dejé caer la mano sobre el tirador, sin
esperanza de que cediera. Mas lo hizo, para mi sorpresa, y aún más
impactante fue comprobar lo que había dentro. Cualquier semejanza
entre aquello y un antiguo secadero había desaparecido. En su lugar,
alguien se había librado de los trastos, había ventilado el lugar,
despejado una ventana y dispuesto algún mobiliario sencillo frente a
la chimenea. Me agradaron muchísimo el gran asiento y la manta de
piel de conejo que lo cubría. Sonreí, porque supe enseguida que
aquello había sido obra de Andréi. Andréi... Me embargó el anhelo
de volver a verlo.
Era
casi la hora de la cena cuando volví a casa y vi cumplidos mis
deseos: allí, sentado junto al fuego de la sala, esperaba mi primo.
Me acerqué seguro de mí mismo, anticipando un cumplido por mi nueva
imagen, esperando poder mirarlo a los ojos en lugar de tener que
estirar el cuello hacia arriba. Ahora bien, cuando se levantó...
Supongo
que es un buen momento para introducir una pequeña descripción de
Andréi. Como he dicho, era un joven alto, fornido, bien plantado.
Sus largos cabellos eran castaños. Aunque no poseía el más
atractivo de los rostros, desbordaba personalidad, con un bello par
de ojos color avellana bajo las cejas tupidas y una nariz redondeada
en la punta. Su boca grande, de labios llenos, estaba encajada entre
los ángulos de una mandíbula cuadrada y decidida y, cuando sonreía,
compartía con el mundo una dentadura blanca y perfecta. Sus caninos
resultaban, quizá, excesivamente pronunciados para transmitir
sosiego, pero especiaban sus sonrisas con una atractiva desvergüenza.
Por desgracia para mis expectativas, había continuado creciendo. Aún
me sacaba una cabeza, y la anchura de mis hombros seguía sin poder
competir con la suya. Se había convertido en el tipo de hombre que
iba a llamar la atención a donde quiera que fuere por su tamaño y
su apostura. Me quedé callado, dividido entre el arrobo y la
envidia.
—Vaya,
Tosha —saludó él primero—, has cambiado mucho, estás...
—Ahórrate
las burlas. Creía que te sorprendería y me encuentro con que rozas
los dinteles de las puertas.
—¿Burlas?
—Andréi sonrió—. ¿Por qué? Sí, he crecido como la mala
hierba, pero tú también lo has hecho. Cuando te fuiste eras un niño
y ya no lo eres, primo, ya no lo eres...
Fue
entonces cuando noté algo diferente en sus ojos. ¿Admiración? ¿Y
por qué habría de admirarme? Era obvio que nunca podría compararme
a él. Por más que estuviera encantado de verlo, la desilusión
había borrado parte de esa alegría. Aunque no por mucho tiempo, he
de decir; Andréi se hizo cargo de mi conflicto interno y comenzó a
ponerme al día de todo lo que había pasado en mi ausencia, con
tanta chispa que consiguió arrancarme carcajadas.
La
cena nos obligó a posponer nuestra conversación, de tantas
preguntas que tuve que responder a los asistentes acerca de mi vida
en Nizhny Novgoróv, mis estudios y cualquier cotilleo que hubiese
oído de la capital. Estaba un poco apabullado, y cuando recibí
permiso para levantarme de la mesa lo hice con mucho gusto. Andréi
la abandonó conmigo, y juntos pasamos revista a los comensales que
quedaban en ella: el Padre y el diácono, con su mujer; el hijo de un
proveedor que, por lo visto, llevaba mucho tiempo cortejando a Lyuba;
la viuda del antiguo magistrado, con sus hijas, quienes me habían
estado lanzando miraditas mientras su madre misma ponía ojos tiernos
a mi padre. Me di cuenta de que mi hermana ocupaba la esquina junto a
Padre, y sonreí. Se lo señalé a mi primo, comentando por lo bajo:
—Ese
tipo que bebe los vientos por Lyuba ya puede esperar siete años,
mira dónde está sentada.
Existe
una superstición acerca de las chicas solteras en mi país, según
la cual nunca deben sentarse en una esquina de la mesa. Andréi me
lanzó una ojeada curiosa, palmeó mi hombro y me indicó que echara
un discreto vistazo bajo el borde del mantel. Y entonces lo vi: la
mano de mi padre descansaba entre los muslos de Lyubov con una
intimidad que no tenía nada de paternal. Me enderecé a toda prisa y
noté cómo me ruborizaba. Andréi no se apartó.
—Creo
que el tipo va a tener que esperar más de siete años —susurró—.
¿No lo sabías? Tu padre lleva años enamorado de mi prima y ella le
corresponde, pero no se pueden casar. Debe ser muy frustrante tener
tan cerca a la persona que quieres y no poder mostrárselo al mundo.
Creo
que entonces entendí los sentimientos de Padre, su hosquedad, su
carácter, que únicamente se suavizaba en presencia de mi medio
hermana... No me resultaba fácil aceptarlo, si bien tampoco podía
censurarlo. Después de todo, yo tenía mis propio secreto deshonroso
que guardar. No seguí cavilando; Andréi me sacó de allí
aprovechando la confusión y salimos a dar un paseo.
—Has
reparado la caseta —afirmé cuando estuvimos a solas—, y te has
tomado mucho trabajo. ¿Por qué?
—Imaginé
que seguirías queriendo un lugar privado y que la ciudad te habría
vuelto más refinado. Además, es mi reconocimiento por dejarme
usarla. A veces, cuando vuelvo de mis... paseos, entro para asearme.
Espero que te agrade.
—Muchísimo,
gracias, de verdad. —Me quedé callado un minuto, en tanto me
decidía a preguntarle algo—. De hecho, siento curiosidad por saber
por qué vas tan a menudo al bosque. Dicen que hay lobos y otras
bestias.
—Es
mucho más pacífico de lo que lo pintan —respondió, de forma
reservada—. Aunque tal vez sea una buena idea que tú permanezcas
alejado. Las sendas son traicioneras, podrías perderte.
—Eso
no responde a mi pregunta.
—Soy...
un guardabosques. Vigilo los caminos y me cuido de que las alimañas
no lleguen al pueblo.
—Svyatoy
Georgiy! Eso
es peligroso... ¿Cómo lo haces? ¿Te defiendes bien con las armas?
—Es
una tradición familiar.
—¿Has
llegado a abatir un lobo? Padre tiene clientes que solicitan trabajos
con piel de lobo y son difíciles de encontrar por aquí. A lo mejor
es porque tú y los tuyos cumplís muy bien con vuestro cometido.
—Los
lobos se mantienen alejados de los humanos pues saben lo que les
conviene. Yo nunca alzaría el arma contra un animal que no supone un
peligro para la vida de nadie. Y confío en que tú tampoco.
Su
tono de voz era distinto, grave, acusador. Recordé el episodio del
matadero y supe que mi primo no bromeaba.
—Ni
siquiera... he matado un conejo en mi vida. Tienes mi palabra.
—Lo
sé. Mira, tu santuario. —Su tono se volvió mucho más benévolo—.
Está empezando a hacer bastante frío. ¿Entramos?
—Claro.
Andréi
encendió una lámpara y la chimenea. Me preguntaba si Padre me
echaría en falta tan tarde. En realidad no me importaba, ardía en
deseos de recuperar el tiempo perdido con mi primo. Cuando la
habitación se caldeó pude quitarme el shuba
y acomodarme bajo la piel de conejo. Él sacó una botella de vodka
aromatizado con hierbas de algún rincón secreto y se sentó frente
a mí, de espaldas al fuego. Su enorme silueta se recortaba contra la
luz, oscura, un poco intimidante y, a la vez, tranquilizadora. Y
había algo más, algo que no sabía identificar... Una fuerza que me
impulsaba a no apartar los ojos de él.
—¿Has
estado ya con chicas? —preguntó, tan repentinamente que casi me
hizo tirar la botella y escupir el alcohol. No era un novato
bebiendo, aunque tampoco un experto. Rompí a toser, y Andréi me
quitó el vodka de la mano y me palmeó la espalda—. Vaya... O bien
te has convertido en todo un canalla, o no te has estrenado. Dime,
Tosha, ¿cuál de mis suposiciones es correcta?
Notaba
mi rostro ardiendo por el calor, el alcohol y la vergüenza. Titubeé
al responder. La verdad me haría parecer un crío.
—No.
He tenido oportunidad, pero... —No sabía cómo continuar.
—¿Por
qué no la aprovechaste? ¿No era guapa?
—Sí,
lo era.
—¿Entonces
no te atreviste?
—No
quise hacerlo.
—¿Por
qué? —insistió él. Noté cómo mi irritación crecía por
momentos.
—Porque...
¡porque no sentí nada! Porque soy un bicho raro. Debe sonar muy
divertido. ¡Apuesto a que tú tienes a todas las chicas haciendo
cola en tu puerta, mientras que yo, simplemente, no estoy interesado!
—No
tengo a las chicas haciendo cola en mi puerta —me interrumpió, con
más seriedad de la que me esperaría—. Y, aunque las tuviera,
tampoco estoy interesado en ellas. Si tú eres un bicho raro, no eres
el único.
—Uh...
—La noticia me tomó por sorpresa. Era complicado creer algo así
de un hombre como él. Alargué la mano, volví a tomar la botella y
di un buen trago; él hizo lo mismo y la dejó sobre la mesa—.
Vaya, eso sí que es extraño. Yo, al fin y al cabo, soy poca cosa,
pero tú...
—¿Poca
cosa? ¿No has notado cómo te miraban las chicas en la mesa?
—Ignoro
por qué habrían de hacerlo. No tengo tu altura, ni tus músculos.
—No
te hace falta. Tienes esto.
Se
sentó junto a mí y posó la palma de la mano en mi mejilla. Era
grande, áspera, la de alguien acostumbrado al aire libre. No se
parecía en nada al roce de la muchacha, Andréi no me dejaba
indiferente. Os aseguro que yo estaba ardiendo y, aun así, pude
sentir su calor sobre la piel, su aliento cálido tan cerca de mi
rostro... El suyo, de espaldas al fuego, estaba en penumbra, y dos
pequeñas llamas brillaban en sus ojos color avellana.
—¿Te
disgusta que te toque así? —preguntó, con voz suave. Yo no
pronuncié palabra, solo sacudí la cabeza negativamente. La mano se
deslizó entonces a un lado y se hundió en mi cabellera, hasta la
nuca—. ¿Y así? —Nueva negativa. Andréi habría tenido que
estar sordo para no oír los latidos de mi corazón, retumbando sobre
el crepitar de la leña.
No
siguió preguntando, porque sus labios se posaron bajo el lóbulo de
mi oreja y acariciaron la piel de mi cuello. Al principio fueron
caricias, cierto, tan dulces y gentiles como yo, en mi juventud
ingenua, me habría imaginado que sería el contacto de un amante. No
protesté, no intenté apartarlo, me dejé llevar. Parecía que mi
cuerpo se hubiese liberado de la tensión de todo aquel tiempo, de
aquella espera, aquel anhelo difuso de algo que había reconocido
justo en el momento de recibirlo: las manos de Andréi, y sus labios,
y su aliento. No podría haber sido aquella muchacha, ni ninguna
otra. Tenía que ser él, y solo él.
Creo
que gemí con suavidad. Puede que fuera la señal que él esperaba
para abandonar esa gentileza que, según averigüé más tarde, no
era su naturaleza. Sus caricias se convirtieron en besos apasionados,
su respiración se volvió más intensa. Por primera vez en mi vida
experimenté el despertar del sexo dormido gracias a otra persona,
la... presión dentro de los pantalones. Me revolví, temeroso de que
él pudiera notarlo y pensase que era un pervertido de la peor
especie. Podéis sonreír, pero, ¿qué sabía yo?
Decidiendo
que había llegado el momento de ocuparse de otros asuntos, Andréi
me desabrochó el zipun
y desnudó mi pecho, aún liso y desprovisto de vello. Mis tetillas
captaron su atención. Las miró y las acarició antes de atrapar una
de ellas y lamerla con fruición, casi dolorosamente. Supongo que mi
excitación suplió la diferencia y me permitió seguir disfrutando
aquella rudeza. Había algo embriagador en la voracidad que mostraba
al degustar cada rincón donde sus dedos habían estado antes. Deseé,
oh, por Caín, deseé tan desesperadamente que su boca fuese capaz de
calmar el ansia insoportable que se agolpaba bajo mi cintura...
Aunque, claro estaba, no me habría atrevido a pedírselo por nada
del mundo.
¿Era
posible que Andréi hubiese sido capaz de leer mis pensamientos?
Claro, no había que ser un telépata para notar lo que cruzaba por
la mente calenturienta de un quinceañero virgen, que no se daba
cuenta de que estaba empujando las caderas contra el enorme cuerpo
que lo aprisionaba. Echó mano de mis pantalones y los desató. Traté
de girarme, abochornado por mi estado. Habría obtenido el mismo
éxito luchando por liberarme de un muro de ladrillos; él me sujetó
con más fuerza y tiró de la prenda hasta las rodillas, descubriendo
el incipiente vello broncíneo y el sexo hinchado, húmedo de líquido
preseminal.
Por
supuesto, lo probó. Aun con todo mi azoramiento, no habría tenido
forma de reunir la fuerza necesaria para apartarlo. Ni física, ni de
voluntad. Aquella lengua increíble, envolviendo mi erección desde
la base hasta el extremo... Aquellos colmillos rozando la carne al
pasar, sin dañarme, deslizándose entre ambas mitades del glande y
penetrando en la abertura... Creo que lancé un gemido desesperado.
Creo que arqueé la espalda y proyecté mi ingle al frente, buscando
su calidez. Y entonces hice lo impensable.
Eyaculé.
Me corrí. Alcancé un orgasmo que me rizó los dedos de los pies y
me dejó jadeando como un animalillo indefenso... a los cinco
segundos exactos de penetrar hasta el fondo de su garganta. Cuando me
calmé observé, hipnotizado, que un hilo de líquido blanquecino le
bajaba por la barbilla. Él no se lo limpió, sino que lo lamió con
la más encendida expresión de lujuria, y mis mejillas enrojecieron
tanto que creí que me iban a echar a arder. ¿Cómo podría volver a
mirarlo a la cara? Alcé los brazos y las oculté, de puro embarazo,
aunque poco duró mi modestia: él me tomó las muñecas, me
aprisionó los brazos a los lados y se inclinó sobre mí, con una
mirada tan intensa que casi rompo a gimotear. Luego me besó.
No
recuerdo el sabor a vodka de aquel primer beso. Sin embargo, aún
retengo la huella de Andréi sobre mis labios, la marca de sus
maneras exigentes y acaparadoras sobre cada rincón que exploró y
conquistó. Bebió de mí mi saliva, mis suspiros, mi respiración.
Jadeó, más y más fuerte. Llegó a un punto en el que creí que iba
a devorarme y, con franqueza, no me habría importado. No le habría
negado nada de lo que me hubiese pedido, tan perdido estaba en aquel
abrazo intoxicante.
Y
de repente se apartó de mi lado y salió disparado a la noche
helada. Yo me quedé allí, inmóvil y desconcertado, preguntándome
si había hecho algo mal. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me
percaté de que había dejado la puerta entornada y el frío se
colaba en la habitación. Demasiado cohibido para levantarme a
cerrarla, opté por envolverme en la piel y aguardar. Cuando
reapareció, se aseguró de que no entrara aire gélido, reavivó la
lumbre y se acuclilló frente a mí. Estaba más calmado. Alargó la
mano hasta mi mejilla, sonrió y volvió a acariciármela.
Curiosamente, su contacto era cálido.
—Te
has quedado frío —se lamentó—. Soy un imbécil, no debí dejar
la puerta abierta.
Sus
ojos, de nuevo serenos, solicitaron permiso para compartir la manta
conmigo. Aunque aún estaba azorado por lo que había ocurrido, lo
dejé acurrucarse. Su cuerpo templaba más que el fuego. Hundió el
rostro en mi melena rubia y allí permaneció, en silencio, hasta que
preguntó:
—¿Disfrutaste?
Tras
enrojecer de nuevo hasta la raíz de los cabellos, asentí y
pregunté, a mi vez:
—¿Y...?
¿Y tú?
—No
te preocupes por mí. Ya me he ocupado ahí fuera.
—Uh...
¿por qué? ¿Es que no esperas... que yo te haga lo mismo? —Sentí
la mueca risueña contra mi cuello.
—Más
adelante, ahora es mejor así. Todavía soy incapaz de controlarme y
no quisiera hacerte daño.
—¿Por
qué habrías de hacerme daño?
Tragué
saliva. Él me tomó por las mejillas y reclinó su frente contra la
mía, para tranquilizarme. Funcionó. Podía ser áspero, dominante;
nunca me las habría arreglado para huir de sus brazos si él no me
lo hubiese permitido... Pero también era dulce y suave, como la piel
que nos envolvía en aquel momento.
—Porque
eres hermoso, y gentil, y me vuelves loco. Te he deseado desde aquel
día en el matadero; me he armado de paciencia para darte tiempo a
que entraras en sazón; he sufrido, pensando que podrías rechazarme
o que otra persona podría arrebatarte de mi alcance... Y ahora que,
por fin, te tengo, no voy a arriesgarme apresurándolo.
¿Qué
más puedo contar? Que continuamos encontrándonos a escondidas en
mi... en nuestro
santuario.
Que no tardé mucho en perder esa irritante timidez inicial, y pronto
fueron mis dedos los que se atrevieron a colarse bajo su camisa. Que
me miré en el espejo y vi aquello de lo que Andréi me hablaba,
aquello que lo atraía y le hacía sentirse celoso hasta el punto de
querer encerrarme lejos de los ojos del mundo. Eran sus palabras, no
las mías. Diréis que es enfermizo, pero vosotros no lo conocisteis,
no pudisteis asomaros a aquella mirada de color avellana y apreciar
su sinceridad, su devoción y su pasión.
Solo
había una cosa que me preocupaba: siempre era yo el que se hallaba
en el extremo que recibía el placer. Él disfrutaba desnudándome,
pasando su lengua por cada porción de piel que quedaba al
descubierto, enterrando su cara entre mis muslos y haciendo que mi
miembro penetrara aquellos labios tan bruscos y, a la vez, tan
hábiles. Le gustaba sentir cómo mi placer se derramaba, a
borbotones, en su boca. Adoraba, decía, mi sabor, el sabor de mi
semen, de mi saliva, de mi sudor... mientras que yo, a duras penas
tenía ocasión de hundir las manos en sus indómitas guedejas
castañas, o pasearlas por su pecho tallado en piedra, donde se
adivinaban, aquí y allá, algunas cicatrices. Pero el tiempo me
brindó la oportunidad que pretendía.
El
día que cumplí los dieciséis años la familia acudió a la iglesia
y Padre me obsequió con un almuerzo especial. A riesgo de pecar de
ingrato, ardía en deseos de estar a solas con Andréi. Me había
prometido un regalo de cumpleaños, y yo sabía muy bien lo que iba a
pedirle.
Anochecía
cuando nos reunimos en el santuario. No bien cerramos la puerta, dio
comienzo al ritual de arrancar mis ropas y lamer todo aquello que se
le ofrecía. Ya estaba desnudo sobre la manta de piel, cuando planté
la palma de la mano sobre su rostro y lo separé.
—Me
prometiste un regalo y yo te dije que te lo pediría hoy. —Él
asintió, frustrado por la interrupción—. Esto es lo que quiero:
harás todo lo que te pida, sin discusiones. Obedecerás mis órdenes.
—Al verlo pasarse la lengua por los labios, nervioso, creo que fui
yo el que mostró una expresión de desencanto—. Me lo prometiste,
me lo...
—De
acuerdo, de acuerdo —concedió él, con un suspiro—. Tenía otras
cosas preparadas para ti, pero te complaceré lo mejor que pueda. Y
dime, ¿qué he de hacer?
—Quítatelo
todo. Quiero verte desnudo.
Aparte
de algunas visiones fugaces, nunca había contemplado a mis anchas
aquel cuerpo que se adivinaba magnífico bajo la tela que lo cubría.
Él se levantó y se desprendió de zipun
y la camisa. Su silueta resaltaba contra el fuego de la chimenea, una
delicia de contemplar conforme iba quedando expuesta: aquel pecho
ancho y atlético, los brazos de grandes bíceps y largas manos, los
abdominales marcados... Mis ojos recorrieron cada curva de cada
músculo y se detuvieron en sus cicatrices. Algunas de ellas eran muy
llamativas, recordatorios de pasados enfrentamientos con criaturas
del bosque. Aunque se me erizó el vello de la nuca imaginándome
cómo las habría obtenido, no puede profundizar en la idea, porque
quedé atrapado al instante en la visión de aquella hilera de vello
oscuro que nacía bajo su ombligo y se perdía dentro de su pantalón.
Se lo desabrochó y lo deslizó sobre sus caderas, revelando poco a
poco lo que quería ver: allí, bajo un triángulo espeso y rizado,
se alzaba un miembro largo, grueso y bellamente cincelado. Eso creía
yo, al menos. No tenía con qué compararlo, salvo con el mío
propio, e igual que ocurría con el resto de mi cuerpo... no había
comparación posible. Su ariete estaba en posición de firmes y
relucía por la excitación. Pensé en todas las ocasiones en que se
había frotado contra mí a través de la tela de sus ropas, y me
pregunté por qué nunca había traspasado la barrera. Porque él me
deseaba; huía de mi contacto y, al mismo tiempo, se consumía de
pasión. Lo supe en el instante en que rocé el pliegue de su
frenillo y sentí el temblor que lo sacudió de la cabeza a los pies.
No quise pensar más. Aquella carne pulsante me inspiraba el impulso
irrefrenable de acercar los labios, y luego la lengua, con la que
paladeé unas gotas de su néctar transparente.
Andréi
emitió un gemido gutural, me levantó como si fuera un muñeco, me
echó boca abajo sobre la mesa y me forzó a separar las piernas. A
pesar de la violencia de su reacción, no me resistí. Abrigaba una
vaga idea de lo que venía a continuación, y llevaba tanto tiempo
esperándolo que lo anhelaba. Con todo, no puede evitar un
estremecimiento y un quejido al experimentar el contacto de su lengua
entre mis nalgas, de sus dedos abriéndose camino. Aunque ya era
tarde. Nada habría detenido a Andréi en aquel momento.
No
voy a mentir, me resultó doloroso. Hube de soportar aquel miembro
enorme tomando el relevo de su lengua, forzándolo a rendirme a su
paso inexorable, adentrándose en mi calor, inundándome con el
suyo... Se impacientó y empezó a embestir. Yo me agarré a la mesa
con tanta fuerza que habría sido arduo arrancarme de ella. Los
crujidos de la madera, bajo el impulso de las acometidas, acallaron
mis propios quejidos.
Me
resultó doloroso, pero no lo habría cambiado por nada. Era él,
Andréi, el que estaba finalmente dentro de mí; oía sus jadeos
animales, sentía su piel ardiente contra mi espalda. Era yo quien
había provocado el estallido incontrolable en quien, hasta entonces,
había conservado el control. Aquello me llenó de una extraña
sensación de orgullo y de poder: a mí que, por más que hubiese
querido, no habría sido capaz de moverme ni un centímetro de debajo
de aquel cuerpo inmenso.
Me
torné sensible al roce de aquel grueso tronco al pasar sobre mi
lugar de placer. Poco a poco, mis caderas se acompasaron a su ritmo,
y supongo que él conservó la cabeza lo suficientemente fría para
notar la ligera transformación en el timbre de mis gemidos, ya que
me rodeó el miembro rígido y lo frotó. Oh, eso fue demasiado para
mí. La humedad de mi orgasmo terminó de espolearlo. Jadeó aún más
fuerte, me inundó con su semilla... y unas uñas como garras me
arañaron el muslo.
Conservo
un recuerdo nebuloso del peso de su cuerpo y de nuestra vuelta a la
manta de piel, entre lamidas a mis rasguños, abrazos y caricias de
muda disculpa y pequeños besos que me depositaba en los alrededores
de la boca, quizá evitándola para que no tuviera que saborear mi
propia sangre.
—¿Entiendes
por qué he tratado de mantener la sangre fría hasta ahora?
—susurró—. Todavía no he aprendido a contenerme cuando estoy
contigo. Si me empujas así, yo...
—Está
bien —respondí yo—. Era lo que pretendía, que disfrutásemos
los dos.
—Te
he hecho daño.
—También
me has dado placer.
Andréi
se quedó inmóvil unos segundos. Ya no le importó darme a probar el
gusto de su lengua, porque la hundió en mi boca como si estuviera
perdido en el desierto y aquella fuese la única fuente de agua en
mil kilómetros a la redonda. Cuando se sació volvió a susurrar,
atravesándome con los ojos:
—No
tienes idea de lo que has provocado, Tosha, pero has de saber que
ahora me perteneces. Eres mío. Si alguien más se atreviera a poner
un dedo sobre ti, si oliese siquiera un jirón del perfume de otra
persona sobre tu piel... te juro que no sé de lo que sería capaz.
Me
recorrió un escalofrío. ¿Miedo, placer? Sin duda, ambos.
Segunda
parte
En
el tiempo que siguió no llegué a aprender mucho más sobre la
familia de Andréi. Supe que sus padres habían muerto, que tenía
tres hermanos mayores —a los que apenas vi de lejos— y una manada
de sobrinos, y que uno de sus tíos maternos era su pariente más
cercano y su mentor. Ninguno de ellos se dejaba caer por casa, y esa
enemistad seguía antojándoseme extraña. Por lo poco que mi primo
contaba deduje que nunca habían visto con buenos ojos el oficio de
guarnicionero de Padre, ni que se llevara a mi madre, ni que se
quedase con Lyuba —la cual no compartía su sangre—, tras su
fallecimiento. Me preguntaba qué pensarían del tipo de relación
que mantenía con ella.
Pero
no podía culpar a Padre por sus diferencias. Aquella era una familia
poco común, que no frecuentaba el pueblo y apenas acudía a la
iglesia o participaba en las fiestas. Por más que nadie osara hablar
mal de ellos y los caminos fuesen transitables gracias a su esfuerzo,
todos preferían guardar las distancias.
Aquello
me dolía por Andréi. Él era una persona social, afable, y yo no
soportaba la idea de que nadie pudiera albergar desconfianza hacia
él. ¿Acaso había escogido a sus parientes? Sin embargo, nunca
manifestó ninguna queja al respecto ni, desde luego, me atreví yo a
censurar a los suyos. Mi único consuelo era que se llevaba bien con
Padre y, para qué negarlo, que su dudosa reputación espantaba a las
muchachas, quienes, en otras circunstancias, lo habrían acosado a
todas horas. Puede que mi primo fuese una persona posesiva pero,
creedme, yo no le andaba a la zaga.
Con
frecuencia desaparecía en el bosque. Yo sabía que era su trabajo, y
era inevitable: si avistaban una fiera peligrosa, pasaban días
enteros siguiendo su rastro hasta darle caza. Esto me hacía
enorgullecerme de él, pero también temer por su seguridad. Aquellas
cicatrices en su cuerpo hablaban alto y claro de la vida que llevaba.
He de confesar que me habría sentido mucho más tranquilo si hubiese
podido acompañarlo. Ingenuo, ¿verdad? No habría sido más que una
estúpida y peligrosa carga. Y aun así, lo habría preferido mil
veces antes que tener que soportar las jornadas largas e inciertas
con la esperanza de que él arañara algún rato y viniese a verme,
por no hablar de los días que se sucedían sin noticias suyas. Mas
era improbable que mis cándidos deseos fueran a hacerse realidad:
Andréi me había dejado bien claro que nunca debía entrar solo en
el bosque. Alguna vez le pregunté, con resquemor, si acaso me tomaba
por una chica. Se reía entre dientes y decía, bromeando, que había
comprobado de primera mano que no lo era y que, así hubiere sido tan
alto como un oso y tan ancho como un río, de ningún modo me habría
expuesto a ningún peligro, pues no soportaba la idea de que me
tocaran un pelo de la cabeza. ¿Qué habría podido responder yo a
eso? Puede que no fuese una chica, pero maldita mi estampa si no me
ruborizaba de placer igual que una.
Mi
virilidad era un tema que solía plantearme con frecuencia por
entonces. Tenía muy claros cuáles eran mis sentimientos hacia
Andréi y no creía equivocarme al interpretar los suyos. Lo que
hacíamos en nuestro santuario, los besos, las caricias, el sexo...
no eran sino la consecuencia lógica de pertenecernos el uno al otro.
Ahora bien, yo no era ninguna chica. Me habían educado para ser un
hombre, y la base de la masculinidad era dominar, no ser dominado.
Desde un punto de vista objetivo el concepto habría hecho sonreír a
cualquiera, porque hasta a mí me resultaba obvio que yo no podía
aspirar sino a ser arcilla en las grandes manos de mi primo y que, si
alguien debía jugar el papel de dominado... ese era yo.
Andréi
estaba aún más convencido de ello. En cuanto nos quedábamos a
solas mi cuerpo se convertía en su juguete, en su propiedad. En el
escaso tiempo que tardaba en desnudarme me hacía sentir como si no
me perteneciera a mí mismo. Oh, él también se desnudaba y a veces
me permitía que fuese yo quien hiciese los honores, pero nunca me
concedía mucho rato para disfrutarlo; enseguida me rodeaba con sus
brazos musculosos y me tomaba de la manera que más le apeteciese.
Cuando me penetraba, solo una persona en el mundo sabía cómo lo
haría y durante cuánto tiempo: Andréi.
No
lo hacía con intención. Llegué a comprender que era parte de su
naturaleza, que no había preconcebido unos roles para nosotros, que
aquella era su forma de obtener placer de mí y de dármelo a cambio.
Y vaya si me lo daba, eso no puedo negarlo. Hasta la extenuación,
hasta el borde de la inconsciencia. Recuerdo una semana en la que
Padre se encontraba de viaje y yo me había escabullido de la casa
para pasar toda la noche con Andréi. La perspectiva de las largas
horas juntos nos incitó a arrojarnos el uno sobre el otro como
fieras. Yo habría jurado, incluso, que lo oí gruñir... y creo
recordar que tuvo que besarme o taparme la boca a menudo para que mis
gritos no atrajesen atención innecesaria. No recuerdo cuántas veces
lo hicimos aquella madrugada. Sé que caí en un sueño pesado, de
puro agotamiento, y no pasaron muchas horas hasta que me despertaron
sus manos y sus labios, amasando mis nalgas, besando y mordisqueando
la base de mi columna vertebral. Creedme, no había parte de mi
cuerpo que no me pesara —y esa,
más
que ninguna— pero, lo creáis o no, en cuestión de minutos se
deslizó otra vez dentro de mí. Y en unos cuantos minutos más,
volví a mojar la palma de su mano con mi semen. Ser humano, y ser
joven, proporciona experiencias muy gratificantes... Disfrutamos el
uno del otro dos días más antes de separarnos, y soy incapaz de
recordar cómo logré arrastrarme a mi habitación. No podría ni
aunque mi cuello dependiese de ello.
Esa
era la clase de dilema que me afligía: estaba feliz por tenerlo, y
frustrado por ese vago sentimiento de no alcanzar su nivel. Una fría
tarde de invierno, al entrar, aterido, en el santuario, recibí la
reconfortante sorpresa de que mi primo ya había caldeado el ambiente
con una buena hoguera. Me miró, sonriente, se acercó a mí, me
condujo junto a fuego y me ayudó a quitarme las prendas de abrigo,
frotando mis brazos y mi pecho para que se desentumecieran y lanzando
su aliento sobre mi cara para descongelar el témpano que tenía por
nariz. Solo tocarlo ya era un placer, porque él irradiaba tanto
calor como aquel hogar y jamás protestaba aunque posase mis manos
heladas sobre su pecho. Alcanzó la botella de vodka de hierbas y se
dispuso a ofrecérmela, pero mudó de parecer; la descorchó, tomó
un largo sorbo, se inclinó sobre mí y me dio a beber de su boca. Si
quedaba alguna huella del frío del exterior en mis labios, puedo dar
fe de que aquello la hizo volatilizarse por completo. El ardor del
licor bajó, calentando mi garganta, hasta mi estómago. El vodka
siempre caldeaba hasta la punta de los dedos de los pies.
Administrado con ese sistema... Baste decir que también había hecho
subir la temperatura de cierto
órgano intermedio de mi cuerpo. Y, lo que son las cosas, así como
algunas partes pierden rigidez cuando se libran del frío, otras, en
cambio, la ganan.
Andréi
notó cómo había recuperado los colores. Aún así, me ofreció
otro trago de reconstituyente, y en esa ocasión no despegó los
labios, sino que los dejó sobre los míos, dando a su lengua la
excusa perfecta para entrar en mi boca a saborear el alcohol. Era la especia más perfecta para
aromatizar un buen licor. Maniobré a izquierda y derecha, gusté,
lamí, sorbí. Cuando la lengua no bastó, mis labios bebieron de los
suyos, y mi rostro ya no halló una posición cómoda y satisfactoria
para hacerlo. Simplemente, ansiaba probarlas todas.
Andréi
comenzó a desvestirme, yo lo imité. Parecía una competición por
ver quién era capaz de liberar más piel en menos tiempo, que, por
supuesto, ganó él. Cuando me hubo desabrochado los pantalones me
sentó en la mesa, tiró de ellos y se instaló entre mis piernas
abiertas. Fue muy amable de su parte permitirme continuar con mi
tarea... No; en realidad no le quedó más remedio, pues con el arma
enfundada en los pantalones tampoco iba a hacer gran cosa. Y aunque
no me fue fácil ayudarlo a desenfundar, al final conseguí liberar a
la bestia.
Para mí era una delicia rozar aquel miembro excitado y trazar los
relieves de sus venas, los contornos resbaladizos que tan familiares
eran ya para mí.
Liberar
a la bestia...
Una palabras muy adecuadas. Sin dejar ir mis labios, Andréi aferró
con fuerza mi trasero y me alzó, como habría alzado a un crío. El
movimiento me tomó por sorpresa, apenas tuve tiempo de reaccionar y
sujetarme a sus hombros. Y no acabó ahí, porque después de dar
unos pocos pasos me acorraló de espaldas a la pared, con tanta
fuerza que la misma presión servía para mantenerme clavado en el
sitio. Se movió con rudeza entre mis muslos, forzándome a
separarlos aún más, y su ariete en posición entró en mí con una
facilidad aterradora para su tamaño. Se podría decir que me había
convertido en la vaina perfecta para el arma de mi primo. Envainó y
desenvainó varias veces, y cuando logró arrancar algunos gemidos de
mi boca...
Aquel
era siempre el momento en que la cordura lo abandonaba, en que todo
se volvía un vertiginoso episodio de lujuria que no alcanzaba una
pausa hasta que mi cuerpo no hubiese rendido homenaje a su habilidad.
Era una sensación enervante, verme así atrapado contra el muro de
la habitación; su amplio pecho tan pegado al mío que apenas me
dejaba hueco para respirar; sus labios, a la vez, robándome esa
entrecortada respiración. Y él aún se las arregló para estirarme
los brazos sobre la cabeza y aprisionarlos con aquel puño de hierro
que tan poderosa presión era capaz de ejercer sobre las muñecas.
Era incapaz de moverme, ni de emitir sonidos articulados. Apenas me
quedaba consciencia para sentir el balanceo de mis piernas mientras
entraba y salía de mí, y para proferir algunos gemidos amortiguados
dentro de su boca. Creo que nunca antes me había dado tanta cuenta
de lo impotente que llegaba a sentirme en sus brazos. El placer me
ahogaba, eso era bien cierto, y tenía presente que él sentía lo
mismo, solo con ver su expresión. Sabía que también me pertenecía.
Pero...
Cuando
estuve a un paso de correrme enlacé sus caderas con fuerza. Mis
músculos estaban tan tensos que me resultaba doloroso, aunque
llegado a aquel punto ya no era capaz de distinguir qué tipo de
sensaciones me estaba ordenando mi cerebro que experimentara. Lancé
un grito en su boca y descargué mi propia arma en una violenta
sacudida tras otra. En cuanto a Andréi, no precisó muchas estocadas
adicionales para imitarme; había estado conteniéndose a duras penas
para no llegar al clímax antes que yo. Dejó escapar mis labios —los
dos necesitábamos aire—, pegó los suyos a la base de mi cuello y
la besó tan profundamente que casi me clavó los dientes. El morado
que me dejó en la piel me duró días. No quería soltarme, ni salir
de dentro de mí, y estaba tan excitado con aquella posición que muy
bien podría haber continuado empujando.
—Ah...
Andréi —dije yo, tras recuperar un mínimo de resuello—.
Tengo... tengo que saberlo... Tú, ¿me ves como una mujer?
Aquello
lo inmovilizó. Dejó mi cuello en paz y me lanzó una mirada seria,
penetrante, de nuevo cuerda. Apretó las mandíbulas, la sacó y me
lanzó con cierta brusquedad sobre el asiento. Él no tardó en
echarse sobre mí y acorralarme con aquellos brazos que podían ser
tan enardecedores... y tan intimidantes.
—Tosha
—me dijo—, ¿quieres explicarme a qué viene esa pregunta? ¿Es
que he dado a entender, en lo más mínimo, que te considerase una?
—Yo...
no puedo evitarlo. La manera en que intentas protegerme... La manera
en que... me tomas... Puede que sea un alfeñique, comparado contigo.
Puede que realmente me parezca mucho a mi madre y...
Andréi
me sujetó por la mejillas con tanta firmeza que no pude continuar.
Sus ojos, bajo las cejas tupidas y el ceño fruncido, me taladraron
con muy poca amabilidad.
—No
sigas hablando, porque lograrás hacerme enfadar. Tosha, cuando te
conocí poco me importó que fueses un chico o una chica, es cierto.
Me sentía atraído por ti y no podía hacer nada para evitarlo, y
eso era todo lo que necesitaba saber. Pero ahora —me miró de
arriba abajo antes de seguir, frotando su pelvis contra la mía con
tanta lascivia que me hizo estremecerme—, te digo que no puedo
imaginarme un cuerpo más hermoso que el tuyo y que no lo cambiaría
por nada en el mundo. —Reclinó la frente contra mi cuello—. Y la
manera en que te tomo... Mi única excusa es que aún no puedo
controlarme, me vuelves loco, me...
Alzó
de nuevo los ojos, se echó junto a mí, sobre su espalda y me colocó
con facilidad sobre él. Tener que volver la vista hacia abajo para
mirarlo, con los cabellos pendiendo a ambos lados del rostro, era una
experiencia nueva. Andréi los recogió con suavidad detrás de mis
orejas.
—Serás
tú quien tome la iniciativa ahora, ¿de acuerdo? —continuó—. Yo
me quedaré aquí, muy obediente, y tú serás el amo hasta que te
canses. Soy todo tuyo.
Fruncí
el ceño, incrédulo. Por una vez, yo estaba arriba y mi primo se
situaba a mi merced. Por un momento acaricié la peregrina idea de
gozarlo como él hacía conmigo. ¿Me atrevería a hacerlo? Y, lo que
era más importante, ¿lo deseaba? Yo no sabía lo que se
experimentaba al penetrar a tu pareja, no lo había probado nunca.
Quizá lo hiciese, ¿por qué no? Mas no allí, ni entonces. No podía
imaginar que llegara a ser más intenso que lo que me embargaba
cuando él entraba en mí. Así pues, separé las piernas, agarré
aquel enorme mástil húmedo y lo guié a través de mi entrada
posterior. ¿Y la mayoría de los nuestros sienten temor de una
estaca de madera? Por Caín... Para saber lo que era una estaca, yo
les habría retado a empalarse
en aquella entrepierna. Andréi me contemplaba, entre asombrado y
excitado. Su pulso se aceleraba a medida que su carne me llenaba poco
a poco, y era obvio que luchaba para contener la tentación de
dirigir el balanceo de mis caderas. El cabello volvió a ocultarme el
rostro, pero no se atrevió a apartarlo, sino que trató de atisbar
mi expresión entre los largos mechones. Sonreí, entre gemido y
gemido. Tanto me conmovió su autocontrol que entrelacé mis manos
con las suyas para que no echasen de menos mi contacto, y las usé
para impulsarme sobre él. Su expresión al mirarme... No pude evitar
sentirme, ciertamente, como si fuera su dueño.
No
voy a decir que el Andréi dominador desapareció aquel día. No lo
hizo, ni yo lo hubiera deseado así. Lo que sí puedo afirmar es que
se echó a un lado y me dejó un hueco en el sitial de mando.
Y
pasó el tiempo. Nuestras vidas continuaron, lidiando con las
obligaciones en público, disfrutando el uno del otro cuando
estábamos juntos. Cuando cumplí los dieciocho ya estaba
familiarizado con el oficio y el comercio de mi padre. Aunque no me
atraía en lo más mínimo, y aún menos al saber que la gente de mi
primo no lo aprobaba, tampoco veía la forma de sustraerme a ello. En
cuanto a Andréi, continuó con el suyo, trayendo alguna que otra
pequeña herida nueva de tanto en tanto, pero volviendo. Volviendo
siempre.
Una
tarde escuché, sin proponérmelo, una conversación entre Padre y
Lyuba. El primero decía que los parientes de mi primo andaban
acosándolo para que tomara una esposa, y él se negaba. Aunque era
cierto, decía, que era el hijo menor y sus hermanos habían
bendecido a la familia con numerosos hijos, ya debía pensar en
sentar la cabeza en lugar de vagabundear por ahí conmigo. Me quedé
sin aire. No solo pretendían que Andréi... que mi
Andréi,
se casara, sino que, además, él jamás me había dicho una palabra.
¿Es que no confiaba en mí? Y pensar que había tenido que enterarme
de aquello por mi padre...
Abandoné
la casa a toda velocidad, acuciado por la urgencia de hablarle.
¿Dónde podría localizarlo? No estaba en nuestro santuario, ni en
los alrededores. Acompañado de los perros, me acerqué hasta la
linde del bosque. ¿Debía atreverme a entrar? Mi primo me había
avisado de que un par de lugareños imprudentes se habían extraviado
aquella semana y era muy importante que yo me mantuviese alejado; y
lo decía muy
en serio.
Consideré volver sobre mis pasos, pero el hormigueo en mi estómago
no me permitía estarme quieto. ¿Y si no regresaba hasta la noche?
¿Y si no regresaba aquel día? Solo me adentraría un poco en el
camino, y los perros me protegerían. Además, era culpa suya por no
haberme hablado de ello... Oh, Andréi...
Caminé
durante una hora por una zona que ya conocía, por haberla visitado
juntos. A medida que avanzábamos, se hacía más evidente que los
perros estaban nerviosos. A pesar de todo aún me sentía a salvo,
porque no me había apartado del camino. Lo más probable era que
hubiesen olido el rastro de alguna alimaña. Continuamos un buen
trecho y la luz comenzó a declinar. Aquello sí que no era bueno y,
lo quisiera o no, tendría que dar la vuelta. No estaba tan ciego
como para no advertir que arriesgaba el pellejo.
Justo
entonces llegué a una bifurcación del camino, y los perros
enloquecieron. Olfatearon, ladraron y andaron en círculos;
finalmente se esfumaron por aquella pequeña senda que se perdía
entre los árboles y los arbustos. Les silbé, sin resultados. Ni
gritos ni amenazas lograron que aquellas bestias idiotas obedecieran.
Malhumorado, opté por seguirlos, con la esperanza de que hubiesen
olido una liebre y no anduvieran lejos. En caso de peligro, razonaba,
ni siquiera ellos serían tan estúpidos para correr hacia él, ¿no?
Observé que la noche estaba próxima a caer, y los maldije de nuevo
mientras me abría paso entre las ramas y me llevaba algún que otro
arañazo. Cuando les pusiera las manos encima, razonaba, iba a
tenerlos un día sin comer.
Los
encontré parados junto a un árbol. Algo en su actitud contuvo la
retahíla de insultos que me disponía a lanzarles. En lugar de eso,
busqué qué era lo que llamaba su atención, y entonces vi que
varios metros más allá había otro perro, uno bastante grande,
gris, muy vistoso, que miraba de hito en hito a mis chuchos. Cuando
aparecí yo, ni se inmutó. Ya debía haberme olido hacía rato, dada
la manera tan imperturbable que tenía de quedarse allí, con los
ojos fijos en nosotros.
De
repente echó a correr entre los árboles, como un espectro sombrío,
sin dejar atrás la más mínima huella. Así que aquello era lo que
había atraído a mis bestias... Les grité cuanto se me ocurrió, y
ni aun así me siguieron. Mi paciencia estaba a un tris de agotarse.
Me dispuse a emprenderla a puntapiés en las posaderas con aquellos
desgraciados, pero debieron leerme el pensamiento, ya que agacharon
las orejas y salieron despedidos. Yo ya no debía demorarme más.
Decidí volver al camino cuando aún quedaba un poco de luz y confiar
en que todos regresaríamos a casa sanos y salvos. Entonces alguien
me agarró del brazo.
Supongo
que la expresión de alivio que debió cruzar mi cara en aquel
momento habría hecho reír a cualquiera, pues ese alguien no era
otro que Andréi. Sin embargo, tardé pocos segundos en volver a
perder el color: la ira en sus ojos era tan intensa, la fuerza con la
que me sujetaba era tan desmedida que todo mi cuerpo se retorció en
un espasmo de dolor.
—¡Te
avisé, te avisé bien claro, te
ordené
que nunca vinieras aquí tú solo! ¡Maldita sea! ¡Ahora...!
Se
me echó encima. Desechada una primera impresión de que me rompería
el alma a golpes, se hizo evidente que su intención era interponerse
entre mí y algo que surgió entre los árboles; en número de tres,
para ser exactos. No, ya no los tomé por perros. Aunque nunca había
visto un lobo, estaba seguro de que aquellos grandes animales lo
eran, con sus pelajes marrones y sus penetrantes ojos anaranjados.
Habían desnudado los largos colmillos, y gruñían. Yo dejé de
temblar con tanta violencia. Resulta paradójico, ¿verdad?,
reaccionar con calma ante la amenaza de tres lobos enormes. Aun así,
tenía sentido para mí. Mi primo nos mantendría a salvo y,
además... prefería enfrentarme a cualquier cosa antes que a aquella
mirada de Andréi.
Las
bestias siguieron gruñendo... y él también lo hizo. Sonidos
guturales brotaron de su garganta, y no para intimidar a los lobos,
sino buscando comunicarse con ellos. No podría explicarlo de otra
forma. ¿Era eso lo que hacían los guardabosques con las bestias?
Con todo, lo peor aún estaba por llegar. La pesadilla dio comienzo
cuando noté las uñas de mi primo clavándoseme en el brazo hasta
hacerlo sangrar, cuando se volvió y observé aquel brillo feral en
sus ojos, cuando distinguí sus largos colmillos creciendo al doble
de su tamaño y oí ese siseo estrangulado: «¡Corre!». Yo había
sido un imprudente, mas no era un cobarde. No iba a dejarlo solo
enfrentándose al peligro, y nada habría podido obligarme a
obedecerlo en eso. Nada, excepto...
Su
cuerpo creció, se cubrió de pelo; sus ropas se hicieron pedazos,
incapaces de contener aquella masa que se desbordaba; su cabeza se
hundió entre unos hombros prodigiosamente anchos; sus manos se
volvieron enormes garras de uñas temibles; la articulación de sus
rodillas mudó, como la de un cuadrúpedo... Es increíble la
cantidad de detalles que puede apreciar el cerebro aun estando bajo
presión. Allí estaba yo, paseando la vista por el pelaje grisáceo
de aquella bestia humanoide de tres metros en la que había mutado
Andréi, cuando debiera haber echado a correr por mi vida. Por otro
lado, ¿qué más podía hacer? El terror y la incredulidad me habían
clavado en el sitio. Por el rabillo del ojo vi que los lobos también
estaban aumentando de tamaño.
Aquella
criatura se volvió de nuevo. Al ver en lo que se había convertido
el rostro de mi primo, la sangre se me heló en las venas. No existía
semejanza alguna entre una cara humana y aquello. En el momento en
que sus enormes fauces se inclinaron sobre mí y volvieron a gritar
«¡corre!», con una voz más cercana a un aullido que a otra
cosa... el terror que hasta entonces me había paralizado me dotó de
alas. Corrí, corrí siguiendo la senda por donde había venido, sin
saber qué santo, espíritu o ser sobrenatural había concedido a mis
pies la gracia de elegir la dirección correcta. No volví la vista
atrás, pero oí sonidos de lucha y comprendí que lo que había sido
Andréi se estaba lanzando contra aquellas bestias.
Corrí
todo el camino hasta casa. Cuando llegué, me encerré en mi
habitación. Los pulmones me ardían tanto que apenas podía
respirar, que creí que moriría ahogado justo en ese momento. Aun
así, el sonido de mis desesperados esfuerzos por tomar aire no fue
capaz de acallar el estruendo de los latidos de mi corazón. No
recuerdo gran cosa, salvo que me abracé las rodillas y me hice un
ovillo, aterrado por la idea de que una de aquellos engendros entrase
por la puerta y me sacase el corazón entre jirones de carne y
chorros de sangre. Esa noche no dormí, ni pude dejar de temblar.
Al
amanecer me metí en la cama y me negué a salir de ella. Debía
estar febril y sin duda presentaba un aspecto lamentable, porque mi
padre me dejó en paz. No probé bocado, y me pasé las horas
paseando la vista, nervioso, desde la ventana a la puerta. ¿Qué le
había pasado a Andréi? ¿Se había apoderado de él un espíritu
malvado? ¿Un demonio?¿Un oboroten,
un hombre lobo? Nunca había tenido ningún contacto con lo
sobrenatural. Era vagamente consciente de que nuestro sacerdote, en
la iglesia, siempre nos avisaba de que debíamos guardarnos bien del
maligno.
¿El demonio había venido a tentarme encarnado en la persona de mi
primo? ¿Pretendía devorar mi alma?
La
fiebre me hizo delirar durante el resto del día. Al caer la noche,
cuando me asaltó la enésima pesadilla a pesar de mis ojos abiertos,
salí de la cama sin molestarme en librarme de mis ropas empapadas en
sudor, me deslicé fuera de la casa y eché a andar. Había tomado
una decisión. Ya no me importaba si Andréi era el diablo, un
espíritu o el heraldo de Baba Yaga en persona. Allá en el bosque se
había interpuesto entre aquellas bestias y yo. Lo conocía desde que
era un crío, había sido mi primer amigo, mi primer... mi primer y
único amante. Tal vez había una explicación lógica, tal vez había
sido un sueño, una pesadilla. Tenía que enfrentarlo y despejar mis
recelos.
Llegué
al santuario y me paré en seco ante la puerta abierta. Diseminadas
en el camino, había gotas de un oscuro color rojo. Contuve la
respiración, di un pequeño paso, y luego otro. Finalmente me asomé
al interior de la habitación. Andréi estaba allí, acurrucado en
una esquina, desnudo y cubierto de sangre seca. Lo contemplé en
silencio. Él me devolvió la mirada, sus grandes ojos abiertos de
par en par por la sorpresa. Me di la vuelta muy despacio.
—Por
favor... Por favor, Tosha, no te vayas —me pidió, con voz
suplicante.
—Espera,
voy a buscar algo para limpiarte.
Y
fue lo que hice, así de sencillo. Corrí hacia la casa, tomé
algunos paños limpios, aguja, hilo y ropas y volví al santuario,
donde mi primo me esperaba, ansioso. Respiró aliviado cuando crucé
la puerta, sus mejillas recobraron un poco de color. Me arrodillé
junto a él y lo obligué a apartar las piernas y los brazos. Estaba
cubierto de heridas, la más horrenda de las cuales era una enorme
marca de garras
que le cruzaba el vientre de lado a lado. Ya no sangraba, pero aún
estaba abierta. Tragué saliva, agarré una botella de vodka y limpié
con él los garrazos. Él apretó los dientes para aguantar el dolor.
—Creí
que no querrías volver a verme nunca más —dijo.
Yo
tomé aguja e hilo, sin pronunciar palabra, y me dispuse a coser
aquellos enormes surcos. Aunque no había aprendido con seres que
respiraran y se movieran, era diestro en el arte de la costura. Para
mi sorpresa, él me detuvo.
—No.
Para los míos, las cicatrices son motivo de orgullo.
—Te
lo han hecho por mi culpa. —Tragué saliva de nuevo, aguantándome
las ganas de gimotear—. Siempre que las veas...
—Siempre
que las vea recordaré que, gracias a que las llevo, la persona que
más me importa no ha sufrido ningún daño.
Lo
miré. Sus ojos de color avellana eran iguales, no habían cambiado.
Él alzó la mano tímidamente, indeciso sobre si debía atreverse a
tocarme. Yo no me moví, solo di un respingo cuando la posó en mi
mejilla.
—No
fue un sueño, ¿no? —pregunté, armándome de valor—. En el
bosque... Aquello pasó de verdad, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Eres...?
¿Qué eres, Andréi?
—Garou.
Me
contó la que para mí fue la historia más increíble que había
oído en mi vida. Que era lo que el folklore llamaba oboroten,
un
hombre lobo, o Garou,
el
nombre empleado por ellos mismos. Que era una condición adquirida
por nacimiento, y en absoluto tal cual lo contaban aquellas
supersticiones de mordiscos infectados, rituales bajo la luna y demás
supercherías. La familia de mi madre tenía sangre de hombres lobo,
quién lo creería. Yo, por todos los Antediluvianos, pertenecía a
una familia de aquellos seres... aunque la herencia no era
transmitida a todos los individuos, apenas a unos pocos. Y esos
pocos, como mi primo, poseían la habilidad de mudar de aspecto,
desde un lobo a esa monstruosa bestia en la que él se había
metamorfoseado, y ostentaban otros dones especiales. Estaba asustado,
y herido, porque Andréi nunca me había contado nada.
—Deseaba
hacerlo, Tosha, de veras que lo deseaba. Pero mi gente, mi manada, no
me lo permitía, pues tú no perteneces a nuestro mundo, sino al de
tu padre, y él es un humano normal, como Lyuba. Además, tenía
tanto miedo de perderte... Por favor, Tosha, perdóname y confía en
mí. Yo nunca te haría daño, antes me arrancaría el corazón. Todo
se me vino encima cuando te vi en el bosque, pues sabía que ellos
acechaban.
Temí que te hiciesen daño, que no pudieses soportar ser testigo de
mi... transformación. Me arrastré hasta aquí con el único deseo
de estar en un lugar con tu olor. Nunca soñé que... —Sus dedos se
sumergieron en mis cabellos, su voz se volvió expectante—. ¿Puedo
abrigar esperanzas? ¿Puedo concebir la loca idea de que no vas a
rehuirme? Mi vida está en tus manos. Te lo ruego, haré lo que tú
quieras, Tosha, cualquier cosa que me pidas...
La
importancia que concedemos a veces a las cosas es tan relativa... Mi
primo me suplicaba que aceptara el hecho de que era un hombre lobo,
¿y qué tenía yo presente, entre tanto? Que me había salvado la
vida. Que me quería y, de la misma forma, yo lo amaba a él. Que a
pesar de aquella descabellada historia, él seguía siendo el
mismo... Pero también pensaba que no confiaba en mí lo suficiente.
¿No es gracioso? Podía perdonarle que se estirara hasta los tres
metros de altura y le crecieran el pelo y las garras, pero no que me
ocultara que su familia le buscaba una esposa.
No
me mordí la lengua. Le dije que tenía demasiadas cosas que
considerar, y él, demasiadas explicaciones que darme. Me juró
solemnemente que respondería a todas mis preguntas. Había tal
ansiedad, tantas esperanzas depositadas en sus promesas que no pude
evitar sentirme conmovido. Entonces le solté a bocajarro que su
familia nunca aceptaría nuestra relación, ya que deseaban casarlo
cuanto antes. Se quedó lívido.
—Es
cierto —admitió—, es cierto que me han presionado para que lo
haga. Sin embargo, no te han contado toda la historia, Tosha.
Protegeré a los míos y a nuestra tierra, he dado mi palabra.
Honraré nuestros ritos, permaneceré leal a mi gente. A cambio,
jamás aceptaré una esposa, y si he de sufrir cualquier castigo por
ello, incluso el destierro, lo haré con placer. Mientras ambos
vivamos solo podrá haber una persona para mí, y esa persona... eres
tú.
Un
escalofrío me bajó por la columna vertebral. Me incliné sobre él,
con cuidado de no reabrir sus heridas. Anhelaba tocarlo, abrazarlo,
besarlo... y no me atrevía.
Él
sí se atrevió. Tiró de mi nuca y plantó sus labios en los míos;
su beso, tan suave, tenía un ligero gusto metálico.
Las
cosas no volvieron a la normalidad con tanta facilidad, todo hay que
decirlo. Por más que estuviese dispuesto a admitir aquella
particularidad
de Andréi y la inesperada revelación sobre mi familia, no podía
evitar estremecerme cuando sentía sus manos sobre mí. Aún estaba
aterrorizado de esa criatura en la que lo había visto convertirse.
Él lo sabía y, aunque le dolía, procuraba mantener las distancias
y dejar que fuera yo quien las acortase poco a poco, dando las
gracias al Creador, a los santos, a la Madre Tierra y a quienquiera
que elevase sus oraciones porque yo no había huido de él.
Cumplió
su palabra, me enseñó todo lo que pudo sobre los Garou.
Su
familia nunca llegó a ser amigable conmigo, y no tanto por el hecho
de que desconfiaban de mi discreción, como por la sospecha
—totalmente fundada— de que yo era la causa de que Andréi no
siguiera los pasos de sus hermanos. Solo su tío me dedicaba algún
que otro saludo. Era un hombretón que me intimidaba, igual de grande
que mi primo y asimismo un hombre lobo. De hecho, era a él a quien
había visto en el bosque, aquel imponente perro
gris
que había salido corriendo; a buscar al resto de su manada,
según supe más tarde.
A
pesar de sus heridas, mi primo debía continuar sus tareas de
protector. Yo no lo entendía muy bien. Si aquellos tres seres del
bosque eran hombres lobo igual que él, ¿por qué nos habían
atacado? ¿Acaso los Garou
estaban en guerra unos con otros? Andréi dijo que eso era cierto en
bastantes casos y que, a veces, había derramamiento de sangre entre
miembros de diferentes tribus, pero que el motivo por el que los
hombres lobo extranjeros pretendían atacarme era diferente: habían
olido las huellas del oficio de mi padre en mí y aquello los había
puesto más nerviosos de lo que estaban. Me habría reído si no
hubiese sido aterrador.
Los
forasteros se habían adentrado en el territorio de mis parientes
persiguiendo a un grupo de vampiros. Sí, la noticia de que existían
otras criaturas sobrenaturales cayó sobre mí para añadir más
confusión a mi ya embarullado cerebro. Los vampiros, me explicó
Andréi, eran inhumanos y peligrosos, y los de la calaña de ese
grupo, aún más. Ser infectado con su sangre era para un Garou
un
destino mucho peor que la muerte. El bosque, peligroso en condiciones
normales, se había vuelto prohibitivo para mí con aquellas
sanguijuelas
rondando
por él. Me dijo que no debía aventurarme ni tan siquiera a nuestro
santuario. Y así lo hice, por más que me resultase insoportable
recordar que yo estaba encerrado en casa y él ahí fuera,
exponiéndose a aquella locura. Dí vueltas dentro de sus muros como
un animal enjaulado; maldije más que nunca mi cuerpo débil e
inútil; maldije que la sangre de mis parientes, la cual corría por
mis venas, no fuese más potente...
Una
noticia vino a distraerme de todo eso, y no precisamente buena: el
vientre de Lyuba había comenzado a hincharse. Alguna vez alcancé a
oír los murmullos de las mujeres en la cocina, especulando quién
sería el padre, y yo, que estaba al corriente, debía componer un
rostro impasible y pretender que no sabía nada. Me admiraba la
sangre fría de Padre, cuyo comportamiento sosegado nunca reveló la
verdad a nadie. A nadie, menos a mí.
Cierta
noche mi padre me confió que alguien del pueblo había visto a unos
vagabundos cerca del antiguo secadero. Dado que solo estaba yo en la
casa, me dijo, y Lyuba se encontraba enferma, ¿podría ir a echar un
vistazo? Aunque no me apasionaba la idea de desobedecer a Andréi,
tampoco podía discutir con Padre, así que suspiré, tomé una
lámpara y un hacha y salí con pies ligeros, resuelto a volver lo
antes posible.
Había
luna llena. En el silencio de la noche, una débil claridad se
filtraba bajo la puerta del santuario. Tragué saliva. Serían
aquellos vagabundos de los que había hablado mi padre... o quizá
Andréi, adecentándose después de un día en el bosque. Me devané
los sesos decidiendo qué hacer. ¿Echar una ojeada? ¿Ir por ayuda?
¿Qué habría hecho mi primo? Habría entrado, sin duda. Pero
él podría medirse con una manada de lobos, si quisiera, y tú no
eres más que un crío debilucho, decía
una voz en mi mente. Y
entonces, ¿qué? ¿Te esconderás tras él toda tu vida? Sé un
hombre y entra ahí, solo son unos vagabundos, decía
otra voz. Yo ya había dejado la lámpara en el suelo y sujetaba el
tirador de la puerta. Empujé.
Cuatro
rostros estaban vueltos hacia mí cuando escudriñé la habitación;
tres, mejor dicho, pues uno de ellos estaba encapuchado. Sí que
aparentaban ser unos desarrapados corrientes que habían forzado la
puerta, habían encendido un fuego y se habían sentado en torno, a
una distancia prudencial. Uno de ellos era un jovencito muy guapo,
cuyos ojos rasgados delataban que procedía del este; otro era un
hombre de mediana edad, con algunas hebras grises en las sienes; el
tercero era moreno y muy delgado; del encapuchado no pude distinguir
nada, salvo que se había instalado en el asiento de la piel de
conejo, donde Andréi y yo solíamos... Aquello me enfureció.
Sosteniendo el hacha con fuerza, me dispuse a decirles que aquello
era una propiedad privada y que debían marcharse.
Alguien
me arrebató el arma y cerró la puerta de golpe a mis espaldas,
alguien a quien no había visto hasta entonces. Me giré,
sorprendido, y me topé con una mujer joven que me miraba desde las
sombras y jugueteaba con mi hacha como si fuese un palito. De
repente, ya no me sentí tan valiente: eran cinco, y aquella chica me
había desarmado con pasmosa facilidad. Lo peor fue que, al tratar de
recuperar lo que me pertenecía, alguien más me agarró el brazo. El
tipo moreno, que hasta hacía un segundo estaba sentado cerca del
fuego, se había colocado a mi altura.
—Mirad
qué regalito nos han dejado en la entrada —dijo la mujer, con voz
burlona—. ¿El desayuno?
—A
duras penas llegará para todos, pero es un comienzo —contestó el
tipo que me retenía, haciendo gala de una fuerza desproporcionada
para su complexión—. Y venía armado, como un gallito peleón.
—Sería
una lástima que no nos divirtiésemos un poco con él antes de comer
—aportó el de más edad—. Fijaos en esos ojos color miel tan
bonitos. Quiero verlos más de cerca.
—Traedlo
aquí —ordenó el encapuchado, con la voz más profunda y extraña
que pudiera imaginar.
El
moreno obedeció a su compañero y me arrastró hacia allí. Poco
pude hacer para evitar que me pusiese de rodillas y me clavase en el
sitio con aquel par de brazos flacos y férreos, ni para huir de la
mano del encapuchado, que atenazaba mi barbilla. Aquella... cosa
tenía muy poco de humana: era más bien una garra, de dedos largos y
delgados y uñas negras y enormes, igual de afiladas que las de un
ave rapaz. Lo más estremecedor era la hilera de púas que surcaban
su envés, desde los dedos hasta la muñeca, y se perdían dentro de
la manga de su túnica. Para que esas uñas horribles no se clavaran
en mi carne me obligué a quedarme quieto, preguntándome cómo había
sido tan estúpido. Rogando para que Andréi no andara lejos.
Aquel
ser se bajó la capucha. Si hasta entonces había creído que estaba
asustado...
Porque
tampoco quedaba humanidad en su rostro. Ni un pelo crecía en él. En
vez de eso, más púas gruesas surcaban su cráneo pelado, bajando
por su frente hasta el puente de su... de lo que fuera que tuviese
por nariz. Carecía de orejas y ojos eran esferas completamente
negras; a pesar de la falta de pupilas, sabía que me estaban
atravesando. Su piel era violácea, y sus dientes... Oh, aquellos
dientes de tiburón, con colmillos tan prominentes que dudo que
pudiese mantener la boca cerrada, me hicieron temblar. ¿Ese...
monstruo era un vampiro? ¿Y por qué sus compañeros parecían
normales? ¿Y qué demonios importaba? Iba a morir. Iba a morir si no
ocurría un milagro.
—Tu
rostro es muy hermoso, aunque podría mejorarse —susurró aquella
criatura, cuyo sexo jamás habría podido identificar. Incluso su voz
sonaba equívoca e inhumana—. ¿No sería un desperdicio que
cerrásemos esos bonitos ojos para siempre? ¿Qué te pasa, muchacho?
¿Tienes miedo de mí? ¿No te parezco una belleza, a mi manera?
Se
calló de repente. Algo del exterior atrajo su atención; la de él,
y la de todos los demás. El tipo moreno que me sujetaba me lanzó
volando contra una de las paredes de la habitación, mientras el
resto se colocaba en posición de alerta. Aterricé sobre un costado.
La cabeza me dio vueltas.
Una
fuerza increíble desprendió la puerta del marco y la impulsó hacia
el interior del cuarto. Algo bloqueó la entrada, algo enorme... Sin
previo aviso, el techo se hundió, y otra de aquellas grandes bestias
cayó sobre el chico de rasgos mongoles. El tipo de más edad clavó
sus grandes colmillos en el hombro peludo de la criatura, que aulló
de una forma capaz de poner los pelos de punta a cualquiera. Aún
otra de aquellas pesadillas gigantescas se coló por el agujero del
techo. Vi al tipo moreno salir despedido y aterrizar sobre la
chimenea, chillando. Pero lo más dantesco fue lo que hizo el vampiro
de las púas: se licuó en un charco de sangre, roja y viscosa, y se
coló entre las grietas del suelo, abandonando la túnica oscura tras
de sí. Después me sumí en el piadoso letargo de la inconsciencia,
gracias a todos los santos, y no vi nada más.
Cuando
desperté estaba en el bosque, junto a un riachuelo que cruzaba cerca
del linde. ¿Cómo había llegado hasta allí? La respuesta a mi
pregunta me llegó bajo la forma de Andréi, inclinado sobre mí. Me
estaba quitando la ropa sin ninguna ceremonia y examinaba cada parte
de mi cuerpo que iba quedando expuesta. No comprendía qué esperaba
ver en la noche, por más que la luna fuese brillante. Iba a
protestar, mas cuando reparé en su rostro ceñudo y sus mandíbulas
apretadas, la queja se me agarrotó en la garganta.
Tras
concluir la inspección a mi cuerpo desnudo, me asió por la barbilla
y me preguntó, con los ojos llenos de ira:
—¿Has
tragado sangre de esas sanguijuelas? ¿Aunque sea una gota? No me
mientas, Anton.
Sacudí
la cabeza negativamente, asustado. Acababa de pasar por semejante
prueba y mi primo me sometía a aquel trato. Comprendí que estaría
furioso por no haberle hecho caso, pero, ¿es que no oía cómo me
latía el corazón? Me olfateó y torció el rostro en una mueca de
contrariedad.
—Apestas
a escoria no muerta.
Acto
seguido, me lanzó al agua helada. Cuando reaparecí, boqueando y
temblando de frío, me agarró por el hombro, tiró hacia la orilla y
me sacudió.
—Te
dije que te quedaras en casa, donde siempre hay una de los nuestros
vigilando. ¿Es que no comprendes que si hubiésemos llegado un
minuto más tarde...?
—Padre
me ordenó que fuera a comprobar si... —comencé, con un hilo de
voz—. Lo siento.
Reparé
entonces en que él también estaba desnudo. Andréi había sido uno
de los enormes seres... de los Garou
que
habían atacado a los vampiros. Debía estar agradecido porque no
tenía más que un par de rasguños sin importancia. En cuanto a las
lesiones viejas, estaban curadas por completo; tan solo el garrazo de
su vientre había dejado grandes cicatrices. Me mordí el labio,
recordando por qué estaban ahí. Andréi me miró, sin decirme nada
más, aunque sus ojos hablaban con más claridad que cualquier
recriminación que pudiese hacerme. Finalmente me soltó.
Salí
del agua y me abracé las rodillas, temblando. Andréi decidió que
también necesitaba un baño, tomó mi lugar en la corriente de agua
y se sumergió por completo. Al emerger, sus cabellos salpicando agua
en todas direcciones, tuve la suficiente presencia de ánimo para
observarlo de reojo y apreciar la belleza de aquel cuerpo húmedo que
brillaba bajo la luz de la luna. Lo cierto era que no habíamos
compartido intimidad desde el episodio en el bosque. Yo había tenido
miedo, tanto de abrir sus heridas como, no voy a negarlo, de lo que
era. Pero ya estaba curado, y yo era joven y... seguía deseándolo.
Él
notó mi mirada. La suya se volvió hambrienta de golpe, como si
hubiera estado esperando a que yo le hiciera una señal. Me agarró
las muñecas, separándolas de mis rodillas, y tiró de mis piernas
hacia sí. Salió del agua con un salto poderoso y se instaló entre
ellas, apoyando los brazos junto a mis costados. Su cuerpo, su rostro
tan próximo, su aliento, mi propia lujuria... hicieron que entrase
en calor tan pronto que me olvidé de que estaba desnudo y empapado
junto a un río en medio de un bosque. Andréi me besó. No tardó
mucho en echarse sobre mi pecho, apoderarse de mis nalgas, alzarlas y
separarlas para poder acceder al camino que le había sido negado
durante mucho tiempo. Me penetró de golpe y empujó con brusquedad;
habría gritado si sus labios no hubiesen estado amordazando los
míos. Yo aún no lo sabía, pero... era difícil liberarse del
influjo de la luna llena.
Aflojó
el ritmo. Sus movimientos, mucho más gentiles, delataban que había
recuperado el control. Dejó ir mis labios y depositó un suave beso
en ellos, a modo de disculpa. Eh cuanto a mí, todo lo que podía
hacer era gemir de placer, abrazarlo, tirar de la larga melena y
pegar su cuerpo al mío. Ángeles del cielo, demonios del
inframundo... Cuánto lo había echado de menos.
Aquel
vampiro monstruoso que se había fundido en un charco de sangre había
escapado. Mi primo vino a darme la noticia a la noche siguiente,
después de una intensa jornada de persecución. Su visita fue muy
propicia para volver a explicarle a Padre por qué el antiguo
secadero se había convertido en una ruina. Solo me atreví a volver
allí a plena luz del día, y acompañado. Para mí fue muy duro
contemplar el estado en el que había quedado nuestro santuario, la
habitación donde habíamos compartido tantas noches, el asiento con
la piel de conejo. Ya nunca sería lo mismo, no después de lo que
había pasado. Él me puso una mano en el hombro y me susurró que
pronto dispondríamos de otro santuario, que no debía importarnos y
que, de hecho, la noche junto al riachuelo había sido la más
placentera que recordaba en siglos.
Yo le contesté que aquello no tenía nada de especial, dado que
habían pasado siglos
desde
la última vez que lo habíamos hecho. Nos reímos, no sin cierto
temor por mi parte. La criatura de ojos como el abismo aún andaba
suelta.
Pasaron
algunas semanas. A medida que el embarazo de Lyuba progresaba, Padre
se separaba menos de ella. Recayó en mí, en gran medida, la
responsabilidad del negocio familiar, así que hube de visitar el
pueblo más a menudo. Andréi, preocupado por mi seguridad, me
acompañaba en la mayoría de las ocasiones. Una tarde, al
disponernos a volver a casa, uno de sus parientes se acercó y le
comunicó que tenían un pequeño asunto familiar que solucionar. Él
me permitió adelantarme, no sin advertirme que no me demorara en el
camino y que lo esperase a puerta cerrada.
La
vuelta transcurrió sin incidentes. Ya hacía rato que había
anochecido, y todo estaba tranquilo. Mandé al carretero a ocuparse
del caballo y yo entré en la casa. No salió nadie a recibirme.
Supuse que Padre estaría con mi medio hermana y las mujeres no
habrían perdido la oportunidad de holgazanear un poco. Me quité el
zipun
y
me acerqué a la cocina. Había un puchero en el fuego pero no se
veía a nadie por allí. Extraño... ¿Se habría sentido Lyuba
enferma y estarían atendiéndola? Con lo ruidosas que eran las
sirvientas, la falta de gritos e imprecaciones contradecía mi
conjetura. De todas formas, me acerqué a su cuarto a mirar.
Arriba
todo seguía silencioso y a oscuras, salvo por la luz en el cuarto de
Lyuba. La puerta estaba abierta, así que no me molesté en anunciar
mi presencia. Apenas crucé el umbral, tuve que detenerme en seco.
Las
mujeres estaban allí, tiradas en el suelo, en una posición tan poco
natural que me espantó. Unas heridas apenas ensangrentadas en el
cuello y las muñecas delataban el método con el que las habían
atacado. Y eso no fue lo peor. Sentado muy erguido en una silla, como
si contemplara el espectáculo, estaba Serguéi, mi padre. De nuevo
sus heridas eran pequeñas y había poca sangre, pero también estaba
muerto, con los ojos vidriosos y desencajados abiertos, fijos en el
vacío. Sé que fui un imbécil, sé que tuve que haber echado a
correr en ese instante... y no lo hice. Tuve la insensatez de
acercarme al cuerpo de Padre, de tocarlo, de comprobar que no
respiraba. De cerrarle los ojos.
Ojalá
hubiese intentado huir. Me habría librado de contemplar lo que había
más allá del cuerpo de mi padre, en la habitación contigua, y de
las pesadillas que me acosaron durante años.
Lyuba
estaba allí. A diferencia de los demás, era más que obvio que
estaba muerta, pues descansaba en un horrible charco de sangre. Su
piel pálida, exánime, estaba teñida de rojo, sus ojos congelados
en una mirada de terror. Las heridas del cuello eran tan salvajes que
daba la impresión de que una manada de animales rabiosos se hubiesen
cebado en ella. Ojalá no hubiera bajado la vista, ojalá me hubiera
detenido ahí... La manera en que su asesino había sacado a su bebé
de su cuerpo... Lo que había hecho con la pobre criatura...
Aquello... aquello...
A
punto de desmayarme, sentí la tenaza de una garra por detrás, con
uñas enormes que se clavaban en mi carne. Aquella insólita voz que
no había podido olvidar susurró junto a mi oído:
—Te
saludo de nuevo, muchacho, llegas a tiempo para la fiesta. Aunque ya
me he saciado, creo que aún me queda hueco para un poco más. No te
preocupes: dolerá, pero será un dolor exquisito...
Y
dicho esto, clavó los dientes en mi cuello. Mintió; fue doloroso,
doloroso hasta el punto de que me hizo gritar. Él se ocupó de que
fuera así, él sabía bien cómo tenía que hacerlo para que la
agonía fuese brutal y sacudiese todo mi cuerpo, para que ningún
desvanecimiento piadoso pudiese aliviarla. Oh, ahora sé bien que era
un experto. Al final, cuando ya me sentía morir, noté un gusto
peculiar en la boca; el sabor de la sangre.
La
criatura me liberó bruscamente y me dejó caer al suelo. A partir de
ahí apenas tengo recuerdos, tan solo jirones de imágenes, retazos
de sonidos y palabras; gruñidos y aullidos que me parecieron muy
lejanos, a pesar de que debían sonar en aquella misma habitación;
revuelo de lucha; salpicaduras de algo cálido y viscoso; y el dolor,
ese dolor cruel que se retorcía dentro de mí. Recuerdo un silencio
repentino y alguien que llamaba mi nombre en la distancia, con
desesperación...
—...Mordido,
Andréi... Tarde... Tragado sangre... —Mis oídos captaban palabras
sueltas pronunciadas por una voz conocida—. Tú lo sabes...
Matarlo...
El
desvanecimiento piadoso llegó en el momento más poco propicio.
Abrí
los ojos de golpe en algún lugar desconocido —una cueva o gruta—,
cuyas desnudas paredes de roca a duras penas iluminaba una lámpara
de aceite. Miré mi propio cuerpo, la sangre seca que cubría mis
ropas. El hedor que despedía me alcanzó la nariz, haciéndome
sentir enfermo, y no por el olor, en realidad, sino por el hambre,
por el enorme vacío de mi estómago, tan intenso que hube de
llevarme las manos al vientre y apretar los dientes. Y entonces me di
cuenta de que me había clavado mis propios colmillos en el labio.
Alcé las manos, los toqué y eran...
Ya
adivináis lo que sentía en aquel momento: estaba palpando la
longitud de mis enormes colmillos, y estaba aterrorizado. Me miré
los dedos, vi unas gotas de sangre en ellos, y todo lo que deseé...
fue lamerlos. Y así lo hice. El sabor de mi propia sangre me hacía
morir de deseo.
Alguien
entró en la cámara de roca. Mi esperanza de que fuese Andréi se
truncó al distinguir la alta figura de su tío; a él pertenecía
aquella voz familiar que había oído en mi delirio.
—¿Andréi?
¿Dónde está Andréi? —pregunté, asombrado por el extraño
timbre de mis palabras.
—No
va a venir. —Pasó por alto mi alarma y continuó hablando—.
Escucha, Anton, escucha lo que voy a decirte, nunca en tu vida te
habrán revelado algo más importante. Esa sanguijuela te mordió.
¿Sabes lo que sucede cuando un vampiro te muerde hasta el borde de
la muerte? Sí que lo sabes, Andréi te lo habrá contado. ¿Y sabes
qué pasa si el vampiro te alimenta entonces con su propia sangre?
Asentí
muy despacio, notando cómo me quedaba sin respiración. ¿No es
gracioso? ¿Yo, que carecía de aliento que perder? Si no hubiera
estado helado ya, también habría experimentado cómo se enfriaba mi
cuerpo.
—Nosotros,
los Garou
—continuó—, somos enemigos de los vampiros, porque ellos lo son
de todas las criaturas vivas. Convertirse en uno es una de las peores
maldiciones que pueden caer sobre nosotros. Hubiera sido mejor para
ti que estuvieses muerto. Te habría matado yo mismo, y habría sido
un acto misericordioso.
»Pero
Andréi no me dejó hacerlo. Ofreció su vida a la entera disposición
de nuestra tribu si perdonaba la tuya. Me lo suplicó. Nosotros
creíamos, muchacho, que en cierta forma lo habíamos perdido cuando
puso los ojos en ti. No soy un ingenuo, sé muy bien lo que había
entre vosotros.
¿Lo
que había?
Oh, por todos los santos, ¿por qué utilizaba el pasado al hablar,
pensaba yo entonces? Andréi... ¿dónde estabas?
—Dejarte
vivir a cambio de recuperarlo a él me pareció un acuerdo justo. Lo
conozco, sé bien que habría sido capaz de dejarse morir si no
hubiese accedido, y mi sobrino es muy querido para mí. Esto me
traerá graves problemas con los míos, pero no veo qué otra cosa
puedo hacer.
»No
mires a la entrada, no va a venir. Eres un vampiro recién nacido,
quién sabe qué locuras podrías cometer. Podrías intentar
morderlo, y él podría dejarse... No voy a arriesgarme a eso.
»Seré
sincero, no tienes muchas posibilidades de sobrevivir sin un mentor y
abandonarte a tu suerte sería casi como condenarte a muerte, así
que te dejaré cerca de algún lugar donde habiten los tuyos, donde
habite el maldito clan de esa sanguijuela que has tenido la desgracia
de que te mordiese. Tendrás que arreglártelas y tendrás que
alejarte de aquí, Anton. Ahora elijo perdonarte la vida, pero si te
acercas a Andréi puedo elegir acabar con ella. Si algunas vez lo
apreciaste, harás lo que te pido, y os ahorraréis sufrimientos los
dos.
Creo
que no seguí escuchando. ¿Marcharme? ¿A llevar una existencia que
se me antojaba horrible? Y, sobre todo, ¿lejos de él? ¿Por qué no
me mataba ya? ¿Qué sentido tenía lo que me proponía? Andréi...
Mi Andréi...
Permití
que procediese tal cual lo había planeado. No quería acabar con mi
existencia; no, si con ello evitaba que Andréi aborreciese la suya.
Yo quería que viviera. No me importaba ser un maldito engendro del
demonio si sabía que él continuaba existiendo en algún lugar, bajo
el mismo cielo que yo. Quizás, incluso, pensara en mí de tanto en
tanto. Quizá me recordara con afecto, como el Tosha que había sido.
Pensaba,
además, que era muy probable que no sobreviviera a aquella prueba.
En esa época, en ese lugar, los míos eran aún más brutales de lo
que pueden llegar a serlo ahora. Pero sobreviví. Me uní a un grupo
de nómadas, uno de los cuales era de mi estirpe, del clan al que
pertenecía mi hacedor. Me enseñó todo lo que debía saber, me dio
todo lo que necesitaba.
Salvo
una razón para seguir. El tiempo transcurre de una manera distinta
cuando eres un inmortal. Y cuando eres uno joven, cuando precisas
cada minuto de cada noche para aprender a permanecer vivo
y cuerdo, lo hace aún más insólitamente. Yo, lo confieso, sentí
curiosidad por muchas de las cosas que descubrí en aquellos años, y
padecí repugnancia por otras que me vi obligado a hacer. Lo que
quiero decir es que me mantuve ocupado, activo. No me eché en el
camino a esperar a que saliera el sol. Peleé, pateé, mordí.
Lo
hice por él. Abrigaba la esperanza, diminuta, pero real, de que
algún día volvería a verlo. Soñaba con que me mirara, con que
pronunciara mi nombre. Anhelaba que no me hubiese olvidado.
En
veinte años, a pesar de la pesadilla en la que se había convertido
mi existencia, mis sentimientos hacia él no se diluyeron. Y
entonces... aproveché una oportunidad de dejar a mi propia manada
y
volver al pueblo, a Arzamás, el único lugar del mundo en donde
podía echarme a dormir directamente en la tierra, esa bendita tierra
que me vio nacer.
Fui
muy cauteloso, creedme, había aprendido bien a controlar los nuevos
poderes que me permitían modelar la carne. Asumí una identidad
diferente y, aunque no esperaba engañar a un hombre lobo sobre mi
auténtica naturaleza, procuré guardar las distancias. Solo quería
tener la ocasión de contemplarlo, aun de lejos.
Y
la tuve... Por Caín que la tuve. Lo reconocí en seguida, a pesar de
que los años habían hecho mella en él. En su rostro habían
aparecido arrugas, en sus sienes, hebras plateadas, y junto a las
viejas cicatrices ostentaba otras nuevas. Era él, inconfundible:
alto, imponente, atractivo... Andréi.
Si
alguna vez, en todo aquel tiempo, lamenté con todas mis fuerzas que
mi corazón ya no palpitara, fue en ese momento, en ese preciso
instante en que lo vi.
Hice
averiguaciones. Alguien me contó que seguía dedicándose a la misma
tarea de siempre, que estaba casado —Andréi, casado—, que tenía
varios hijos... La confirmación, no por esperada, dejó de ser un
mazazo para mí. Aguanté, no obstante, con todo el estoicismo que
logré reunir. Lo seguí, desde lejos, hasta un lugar más apartado.
Decidí entonces que no me acercaría a él, que no le revelaría
quién era yo. No iba a turbar su vida con mi intromisión.
Pero
se volvió. Se volvió y me identificó como lo que era, un vampiro,
uno de esos seres que él odiaba. No tenía forma de saber quién
era, porque había modelado mi carne y adoptado otra apariencia. No
podía recordar mi olor, porque hacía mucho que había dejado de ser
un humano. El creyó que era... eso, un enemigo, y se abalanzó sobre
mí, me agarró por el cuello y me clavó al tronco de un árbol.
Debería dejar que me matase, pensaba, que pusiese fin a mi tormento.
Él continuaría con su vida y yo... iría a arder en el infierno, o
me purificaría en el purgatorio si tenía la suerte de caer en las
manos de una deidad piadosa. Sin embargo, fui débil. Si había
seguido adelante todos aquellos años se debía a mi esperanza de
volver a oírlo pronunciar mi nombre.
—Andréi
—susurré—. Andréi, soy yo. —Sus manos apretaron con más
fuerza, temiendo que fuese a emplear algún truco—. Soy yo, Tosha.
Se
congeló al instante y me miró con incredulidad, pues había
recobrado mi antigua voz, había modelado mi carne y mi apariencia
había vuelto a ser la misma que él había conocido, la misma que
recordaba de aquel muchacho de veinte años atrás.
—No
es ningún truco, Andréi, soy yo. Lo siento.
—¿Anton?
¿Tosha? —Aún no se lo creía—. ¿Eres tú de verdad?
—Lo
siento —repetí—, solo deseaba verte. Yo... Si me lo pides, me
marcharé enseguida. Si lo prefieres, puedes entregarme a los tuyos.
O puedes... —Mi tono se convirtió en poco más que un susurro—.
O puedes hacer lo que quieras conmigo.
Andréi
tragó saliva. Aún no aceptaba que fuera yo, y no algún impostor
que estuviese robando sus recuerdos o utilizando alguna otra treta
similar. No obstante, me soltó el cuello y me arrastró lejos de
allí.
Me
arrastró hasta nuestro santuario.
Había
reparado el lugar. Esperaba que la cerradura estuviera oxidada, pero
la llave giró a la perfección. Entonces imaginé que la habitación
sería una ruina, y descubrí que era una copia exacta de lo que
había sido cuando nos pertenecía. Incluso había una manta de piel
de conejo... Me acerque al asiento, sin pensarlo, y la acaricié.
Casi sentía dolor en el pecho, la necesidad de llorar esas lágrimas
que ya no tenía. Me volví hacia él...
Andréi
sí las tenía. Por primera vez en mi vida, lo vi llorar. Había
aceptado quién era, que, de algún modo, había sobrevivido. A pesar
de que ya no era humano, a pesar de que ya no era su Tosha, me había
reconocido.
Él
seguía siendo mi Andréi. Me acerqué, porque no soportaba causarle
dolor, y me atreví a deslizar los pulgares sobre sus mejillas. De
puntillas, limpié aquella humedad con mis labios. Me abrazó. Pude
sentir cómo temblaba al rodear con sus brazos aquella cosa fría,
rígida y sin latido que era mi cuerpo y, con todo, no retrocedió.
Sus dedos se hundieron en mis cabellos, en mi espalda, en mi cintura,
en cada parte de mí con la que entraron en contacto. Yo lo imité.
Olía su aroma dulce y familiar, oía su corazón contra mi pecho.
Era la sensación más embriagadora que habría podido imaginar, la
tentación más increíble que había tenido que vencer.
Mas
nunca le habría hecho daño. Sabía que si aventuraba un mordisco,
si probaba una gota de su sangre, me arriesgaba a entrar en un estado
de frenesí que borraría toda mi cordura y me convertiría en un
peligro; así de poderosa es la sangre de un hombre lobo. No, nunca
le habría hecho daño. Habría preferido arrancarme la cabeza con
mis propias manos. Aquel abrazo debía ser suficiente, más que
suficiente. Y había vuelto a oír mi nombre de sus labios. Y él...
Él no me había olvidado.
—Tosha...
Me
besó. ¿Por qué lo dejé hacerlo? Mi beso era frío y seco, y
dejaría en su lengua el sabor de la muerte. Oh, Andréi...
No
dijo gran cosa. ¿Qué podía decir? Los dos sabíamos lo que
sentíamos. Los dos sabíamos que era imposible.
«Mientras
ambos vivamos solo podrá haber una persona para mí», esas habían
sido sus palabras. Y yo ya estaba muerto.
Continuamos
viéndonos, conocí a sus hijos. Les enseñó a tolerarme, pues, a
pesar de todo, compartíamos la misma sangre.
Lo
vi envejecer. Me dolió y sé que a él también, pero no podía
mantenerme apartado de su lado.
Lo
vi morir. Murió en mis brazos, en aquella misma habitación, en
aquel santuario en el que yo, a mis quince años, me había puesto en
los suyos por vez primera. Fiel a su palabra, había entregado su
vida a su parentela, pero su muerte me la entregó a mí. Fue la
única hermosa, la única auténticamente pura e inmaculada que jamás
abracé.
Todo
está bien ahora, no debéis preocuparos, ya no destilo dolor por esa
historia. Ha pasado demasiado tiempo y para mí solo es un recuerdo;
el pilar que me sostuvo durante un siglo y mi tesoro más preciado,
mas un recuerdo, al fin y al cabo. Lo que sí he de decir es que
obtuve algo muy bueno de todo eso: sigo acudiendo a Arzamás, donde
siempre he conservado mis raíces. Aún pertenezco allí, aún hay
gente que lleva mi sangre.
Los
hijos de los hijos de los hijos... de mi Andréi.
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