2013/02/04

CON LA VISTA AL CIELO I: El infinito no se puede abrazar con la razón



INTRODUCCIÓN


I: El infinito no se puede abrazar con la razón



El maestro lanzó un juramento, se acercó a la ventana, la abrió y dejó que la luz bañara su rincón predilecto del estudio. Eran las nueve de una brillante mañana florentina, y las calles bullían bajo sus ojos merced al trasiego de un millar de ciudadanos atareados. ¡Ah!, pensó, Florencia ha dejado de ser un agujero y se ha convertido en algo digno de contemplar gracias al oro de esos astutos Medici..., y, modestia aparte, gracias al talento e ingenio de artistas de nuestra categoría. Y pronto, muy pronto, volveré a realzar esa belleza con otra obra salida de mis manos. Suponiendo, claro está, que ciertos patanes ineptos y perezosos dejen de sabotear mi trabajo...

Inútil era decir que el maestro no hacía gala aquel día del mejor de los humores. Se había levantado al alba, como de costumbre, y se había encaminado a toda prisa a la forja para reanudar la comisión más importante de la que se ocupaba en aquellos días, el orbe que se alzaría sobre la linterna de Santa Maria del Fiore. Una pieza pequeña, en comparación con la magnificencia del Duomo, pero ¡tan grande, a la vez! Allá arriba sería visible desde toda la ciudad, casi tocaría el cielo. Ya había movilizado a todos los artesanos y aprendices, ya tenía los moldes preparados para fundir las piezas... y, por tercer día consecutivo, se demoraban en entregarle el cobre. Semejante falta de seriedad no podía ser tolerada. Había enviado a Pietro para que protestara enérgicamente, aunque dudaba que la molestia fuera a servirle de mucho.

Ahora bien, él no era el tipo de persona que se quedaba mano sobre mano, a la espera de noticias para actuar, así que no tardó en buscarse otra tarea. En un extremo de la habitación descansaba una gran tabla con un encargo a medio terminar; un par de jóvenes aprendices preparaban los utensilios para que Pietro pudiera retomar el trabajo nada más regresara. Además, debía concluir los diseños de un pequeño querubín en bronce. Sí, no le faltaban quehaceres, pero no le apetecía dedicarse a ninguno de ellos. Necesitaba sosegar el espíritu, y sabía cuál era la mejor manera: realizaría algunos apuntes para una nueva obra que tenía en mente.

¿Deseáis que me coloque aquí, maestro? —preguntó una melodiosa voz a sus espaldas.

El maestro se volvió y estudió al propietario de la voz, que había elegido sin titubear el punto en el que recibiría la mejor iluminación. Observó la manera en que la luz incidía en su piel clara y, decidiendo que era muy intensa, volvió a cerrar el marco de pequeños vidrios rectangulares. Asintió, al comprobar el efecto y se acercó al caballete más próximo, donde le habían dispuesto una hoja tratada de color gris.

El muchacho que iba a ser su modelo aún no había alcanzado la veintena, lo cual no le había impedido convertirse ya en su discípulo más sobresaliente. Era muy satisfactorio para un mentor observar cómo la materia prima con la que trabajaba se convertía en un producto de primera calidad; satisfactorio y también inquietante, sobre todo cuando los destellos de genialidad comenzaban a alcanzar a los propios. Y qué decir del físico con el que la naturaleza lo había dotado. Dios sabía que él mismo no poseía ninguna característica notable, pero aquel joven... Paseó los ojos por su figura alta y bien plantada, cuya musculatura incipiente apenas cubría una simple camisa blanca que le llegaba hasta la mitad del muslo; por sus cabellos rubios y ondulados, que se había apartado del rostro para despejar las bellamente cinceladas facciones; por sus ojos azules, a los que el sol matutino confería una cualidad luminosa y casi líquida... Era hermoso. No importaba que, tarde o temprano, tuviese que dejarlo marchar, inclinando, incluso, la cabeza. Por el momento era arcilla que él podía modelar a su gusto, y pensaba hacer buen uso de esa prerrogativa.

Quítate la camisa.

Resultaba curioso el embarazo que sentía dando esa orden. Él no acostumbraba a retratar desnudos, solía mostrar una consideración, siquiera mínima, al pudor. Además, los aprendices que zumbaban por la estancia lo incomodaban. Lanzó una mirada aviesa a uno de ellos —el joven Nicola, allí plantado junto al caballete, rascándose entre los omóplatos con la ayuda de una punta de plata; justo la que pensaba emplear para trabajar. Cuando se disponía a decirle que se quitara de su vista, conteniendo el deseo de abofetearlo, la blanca prenda que llevaba su modelo aterrizó en el suelo. La imagen que reveló aquel gesto tan —secretamente— familiar y tan estimulante capturó su atención; intachable y completa desnudez... y, por una vez, legítima y a la luz clara del día.

Apóyate en la pierna derecha y flexiona la izquierda... Sube más la cadera... Bien, ahora arquea la espalda y déjate caer en la columna sobre ambas palmas... No, los brazos están demasiado rígidos...

Cuando la pose resultó a su gusto, arrebató con muy mal talante la punta de plata al crío que la usaba de rascador, volvió a lijarla y procedió a medir y encajar la figura. Todo quedó en silencio. Apenas se oía el suave crujido del papel y la madera, pues el maestro no se mostraba paciente con quienes se atrevían a hablar cuando estaba concentrado.

Fue entonces cuando se dejó oír el ligero zumbido. No pasó desapercibido en medio de la calma, salvo, quizás, para el pintor, cuyos sentidos estaban volcados en su trabajo. Nicola alzó las cejas, buscando la fuente de ruido. El modelo no osó girar la cabeza; sus pupilas, no obstante, lo hicieron al máximo, tratando de imitar a su compañero.

Las siluetas de tres pequeños triángulos surgieron de la nada, a un metro del suelo, y refulgieron en el aire con un brillo purpúreo. Formaban entre sí otro triángulo equilátero en vertical, de tamaño considerable. Los espectadores que pudieron se frotaron los ojos, preguntándose si el sol estaría jugándoles una mala pasada. Al instante, las tres comenzaron a girar.

Giraban más y más rápido; tanto, que el triángulo equilátero se convirtió en un círculo borroso, y el zumbido se hizo más intenso. Quizá el pintor hubiera seguido ignorándolo de no ser porque su modelo, incapaz de contenerse más, se había vuelto hacia la increíble aparición mientras el resto de los presentes lanzaban grititos de asombro. Ahora bien, aunque hubiese sido capaz de pasar eso por alto, no habría logrado hacer lo mismo con el cuerpo que surgió del círculo flotante, voló por la habitación y aterrizó a los pies del inmóvil discípulo. Los muchachos gritaron, ya sin disimulo, y salieron atropelladamente, seguidos de cerca por su mentor, que se retiró haciendo la señal de la cruz.

El cuerpo que había hecho su entrada triunfal en el estudio del artista florentino resultó estar bastante vivo, aunque algo confuso. Quienquiera que fuese poseía una forma humanoide, cubierta de pies a cabeza por unos ropajes negros muy ceñidos y extravagantes. Negro era asimismo su cabello, y unas extrañas gafas grises le oscurecían el área de los ojos.

El círculo se desvaneció tras haber sido atravesado por la criatura, pero un nuevo juego de triángulos se materializó en el mismo punto, distribuidos esta vez en horizontal sobre el piso de madera. De nuevo se produjeron el zumbido y la vertiginosa rotación. Y del círculo brotó... nada.

Aparentemente.

Una triangulación impecable, querido mío. —Una voz burlona se hizo oír en esa nada. Apuesto a que has errado las coordenadas y no has revisado la masa corporal. Nuestro estimado supervisor utilizará conmigo ese tono suyo tan glacial hasta que se me congelen las orejas, y todo por insistir en dejarte programar tu propio transporte. Bien, más me vale cazar a ese grupito que acaba de huir antes de que la emprendan a gritos histéricos. La voz se alejó hasta la entrada. A medio recorrido, añadió algo más—. Ah, y otra cosa: dado que tú no te has molestado en activar tu ocultación, yo tampoco me he molestado mucho con la mía, así que nuestro joven amigo no solo puede verte, sino también oírme. Comprendo que desde ahí disfrutes de un panorama inmejorable, pero conviene que vayas levantándote.

Con una última risita, el ser invisible calló. Y el compañero al que había dirigido el discurso, que aún estaba tirado cuan largo era en el suelo de madera, clavó la vista en el par de pies desnudos que reposaban delante de sus narices. Luego la subió, muy despacio, a lo largo de dos piernas largas y bien formadas, hasta una ingle tapizada de ligero vello rubio que le confirmó, sin lugar a dudas, que aquella persona pertenecía al género masculino. Tras demorarse allí más de lo que habría sido necesario para sexar al individuo, continuó sobre un vientre y un pecho firmes y concluyó en un rostro cuya atención estaba prendida en algún punto junto a la puerta. El rostro se inclinó entonces hacia él, vertiendo toda la curiosidad que destilaban sus asombrados ojos celestes. Ambos se miraron.

Con calma, para no asustar a su involuntario anfitrión, el postrado visitante se incorporó. Al hacerlo se permitió un paseo turístico bien cerquita de su piel todo hay que decirlo, hasta que sus miradas estuvieron a un nivel similar; aquel joven tenía casi su misma altura.

Saludos. No te asustes, por favor. El rubio no movió ni un músculo. Eh, quiero decir que es admirable que no te hayas asustado, después de invadir de esta manera el recinto.

Seguía estudiándolo, sin dar señales de comprender. El visitante se percató de que había estado empleando su propio lenguaje, así que ahogó una palabra malsonante y repitió las frases en toscano.

¿Habláis mi idioma? —preguntó el muchacho, maravillado—. ¿Quién sois? ¿Cómo habéis hecho eso? ¿Sois un hombre, como yo? No, imposible, pues, si mis oídos no me traicionan, tenéis un compañero al que no puedo ver. Y eso... esos son los atributos de los ángeles. Solo que vos no parecéis un ángel...

Su mano inquisitiva se estiró y manipuló el cuello de las extrañas ropas negras. Luego se deslizó sobre las gafas grises, rozando los morenos y cortos cabellos, y se atrevió a tirar de ellas, desnudando unos intimidados iris oscuros. ¿No era paradójico que el intimidado fuera el invasor? Y, sin embargo, así era: estaba amedrentado por su propia torpeza, por la avalancha de preguntas, por la aparente falta de reacción de aquel joven rubio, que no había huido igual que los demás; por sus manos intrépidas, por su cuerpo desnudo, por sus ojos azules...

Aquel zumbido que ya se había vuelto familiar volvió a reverberar tenuemente en el estudio. Sobre el purpúreo círculo horizontal se hizo visible un tercer visitante, que hizo su entrada de forma discreta y silenciosa y se acercó a los otros dos. Llevaba el mismo uniforme negro y las mismas gafas grises, si bien era más alto y atlético. Su cabello castaño claro estaba recogido en una tirante cola de caballo, sus labios tensos en una línea severa.

El recién llegado lanzó un rápido vistazo a la puerta. Luego contempló al muchacho rubio y dio una vuelta completa en torno a él, examinándolo de arriba abajo con detenimiento. Su carencia de tacto era tan notable como desapasionado su semblante.

No obstante, la inspección fue recíproca.

Eh... Draa... supervisor... —Su camarada tartamudeó, tratando de justificarse. La-lamento mucho mi aterrizaje, te aseguro que no se va a repet...

Vuelve a ponerte tu visor —lo interrumpió en su propio idioma, con voz fría y átona. La orden fue obedecida sin demora, después de que el joven rescatara el mencionado objeto de los dedos que lo sostenían. El hombre utilizó entonces el toscano para hacerse entender por el florentino—. Hay un asunto muy importante que debemos exponerte, así que es preferible que nos sigas a un lugar menos público. No te causaremos ningún perjuicio.

¿No es con mi maestro con quien deseáis tratar? se asombró el interpelado. Acaba de salir por esa puerta.

quién es tu maestro y sé quién eres tú. —De nuevo usó aquel tono cortante y desapasionado. Y es a ti a quien me dirijo.

Pues yo estoy en desventaja, porque no sé quién sois vos —contraatacó el muchacho, sin perder las formas y sin amilanarse—. ¿Tendríais la amabilidad de darme vuestro nombre?

El visitante permaneció en silencio unos instantes, ante la mirada de reproche de su camarada.

Draadan —respondió, al fin.

Draadan —repitió el joven, esforzándose por imitar su manera de pronunciarlo. Nunca lo oí antes. ¿Solo Draadan? Ante la falta de respuesta, alzó las cejas y continuó—. De acuerdo, señor. En ese caso, os diré que el mío es Leonardo. Solo Leonardo.

Si estimas que podemos dejar el resto de las formalidades para más tarde, ¿te importaría acompañarnos? —Al notar la expresión embobada de su compañero, se agachó, recuperó la camisa blanca y se la lanzó a su propietario. Y puedes vestirte, si quieres. De hecho, te lo agradecería.





***





Si alguien le hubiera sugerido al aprendiz Leonardo que se codearía con tres visitantes surgidos de la nada que podían volverse invisibles a voluntad y que no eran ángeles, y puede que tampoco demoniosquizá no habría rechazado la idea de plano, pero, sin duda, habría adoptado una postura muy crítica. Y, no obstante, allí estaban todos, en aquella casa desconocida y deshabitada al noreste de los muros de la ciudad. La atmósfera olía a viejo y el polvo flotaba en el ambiente lleno de luz que penetraba desde un patio interior. Algo le decía al muchacho que estaban invadiendo una propiedad privada. Aun así, ¿había mostrado reticencia a seguirlos hasta ella? En absoluto: los habría seguido hasta la antesala del infierno, si hubiera sido menester.

Su vista se paseó de uno a otro. Comenzó por el más joven, el que había volado dentro del estudio, y continuó con el aparecido en segundo lugar, a quien había reconocido por la voz. Sus facciones eran atractivas, pasando por alto la expresión burlona; sus labios llenos no dejaban de curvarse en una media sonrisa cínica, y sus ojos rasgados, de un inusitado color azul marino, se clavaban tan profunda y molestamente como estiletes. El intenso brillo de su pelo moreno también poseía un matiz azulado. Al igual que el de los otros, su vestuario consistía en una pieza ajustada y continua de un tejido negro desconocido para él; tenía el aspecto de la piel curtida y un acabado satinado, si bien debía ser algo diferente, pues no despedía ningún olor. Su única certeza era que les confería un aspecto... muy sugestivo.

Por último, se centró en el que se había presentado a sí mismo como Draadan. Era el único cuyo rostro permanecía parapetado tras la pantalla gris, con lo que no pudo distinguir muchos más detalles. Debido a su posición, de cara a la ventana, el sol bañaba su piel inmaculada y arrancaba reflejos broncíneos a su cabello castaño claro, que se mantenía igual de disciplinado y tieso que él. El joven aprendiz siempre se había considerado alto, pero aquellos desconocidos lo eran más, y ese a quien llamaban supervisor destacaba entre todos. Y, sin embargo, se movía con una ligereza y una agilidad casi felinas. Bajo su particular visión artística, los hombres grandes solían ser desgarbados y sin gracia; quizás habría de revisar su opinión, pensaba, a juzgar por lo que tenía delante.

Le sorprendió que fuera su camarada, el de la eterna sonrisita, quien tomase la iniciativa.

Es un placer saludarte cara a cara, mi querido Leonardo. Permíteme que me presente: mi nombre es Navekhen. Ya conoces a nuestro supervisor, Draadan, y a mi joven y nada discreto compañero Neudan, que sabe cómo hacer una aparición impactante. El aludido le lanzó una mirada de profundo reproche y luego bajó la cabeza, turbado. Me alegra que te tomes nuestra intrusión con tanta calma, cualquier otro habría huido como alma que lleva el diablo. Tu maestro, sin ir más lejos... Ah, aprovecho para decirte que no te preocupes, ni él ni tus condiscípulos han sufrido ningún daño. Mi único interés fue asegurarme de que no cantaran más de la cuenta. Eso habría resultado molesto para nosotros y mortal para su reputación, porque, ¿quién iba a creerlos, aparte de un inquisidor celoso de su trabajo?

Y, ¿cómo os las habéis arreglado para conseguirlo? Mi maestro goza de gran prestigio y credibilidad. Nadie tomaría sus palabras a la ligera.

Tenemos nuestros métodos que aún no podemos explicarte. Bien, ¿qué sabemos de ti? El tal Navekhen volvió a colocarse su visor—. Leonardo, hijo de Ser Piero, notario establecido aquí, en Florencia. Nacido en Vinci hace dieciocho años, aprendiz de la bottega o taller del maestro Andrea hijo de Michele hijo de Francesco di Cione, llamado Verrocchio... Bla, bla, bla... Altura... Peso... Ojos... Datos que podemos obviar, ya que los hemos verificado de primerísima mano, ¿no? Relaciones conocidas... Mira, eso es mucho más interesante...

El muchacho frunció el ceño. El visitante sonrió con suficiencia y se quitó las gafas.

Quiero que comprendas que conocemos muchas cosas, muchas más de las que te gustaría. Y no especificó, al ver que su interlocutor se disponía a decir algo, tampoco puedo explicarte aún cómo las hemos averiguado ni por qué. De hecho, el primer motivo de nuestra visita es que nos ilumines acerca de algunas particularidades de tu vida que escapan a nuestra investigación.

Leonardo abrió la boca de nuevo. Un brillo suspicaz iluminó sus ojos entrecerrados.

Y ahora vas a sugerir que no entiendes por qué deberías responder a un interrogatorio cuando yo mismo no suelto prenda adivinó el astuto Navekhen, cuya sonrisa se hizo más abierta. Ah, no hace falta que te pongas de morros, todavía eres joven y fácil de leer. Te amenazaría con técnicas menos amables que una educada pregunta para obtener lo que queremos, pero me gustas, muchacho, y sé que tu curiosidad es más fuerte que tú y que colaborarás voluntariamente. El visitante de los ojos azul marino se acercó al florentino y le dedicó una de sus particulares miradas intensas. Necesito que recuerdes: ¿alguna vez viviste un incidente memorable, sufriste un accidente o recibiste un golpe que pudiese dejarte algún tipo de secuela dolorosa? Tienes que meditar bien la respuesta; es muy importante que no se te escape ningún detalle, por pequeño que te parezca.

Yo... —Leonardo enmudeció durante unos segundos. A buen seguro no era ese el tipo de pregunta que se habría esperado. Aun así, trató de hacer memoria. No... no recuerdo nada extraordinario. Es decir, me he enfrentado a contratiempos, lo mismo que cualquiera. En una ocasión me caí de un árbol al trepar para observar un nido, y en otra resbalé de lomos de un caballo. Aparte de eso, las heridas habituales de cualquier crío. Tengo buena encarnadura, así que no me quedaron cicatrices.

Lo he examinado de cerca Draadan rompió su silencio con el mismo tono desapasionado de antes, sin dejar de darles la espalda y no presenta marcas en la piel. Quedaron fuera de mi examen las plantas de los pies, el perineo y áreas adyacentes y el cuero cabelludo.

Vaaaya, has dejado una de mis zonas favoritas para mí. ¿No es estupendo? Deberíamos concentrar ahí nuestras pesquisas. ¿Estás de acuerdo, Leonardo? Navekhen alargó la mano y la apoyó en su hombro. El muchacho no retrocedió, si bien se tensó ostensiblemente, a lo que el hombre del uniforme negro reaccionó riendo entre dientes—. Lástima que, siendo realistas, lo más lógico es comenzar por la cabeza. No te preocupes, no te haré daño.

Tras colocarse de nuevo el visor gris, tiró del florentino con suavidad y lo hizo volverse. Sus dedos se desplazaron con gentileza entre los cabellos dorados para facilitarle el estudio de la piel al descubierto.

, he encontrado algo —confirmó en su propia lengua, señalándole la parte posterior del cráneo. Sin poder contenerse más tiempo, el joven Neudan se acercó a mirar—. La inoculación se produjo por aquí; noto un abultamiento casi imperceptible y la concentración enzimática es mayor.

¿Qué...? —El solo resignado a medias conejillo de Indias se revolvió bajo sus manos.

Relájate, mi encantador amigo. Navekhen volvió a emplear el toscano y le acarició el punto mencionado—. Todo te será explicado en su momento, pero ahora necesito saber algo. Esta contusión, ¿cómo te la hiciste? Debió resultar molesta, o dolorosa. Debió causarte alguna impresión. Trata de traerlo de vuelta a tu memoria.

Su boca estaba mucho más pegada a su oído de lo que habría resultado decente y necesario, y se cuidaba bien de usar un tono suave. Semejante intimidad infundía en el aprendiz una inexplicable mezcla de sensaciones: a la par que le erizaba el vello, le provocaba una relajación intensa, casi un trance.

Recordó...

Tuvo que ser cierto día —relató, hablando despacio. Yo tendría unos catorce o quince años y me hallaba recorriendo el camino que bordea el río Arno, en dirección a Pisa. Había tomado el nuevo caballo de Padre para adentrarme en una zona que deseaba explorar. Las formaciones rocosas que se encuentran por allí son tremendamente interesantes, ¿sabéis? Estaba haciendo algunos esbozos, cuando descubrí una caverna que debía ser mucho más profunda que las demás. El arrastrar de mis pasos resonaba en las paredes de piedra y, de repente, cesaba por completo, como si... como si alguien hubiera dispuesto un gigantesco muro de algodón para amortiguarlo en algún recodo del oscuro corredor. El eco traía sonidos perturbadores. Me sentía atraído por aquella penumbra, deseaba entrar, ver lo que me esperaba allá, en sus entrañas... y, al mismo tiempo, experimentaba un profundo temor a lo que pudiera encontrarme, a algún monstruo de pesadilla que acechase en las sombras.

»Entré. Mi curiosidad me venció. Avancé por el estrecho corredor todo lo que me permitió la luz diurna, pues no llevaba ninguna otra fuente de iluminación conmigo. Y vi...

»No sé lo que vi; una jugarreta de mis ojos, un truco de la mente, un destello púrpura. De lo único que tengo la certeza es de que perdí el sentido y, cuando volví en mí, estaba confuso y dolorido. Supuse que me había resbalado y me había golpeado la cabeza, porque padecía una extraña molestia en la zona donde vos... donde me estáis tocando. Los dedos se detuvieron, aunque no se apartaron—. Salí a trompicones, subí al caballo y no sé cómo me las arreglé para regresar a casa. Al llegar, Padre comenzó a gritarme por haber tomado el animal sin su permiso y haber salido sin decir a dónde. Algo preocupante debió notarme, porque se apaciguó; recuerdo voces agitadas, y unos brazos llevándome a la cama..., y nada más. Luego me dijeron que me había pasado tres días durmiendo, pero como me había despertado en plena forma y no presentaba heridas, todos suspiraron aliviados y no indagaron más allá. Incluido yo mismo. —Se dio la vuelta con estudiada lentitud y encaró a su interlocutor—. Y ahora aparecéis vos, localizáis una vieja herida sin cicatriz y me instáis a narraros un incidente del que no podíais tener noticia, puesto que nunca se lo había contado a nadie.

Sí, admito que soy el primer sorprendido por haber tenido la oportunidad de encontrarte. El hombre de cabellos oscuros sonrió con astucia, esquivando ese comentario—. Dime, Leonardo, ¿serías capaz de conducirnos a esa caverna, si te lo pidiésemos? Intuyo que así es, ya que posees una memoria magnífica, según hemos podido comprobar. ¿Tienes algún compromiso, digamos... ahora mismo?

¿Realmente no vais a revelarme nada? Las cejas rubias no perdieron su rígido frunce—. ¿Realmente esperáis que os guíe por caminos desiertos hasta una cueva perdida y oscura, sin tener la menor idea de quién sois ni cuál es vuestro propósito?

¿Por qué? ¿Temes que pueda atacarte en algún paraje solitario? ¿Crees que, de ser esa mi intención —la mano que aún mantenía sobre su cabeza se hundió entre sus cabellos, tirando hacia él con suavidad, no lo habría hecho ya?

Navekhen-dabb, no es necesario que lo amenaces —se sintió obligado a aconsejar su camarada más joven.

No lo dudo ni un instante. El florentino tragó saliva y replicó, sin apartar la mirada. Por más que me defendiera, no creo que pudiese hacer nada contra vos y vuestros amigos; sospecho que uno sería suficiente para reducirme. No intento resistir ni me niego a colaborar, únicamente... necesito saber. Esta situación es la más extraordinaria que he vivido jamás y necesito saber. Por mi vida, que no repetiré ante persona alguna nada de lo que salga de vuestros labios.

Navekhen lanzó una mirada furtiva a Draadan, su supervisor. Ningún movimiento delató lo que este estaba pensando o, al menos, nada que Leonardo pudiese percibir—. Al final, la sonrisa del visitante se diluyó.

Buscamos a alguien —confesó—, no a un terráqueo cualquiera, sino a uno de los nuestros. Y ese alguien, en apariencia, te encontró a ti primero y te hizo servirle para un propósito que desconocemos. Cualquier pista que nos lleve a él es esencial, y ahora tenemos dos: un guapo aprendiz florentino y una caverna. Hace tiempo que te observamos, joven Leonardo. Dado que la simple observación no nos ha conducido a nada, el siguiente paso era... acercarnos más.

»Antes de seguir hablando, hemos de garantizarnos tu discreción. No es que no confíe en tu palabra, encanto, pero existen dos importantes motivos por los que debemos mantenerte bajo control, y el más importante es tu propia seguridad.

»Necesitaremos hacerte lo mismo que aquel a quien buscamos te hizo en su día. —Los dedos volvieron a juguetear con su cuero cabelludo—. Seamos sinceros, no era esencial solicitar tu permiso; como bien has dicho, yo solo me bastaría para hacer lo que quisiera contigo. Su sonrisa regresó—. La cuestión es que me has caído en gracia, ya ves, y preferiría que aceptases ayudarnos por iniciativa propia. Nada malo te sucederá y, de hecho, es probable que obtengas algo maravilloso a cambio. ¿Qué decides?

«No a un terráqueo cualquiera»... La cabeza de Leonardo daba vueltas. ¿Quiénes eran aquellos hombres que no se consideraban terráqueos cualesquiera? Y, lo más importante: ¿acaso había algo que decidir? No le estaban dando opciones, sino la posibilidad de aceptar por las buenas o por las malas.

Ellos sabían, y él también, que no cabía indecisión posible.

Tampoco le importaba.

Digo que sí.

Por supuesto. La mano intrusa se retiró de su cabeza, entre una marea de finas hebras rubias. Draadan-mekk, ¿me acompañas fuera? Quiero comentarte algo, será cuestión de un segundo. Neudan se quedará contigo, mi pequeño amigo. Ah, y otra cosa: tutéame, por favor. Todo ese formalismo del vos no se hizo para mí.

Con un guiño, el hombre se dio la vuelta y siguió a su supervisor fuera de la estancia. La mirada del aprendiz se cruzó un instante con la del frío y silencioso Draadan; eso creyó, al menos, pues no había manera de distinguir a dónde se dirigían los ojos ocultos tras las gafas grises.

Espió el patio desierto a través de la ventana de pequeños rectángulos de vidrio emplomado. A la fuerza habían debido salir por allí, así que, ¿dónde se habrían metido? Extraño, todo era tan extraño...

A la vez que observaba, él era asimismo observado. Su tímido compañero de habitación no le quitaba ojo, impresionado por la bella estampa que ofrecía bajo la claridad de la mañana. Llevaba un sencillo jubón celeste sobre la camisa blanca y unas medias de color azul oscuro. En contraste con su propio uniforme negro, era una sinfonía de color. La imagen de aquel mismo cuerpo —desnudo— que se había grabado en sus pupilas poco antes volvió a manifestarse ante él con fastidiosa nitidez. Se sintió enrojecer hasta la punta de los cabellos, más aún cuando el muchacho rubio eligió ese preciso instante para girarse. Entonces desapareció de la vista.

Fue un acto reflejo tosco y estúpido. Aunque tardó décimas de segundo en percatarse de lo irracional de su comportamiento y volver a hacerse visible, comprendió que estaba siendo muy infantil. Maravilloso, sencillamente maravilloso, pensó, luchando contra las ganas de embestir la pared con la cabeza por delante.

Eh... Me... me preguntaba... —balbuceó, tratando de esconder su vergüenza. Quiero decir... Tres completos desconocidos se materializan frente a ti de la forma más increíble, te piden ayuda, te hacen preguntas, no te ofrecen ninguna respuesta a menos que te sometas a algo que desconoces..., ymantienes el tipo y lo aceptas todo con una calma extraordinaria, sin que te tiemble la voz siquiera.

Leonardo le devolvió la mirada. Una pequeña sonrisa aleteaba en sus labios.

Siempre he sabido que en el mundo había cosas maravillosas —respondió, al finy que debía hacer lo posible por encontrarlas y comprenderlas. Donde otros se conforman con fe ciega, yo prefiero hacerme preguntas. ¿Por qué aceptar siempre la palabra ajena, cuando puedo experimentar y buscar mis propias respuestas? ¿Por qué permanecer a oscuras, cuando puedo encender una luz?

»Hace mucho que dejé de creer que los ángeles bajarían para iluminarme. No, no sois ángeles; parecéis personas igual que yo, y es todo lo que sé. Mas de una cosa estoy seguro: el destino os ha puesto en mi camino y pienso aprovechar esta oportunidad. Llegaré tan lejos como pueda, tanto como me lo permitáis. Y si tengo que sacrificarme o pagar un precio por ello..., nombradlo, y haré todo lo humanamente posible por satisfacerlo. No tengo otra opción.

»Ahora que he visto la luz, no puedo quedarme en las tinieblas.


 




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