Cuando
el ayuda de cámara de Lord Dunford abrió la puerta del dormitorio
de su señor, esperó hallarlo inconsciente bajo una pila de mantas.
Era costumbre del joven dormir hasta tarde, en especial tras haber
asistido a uno de esos eventos a los que tan aficionado se había
vuelto en los últimos meses. Y aquella mañana del uno de enero de
1900, con el sol oculto bajo el horizonte gris y el cansancio de la
víspera por la fiesta de Año Nuevo, ¿qué mejor excusa se le
ofrecía para remolonear entre las sábanas? Pero, para sorpresa del
veterano sirviente, su señor se le había adelantado y observaba el
crepúsculo londinense a través del humo de un cigarrillo. Después
de susurrar a la doncella que encendiese la chimenea, se acercó a él
y recogió con un cenicero la colilla que amenazaba con desmoronarse.
—Buenos
días, señor. Ha madrugado usted mucho.
—Ah,
Coombs, buenos días. Supongo que es todo un acontecimiento, viniendo
de mí.
—No
tanto, señor, considerando qué fecha señalada es hoy. Dado que aún
es temprano, ¿desea que le suba una taza de té antes de bajar a
desayunar?
—Un
té estaría bien, sí.
—Debería
haber descansado un poco más. ¿Qué dirán todos si notan sus
ojeras?
—Sobre
eso no puedo hacer nada. Me ha sido imposible conciliar el sueño.
Coombs
llevaba toda la vida al servicio de la familia del conde de Dunford y
había visto crecer a sus dos hijos, así que se sentía autorizado a
tomarse libertades con su joven señor, Nigel. Tras colocar la taza y
el correo al alcance de este, abrió el armario y se cercioró de que
su atuendo para la mañana estuviese impecable.
—¿Lo
pasó bien en la fiesta de Año Nuevo, señor? —preguntó mientras
disponía las prendas.
—Una
cantidad de alcohol muy moderada para mi gusto. Es difícil soportar
a los pelmazos cuando estás sobrio. Válgame Dios, ¿qué es esta
gigantesca pila de cartas?
—Me
he permitido purgar las felicitaciones de temporada y solo he dejado
las que pensé que podrían interesarle. Ya sabe, compromisos
ineludibles y amigos.
—Pues
menos mal; ni el secretario del Primer Ministro debe tener hoy tantos
papeles pendientes en su escritorio. No estoy de humor para leer,
Coombs. Espero que mis ineludibles
y mis amigos sean comprensivos y aguanten un poco antes de…
Los
ojos de Lord Dunford se clavaron en el remitente del sobre más
grueso. Sin decir una palabra más, sopesó aquel compacto bloque de
papeles y le propinó unos cuantos golpecitos con el pulgar mientras
se dejaba caer en una silla. Su ceño se había ido frunciendo poco a
poco. Familiarizado con sus cambios de humor, el ayuda de cámara
eligió aquel momento para presentar sus disculpas y eclipsarse. El
joven no reparó en su ausencia. Rasgó la solapa, extrajo unas
cuantas hojas de papel fino y paseó la vista por el encabezamiento,
por las curvas de aquella caligrafía que conocía tan bien como la
suya propia.
Mi
querido Nige:
Apuesto
a que no esperabas recibir semejante testamento en el día de hoy.
Tampoco confío en que lo leas. Debes tener un montón de cosas en la
cabeza, cosas más importantes que prestar atención a los desvaríos
de un plebeyo desvergonzado que se atreve a llamarte Nige
en
lugar
de
ofrecerte la cortesía debida. ¿Qué le vamos a hacer? Son muchos
años de confianza y ya te trataba así antes, cuando eras el
Honorable Nigel Dunford y no el Lord en el que ahora te has
convertido. Te pido disculpas por mi ligereza al abordar el tema; ni
tú ni yo lo elegimos, fue una jugarreta del destino que tu hermano
James falleciera y recayesen sobre ti sus responsabilidades. Y ahora…
He
estado dándole vueltas y he llegado a la conclusión de que, en el
fondo, nada habría cambiado si James aún estuviese entre nosotros.
Tu padre habría tomado las mismas decisiones, tú habrías acabado
por obedecer, me habrías seguido tratando con suspicacia después
del incidente en la Academia… Y sé que he sido yo quien te ha
estado evitando durante estos meses, pero convendrás conmigo en que
ha resultado lo mejor para los dos. Yo soy un simple oficial sin
perspectivas recién salido de Sandhurst y tú asumirás el título
de próximo conde de Dunford; ya tengo mi destino en Sudáfrica
mientras que a ti te esperan cometidos más elevados en Londres.
Parto en el tren de la mañana para Southampton. Allí me embarcarán
en alguna lata de sardinas con flotabilidad precaria y me enviarán
hasta El Cabo, donde un puñado de bóeres
frenéticos ansiarán rebanarme el pescuezo. ¿Te acuerdas de
aquellas noches en la Academia, cuando nos escapábamos a echar unos
tragos a la taberna de las hermanas O’Reilly y planeábamos
estrategias para emboscar rebeldes en la jungla? Visto ahora, lo de
matar rebeldes ya no me parece tan emocionante. Me alegro de que te
quedes en la ciudad, donde lo peor que puede ocurrirte es que pilles
un constipado por pasear sin paraguas. Nuestros caminos no van a
volver a cruzarse, y quizá por eso me animo ahora a juntar unas
frases para rememorar los buenos tiempos y agradecerte la amistad que
siempre me has ofrecido. Y a pedirte que me perdones.
Evidentemente
no eres el responsable de mis desviaciones. Ahora bien, ¿por qué
tuviste que estar siempre a mi lado? ¿Por qué me dejaste tan claro
que te importaba? Todavía recuerdo mi primer día en nuestro
colegio, con once años apenas cumplidos, las piernas flacas como
limpiadores de pipa y la cara llena de pecas bajo unas greñas
pajizas. Yo era carne de cañón de burlas, un buen ejemplar de
novato que ni siquiera tenía derecho a un apellido propio porque mi
hermano mayor ya había pasado por allí; era Fehler minor,
el
escuchimizado nieto de extranjeros de dudoso pedigrí y perspectivas
sombrías que se había colado en una escuela de postín. Tú también
eras minor,
claro, excepto que contabas con la ventaja de tu título y el buen
nombre de James para allanarte el camino. Aunque no me quejo, ya que
tú, el Honorable Nigel Dunford, te adelantaste a darme la mano y te
ofreciste a guiarme. Me elegiste a mí, a un don nadie, para
compartir tus escondites en los pasillos de nuestra casa y en los
terrenos que se extendían desde el colegio hasta el pueblo. Menudo
tipo enigmático que eras, ¿eh?
Sí,
confieso que me cuesta entender por qué te exponías a colocarte en
el punto de mira de los veteranos. Todavía se me eriza la piel de la
nuca cuando revivo las amables
novatadas
con
las que el viejo animal de Beauchamp tenía a bien obsequiarme en su
estudio; fue escaso consuelo saber que la tomaba conmigo en
represalia a sus enfrentamientos con mi queridísimo hermano. O las
chanzas a costa de mi apellido que Larkin, su amigo con ínfulas de
filósofo barato, me lanzaba a todas horas. «¿Sabías que Fehler
significa error
en alemán, enano?». «Tras el error major
aparece el error minor».
«Tus padres no se quedaron satisfechos con el primer error, ¿no? Ve
y diles que dos errores no hacen un acierto». Yo fingía que no me
importaba delante de ti. Fingía a todas horas para estar a tu altura
y no imponerte la compañía de un perdedor, a pesar de lo mucho que
me afectaban esas palabras. Y ahora me dirás que no entiendes por
qué, que eran estupideces sin importancia, que el auténtico matón
era Beauchamp y Larkin un simple bocazas que le seguía la corriente.
Con todo, era a ese bocazas a quien más temía, Nige. Temblaba
cuando me observaba antes de soltarme una de sus ocurrencias pues
tenía miedo de que pudiese ver a través de mí. Ya entonces
sospechaba que debía ser un bicho raro; lo que no habría soportado
por nada del mundo era que tú también lo descubrieses.
Pero
no lo hiciste entonces, ¿verdad? En aquella época mis sentimientos
eran muy inocentes. Sin embargo, ¡qué fácil resultaba encerrarse
más y más en ti! Entre las torturas de Beauchamp y los deberes y
sermones de castigo que, ineludiblemente, caían sobre mí los fines
de semana, tus notitas en el borde de mi cuaderno, tus guiños cuando
el profesor Cartwright se tropezaba con los bajos de sus propios
pantalones, y tus señales para soplarme las fechas de la Historia
Británica eran mi salvación. Y los paseos por el campo, cuando nos
fugábamos durante los partidos de críquet y corríamos a la
lechería a gastarnos la asignación semanal… Y las noches a la luz
de la linterna, leyendo los libros picantes que habías heredado de
tu hermano… Y los vodeviles que representábamos a mitad de curso,
y mis pataletas porque siempre me tocaba hacer de chica, aunque en
realidad no me importaba con tal de que a ti te asignaran el papel
principal…
Recuerdo
con nitidez una de nuestras escapadas al río. Teníamos catorce
años. El cielo que había permanecido encapotado toda la mañana se
abrió de repente y un sol abrasador cayó a plomo sobre nuestras
cabezas, haciendo salir a cada pájaro y anfibio de los alrededores.
«Es como llevar un mechero Bunsen en la coronilla y otro debajo del
culo, Raymond. ¿Nos remojamos?». Eso me dijiste. Y a mi protesta de
que hacía demasiado calor para ir a por el traje de baño
respondiste pateando tu ropa en todas direcciones y lanzándote al
agua en bomba. Me salpicaste de arriba abajo y me amenazaste con una
rociada más seria si no te seguía.
Después
de años de bañarnos juntos ya no esperaba destapar nuevos secretos
entre nosotros. Pero aquella tarde de verano, al verte tendido sobre
la hierba con la mano sobre los ojos mientras el sol te secaba la
piel desnuda, al distinguir la curva de tu sonrisa adormilada…
Aquella tarde todo cambió para mí. Comprendí que quería tumbarme
pegado a tu costado, tocarte, deslizar los dedos sobre tus pestañas
húmedas y a lo largo de tus labios. Fui consciente por primera vez
del monstruo que llevaba dentro.
Si
has leído hasta aquí sin sentir arcadas confío en que continuarás
hasta el final. Tú sabes que mantuve bien oculto ese monstruo hasta
nuestro último curso. Contuve los ojos, la lengua, incluso los
pensamientos. Me violenté de formas que no te imaginas para no hacer
pedazos nuestra amistad. Cuando volvimos a reunirnos en Sandhurst
para convertirnos en oficiales y caballeros ya estaba resignado a
seguir así para siempre, te doy mi palabra; a que ambos recibiríamos
algún destino honroso, brillaríamos en el frente y regresaríamos
con cierta aura de valentía para casarnos con alguna joven de buena
familia y darle unos cuantos hijos al imperio. ¿No fui un hombre
cabal durante los primeros ciclos de instrucción? Sabes que sí, lo
sabes, maldita sea. La culpa de que todo se fuera al infierno la
tuvieron la enfermedad de James y aquel inoportuno encontronazo con
el último tipo al que habría deseado volver a ver: Larkin.
Y
de nuevo te responsabilizo a ti por mi propio pecado, a ti y al pobre
James… Santo Dios, te concedo todo el derecho del mundo a
maldecirme. Lo cierto es que, al ver a aquel recordatorio de mis
viejos temores, la necesidad de recuperar mi máscara fue tan fuerte
que no pude concentrarme en nada más que en aparentar indiferencia.
Y en tragar cerveza tras cerveza. Pero Larkin se comportó como el
desgraciado suspicaz que era; un desgraciado resentido por no haber
superado los exámenes de ingreso a ninguna academia militar en tanto
que yo, un crío durante su periodo de gloria en la escuela, había
crecido más que él y era cadete de Sandhurst. «Apuesto a que te
han admitido en la Academia por error.
Ah, espera, ¿no era ese tu apellido? ¿O es tu táctica de seguir a
Dunford a todos lados, igual que un perro faldero, lo que te
funciona? ¿Sigues mirándolo fijamente cuando te crees que no se da
cuenta? Eh, Dunford, ¿no te pone nervioso tanto afecto? ¿Te agrada
ser el héroe adorado de este tipo?».
Sé
muy bien que le tapé la boca con un puñetazo, aunque apenas
recuerdo ese detalle; lo que nunca olvidaré es tu expresión
indescifrable al oír las puñaladas que me lanzaba. En aquel
instante mi único anhelo era acallar a ese bastardo y alejarme
cuanto antes de allí. Pretender huir de ti, por otro lado, era algo
bien distinto. Ojalá no me hubieras seguido, ni me hubieras
preguntado qué quería decir con aquello, ni hubieses intentado
sujetarme. Estaba convencido de que iban a expulsarme por salir a
beber y por empezar una pelea. Tenía miedo de que abandonases la
Academia a causa de la enfermedad de tu hermano, de que me
abandonases. Estaba ebrio y dolido y desesperado. Y por eso lo hice,
por eso me revolví y te besé de una manera que debe estar reservada
a quienes amamos. Porque ya te había perdido.
Tu
silencio estupefacto me dijo cuanto necesitaba saber. Si he de ser
sincero, me asombra que no me golpeases para apartarme, sino que te
limitases a mirarme como si fuera una aparición o un pobre loco. ¿Me
odiabas? ¿Me compadecías? Ah, ¿por qué me ha sido siempre tan
difícil adivinar lo que piensas? En fin, imagino que culpabas a mi
borrachera. Todo ese tiempo, el hombre noble y generoso que es Nigel
Dunford habrá estado achacando mi vileza al alcohol y esforzándose
por contactar conmigo para pedirme una explicación sencilla. El
problema era que no la había, no la que tú esperabas y merecías.
Te rehuí lo mejor que pude entonces, asombrado de que Larkin no
hubiera abierto la boca, hasta que James falleció y tú te marchaste
a petición de tu padre. Su nuevo heredero no iba a ser enviado al
frente para que lo matasen. Qué alivio sentí, Nige. Fue como si me
arrancasen el corazón. Qué alivio.
La
pura realidad es que Larkin tenía razón: soy el mayor error con el
que has tenido la mala suerte de toparte. Un amigo no debería querer
a otro de esta forma enfermiza. Si te juro que he hecho cuanto ha
estado en mi mano para sofocar el sentimiento, ¿me perdonarás?
¿Rogarás por mi alma? Después de todo, este día tan especial para
ti será el comienzo de una nueva vida digna de un futuro conde, y a
mí no tendrás que volver a verme. No cuento con regresar de
Sudáfrica. Me redimiré lo mejor que pueda ganándome una
condecoración antes de caer, una que valga por los dos.
Te
deseo toda la felicidad que mereces en este flamante 1900.
Tuyo
a pesar de mí mismo,
Raymond
El
joven Lord Dunford permaneció mudo durante un largo rato, su rostro
una hoja en blanco en la que no se movía músculo alguno. De súbito,
en un estallido de ímpetu, hizo sonar la campanilla y eligió un
traje cualquiera del armario sin aguardar la llegada de su ayuda de
cámara. Cuando este asomó y sorprendió a su señor vestido a
medias, sus cejas pintaron una mueca de perplejidad.
—Señor,
¿qué está...?
—Coombs,
haga que preparen el coche. No, no hay tiempo para eso; pare uno en
la calle.
—Pero
señor, usted lo ha dicho, no hay tiempo para eso. ¿Acaso olvida que
va a...?
—¡Rápido!
Había
empezado a llover. Dunford agradeció el contundente sonido de las
gotas de lluvia mientras atravesaba a toda velocidad las calles de
Londres; de alguna manera, el estruendo le ahorraba tener que meditar
sobre sus actos. Ante la estación de Waterloo arrojó un soberano al
estupefacto cochero y corrió hacia los andenes, olvidándose el
paraguas en el asiento. No mostró sus mejores modales al preguntar a
un inocente mozo de equipajes cuál era el tren que partía a
Southampton, ni le fue fácil localizarlo entre los corrillos de
viajeros, el ruido de las calderas y el humo. Para cuando alcanzó la
vía correcta, la larga hilera de vagones ya estaba a punto de echar
a rodar hacia su destino, pero eso no lo amilanó. Recorrió las
ventanillas y se asomó a los compartimentos uno tras otro. A mitad
de su inspección hubo de apretar aún más el paso, apremiado por el
silbido de la locomotora. Fue entonces cuando distinguió una figura
familiar al otro lado de la ventanilla, un oficial envuelto en su
capote que observaba el exterior con expresión concentrada, como si
quisiera empaparse bien de sus últimas imágenes de la civilización.
El joven lo reconoció; atónito, se acercó al cristal.
Era
demasiado tarde para hablar. Se limitaron a interrogarse con la
mirada hasta que el tren arrancó y Dunford se vio forzado a seguirlo
a pie hacia el exterior, exponiéndose al aguacero que ahogaba la
ciudad. Allí permaneció mientras los vagones de cola pasaban a su
lado y el rostro del joven oficial se desdibujaba irremisiblemente,
convertido en un borrón en la distancia.
El
aspecto de Lord Dunford al regresar a casa era tan lamentable —un
hombre taciturno dejando una estela de agua tras de sí— que Coombs
contuvo sus reproches y se contentó con apremiarlo para adecentarse.
Para desmayo del ayuda de cámara, escasa fue la colaboración de su
señor durante la tarea. Lo único que hacía era lanzar miradas
impasibles a cuanto lo rodeaba: al traje de gala del perchero, con el
cual habría de contraer matrimonio en poco más de una hora con la
hija de un armador estadounidense; a la pila de cartas de la bandeja,
sobre la que descansaba un sobre abierto con varias hojas; a la
ventana, marco de un monótono paisaje de lluvia y cielo plomizo. Los
pensamientos del noble, mucho más vigorosos que sus emociones,
atravesaron por un momento la muralla de vidrio y retornaron a la
estación de Waterloo.
El
Nigel Dunford que había dejado atrás al Lord se vio de pie bajo el
temporal, con la ventanilla del tren tan próxima que podía tocarla
si estiraba la mano. Raymond estaba al otro lado, inmóvil, sus ojos
pendientes de un gesto, de una frase que nunca llegaría a
escucharse. Desdeñando el pobre desenlace de la escena, la
imaginación de Dunford visualizó la figura de su amigo de la
infancia levantándose para abandonar el compartimento desierto y
bajar los escalones del vagón. Estaban solos bajo el aguacero, a
salvo de espías inoportunos en tanto las nubes de Londres se
vaciaban sobre sus cabezas. Raymond lo enfrentaba con una expresión
confusa en sus familiares facciones. Familiares... No, ese Raymond ya
no era el del colegio. Los hombros se le habían ensanchado y los
rasgos se le habían afilado. Los ojos, los labios, eran los de un
adulto.
Él
terminaba de cubrir la distancia entre ambos y lo besaba. El beso no
sabía a alcohol ni a rabia, como aquel día fuera de la Academia,
sino a lluvia, a curiosidad, a compleción. Sabía al sol del verano
tras un largo baño en el río, a música de vodevil y a pasos de
baile improvisados sobre la tarima de un salón de estudios. Sabía
al Raymond de verdad, suyo a pesar de sí mismo.
Sus
aventureros pensamientos los transportaron entonces a algún lugar en
el futuro. Raymond había sido licenciado del servicio activo con
honores, él era miembro del Parlamento. A plena luz se exhibían
tras dos fachadas de reputaciones intachables; al final de la jornada
se reunían en un pequeño apartamento en el East End y perdían esa
máscara de la que Raymond había hablado en su carta: se sentaban
juntos en el sofá, comentaban el periódico o la última obra de
teatro, escuchaban un disco en el gramófono. Echaban las cortinas,
se besaban, recorrían con los labios rincones de sus cuerpos que la
ropa había cubierto hasta entonces...
Lord
Dunford recuperó los sentidos y apretó los puños con impotencia.
Raymond tenía razón, todo aquello era un gigantesco error, uno que
su mundo no perdonaba y que tarde o temprano los arrastraría al
arrepentimiento. Estaba seguro, sin embargo, de que no era el único
que iba a cometer en breve. Su atención volvió al traje de gala,
heraldo del segundo gran error de su vida. Honor y deber contra la
felicidad que le traería el primero...
—¿No
cree que el uno de enero es una fecha rara para una boda? —preguntó.
Su voz sonaba un poco ronca—. Mi padre ha demostrado una
extraordinaria rapidez para disponerlo todo. Quizá ha sido un
tanto... apresurado.
—Su
padre lo ha hecho para afianzar su posición —explicó Coombs,
ocultando su asombro por el espontáneo brote de franqueza—. No se
preocupe; aunque le parezca un cambio brusco, se adaptará con
naturalidad.
—¿Usted
cree...? ¿Usted cree que hay manera de que dos errores puedan hacer
un acierto?
Coombs
siguió la dirección de las pupilas de su señor, detenidas en el
sobre abierto, y luego meditó sobre el traje empapado que la
doncella acababa de llevarse. Era un empleado discreto y prudente;
sabía que no era su papel inmiscuirse en los asuntos privados del
próximo conde. Con todo, era asimismo un hombre leal que lo había
acompañado desde la cuna y sentía por él la clase de afecto que su
respetable padre, atado por muchos otros deberes, no podía
permitirse ofrecerle. Ahogó un suspiro.
—Mi
madre defendía esa idea, sí —concedió—. Por supuesto, solía
usarla en referencia a la simetría de los peinados de las damas más
que a otra cosa, si bien opino que estaba en lo cierto. El día a día
es una dura sucesión de decisiones importantes y de grandes
responsabilidades. Es inevitable equivocarnos y hemos de estar
preparados para asumir las consecuencias. Dicho esto, a veces debe
permitírsenos tapar un error con otro cuando el perjuicio ocasionado
sea menor que sufrir la franqueza, señor. Porque todos nos merecemos
siquiera un poco de felicidad en nuestras vidas.
Lord
Dunford consideró estas palabras en silencio mientras el ayuda de
cámara pasaba revista a su atuendo y le daba el visto bueno. Fuera
ya esperaba el carruaje que lo conduciría a la casa familiar, y de
ahí a la iglesia. No se detuvo a mirarse al espejo. Tras pedir que
retuviesen al cochero unos pocos minutos más, se sentó ante su
escritorio, mojó la pluma en el tintero y escribió:
Mi
querido Raymond:
Feliz
año 1900 también para ti. Muchas gracias por tus buenos deseos, te
prometo que me emplearé a fondo para satisfacer las expectativas de
todos. No obstante, es una promesa que me será imposible cumplir si
echo en falta a la persona más importante. Me evitaste cuando murió
James, embarcas sin contar conmigo... Eres un pésimo amigo y te doy
mi palabra de que me las pagarás cuando estés de vuelta. Porque vas
a volver. Mis disculpas anticipadas si tiro de algunos hilos y
descubres que esos bóeres que mencionas se ven en serios aprietos
para acceder a tu pescuezo.
Te
has quejado más veces en tu carta por no saber lo que pienso que en
todos estos años atrás. Pues bien, te lo mostraré, aunque no en
unas tristes líneas. Te contaré mi secreto cara a cara, igual que
hiciste tú aquella noche antes de regresar a la Academia. Y yo no
estaré borracho, sino bien sobrio.
Quizá
seas mi mayor error, pero al menos lo habré elegido yo, Raymond. No
deseo rogar por tu alma. Quiero que tú ruegues por la mía conmigo.
Tuyo
sin pesares,
Nige
Después
de sellar la pequeña misiva, se la confió a Coombs para el correo
urgente. Con el corazón mucho más ligero, subió al vehículo y
emprendió el corto viaje hacia la primera etapa de su destino.