«El
príncipe Aari abrió sus ojos dorados antes de que llegaran los
ayudas de cámara. Sigiloso, se deslizó fuera del lecho, corrió
hasta el gran ventanal y salió a la terraza aún en penumbra. A
pesar de que era la pieza más elevada de palacio, la alcoba solo se
llenaba de claridad cuando el sol alcanzaba su cenit, pero a él no
le importaba. Vestido con un simple faldón hasta los pies descalzos,
la cabellera serpenteando en oscurísimos regueros sobre el suelo,
escapaba cada mañana y alzaba la vista hasta el único trozo de
cielo que le era dado contemplar desde la niñez. Aquel día fue
afortunado: un gavión imponente había hecho un alto en el lejano
reborde de piedra y descansaba, esponjando el plumaje, antes de
reemprender el vuelo. Le encantaba contemplar su pecho níveo, la
intensidad con que destacaba sobre el dorso de color azabache.
Siempre se imaginaba a sí mismo como una inmensa ave blanca y negra
que trocaba la melena en alas, subía allá arriba... y recordaba lo
que se sentía al recibir el impacto del viento en la cara».
«Ante
el estupor de todos, el príncipe descendió a tierra y caminó hacia
las pestilentes jaulas, seguido por un grupo de asistentes
horrorizados que procuraban, por todos los medios, que su inmaculada
cabellera no rozase semejante suciedad. El lugar donde habían
inmovilizado al extranjero era poco más que un agujero. El joven se
revolvía y profería lo que debían ser juramentos en una lengua
desconocida. Los músculos de su cuello se tensaban como cuerdas de
arco; los salvajes mechones broncíneos le cubrían el rostro, si
bien no alcanzaban a ocultar sus ojos azules. Lejos de apocarse, Aari
se acercó cuanto le permitieron y se asomó a ellos. Esos colores
tan vivos...
Jamás
había pensado que hallaría una segunda ventana al cielo en los
sótanos de su propia cárcel».
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