Un
caserón
del siglo XIV, dos muchachos en edad de merecer, una lista de
reliquias... y una reliquia que no viene en la lista: un fantasma,
cosecha del año
1347.
Que
lleva demasiado tiempo aullando de aburrimiento y se muere por un
poco de acción.
POSÉEME...
O NO
Un
pueblo de Aragón.
Un
caserón
medieval del siglo XIV restaurado, re-restaurado y vuelto a
restaurar; con más
remiendos que un patchwork,
vaya.
Un
día
cualquiera...
Dos
coches llegaron al unísono
al pueblecito de nombre anodino que se alzaba, con poca convicción,
en medio del valle. Se detuvieron ante la tapia
anodina,
comprobaron si habían
llegado al sitio correcto y cruzaron la anodina reja que alguien se
había
dejado abierta. Los jardines eran... Bien, digamos que no tenían
nada extraordinario.
Un
hombre de mediana edad se bajó
de la
reluciente máquina
de manufactura alemana en la que había
llegado. Su traje y el vehículo
hacían
juego en cuanto a intachable pulcritud después
de conducir durante cinco horas. Se puso su inmaculada chaqueta —que
había
tenido la precaución
de doblar para que no se arrugara—,
puso los brazos en jarras, contempló
el
edificio y suspiró.
—Menuda
construcción,
qué maravilla
de arquitectura. Rezuma la estilizada sobriedad del tiempo en el que
fue concebida. Lástima
que las posteriores restauraciones no le han hecho justicia. El ala
derecha grita «neoclásico»
por los cuatro costados y, en cuanto a esos ventanales que no deben
tener más
de ciento cincuenta años, a lo sumo...
El
otro automóvil
se detuvo a su lado. Este
debía
ser de manufactura... marciana, dado que tenía
más
alerones que un caza estelar. Puede que ahí
debajo
hubiese un par de tuercas originales de la cadena de montaje en la
que había
sido ensamblado, pero habían
quedado bien sepultadas bajo capas y capas de tuneado.
Un tipo ataviado con una estrecha camiseta blanca de manga corta y
unos vaqueros ajustados se bajó
de la
nave espacial. Era el típico
pavo que siempre llevaba camiseta de manga corta para lucir los
asimismo tuneados
bíceps, así la
temperatura fuese de quince grados bajo cero. El tío
también
puso los brazos en jarras, contempló
el
edificio y escupió.
—¡La
hostia, qué chozo
más
jodidamente feo!
El
jodidamente feo caserón
medieval de estilizada sobriedad había
pertenecido durante los últimos
noventa y cinco años a una respetable y anciana viuda que lo había
heredado de sus padres. La buena señora
debió
de haber nacido ya anciana y viuda, porque no había
alma que recordara, ni de lejos, el tiempo en el que fue joven y
casada. Lo cierto era que en sus años
postreros ya había
decaído
mucho, magnífico
eufemismo para indicar que estaba más
majara que un rebaño de cabras bipolares. Había
vivido allí sola,
contándoles
una y otra vez sus soporíferas
vivencias a un loro vetusto —del
cual se decía
que se había ahorcado de su propia barra para escapar de su miseria—
y una
cocinera también
vetusta —que
de seguro no se había
ahorcado porque era más
sorda que un gato de escayola—.
Al no tener hijos, la propiedad había
pasado a un par de sobrinos que habían
considerado la posibilidad de convertirla en un «hotelito rural con
encanto», término
moderno muy en boga que viene a implicar que, si son rurales, hasta
las porquerizas pueden tener encanto.
Y
el par de sobrinos estaba estudiando el edificio en aquel momento. Al
reparar el uno en el otro se acercaron a saludarse con mucha
cordialidad —los
dedos del conductor del vehículo
teutón terminaron
un poco chafados—
e,
ignorando a sus respectivas familias, corrieron hacia la entrada para
introducir la mastodóntica
llave en la cerradura y revisar el cuidadoso inventario que el
abogado les había
proporcionado.
Las
respectivas familias en cuestión
salieron
de los coches, a ver qué
remedio.
Consistían
en un par de esposas con caras de circunstancias —una
por cabeza— y
en un par de hijos a punto de entrar en la veintena —también
uno por cabeza—.
El hijo del piloto de Ala-X era, a simple vista, una digna
reproducción
de su padre, atractivo, alto y musculoso —guardaban la ropa en el
mismo armario, para ahorrar tiempo y espacio—, aunque no daba la
impresión
de estar lleno de gozo. Lo más probable era que anduviese cavilando
sobre las escasas posibilidades de que en el pueblo hubiera lugares
decentes de marcha
y un número
de pibitas lo
bastante abultado para que le durasen todo el verano. Pero como se
había
pasado el curso completo rascándose
la zona genital, sus argumentos para librarse del destierro forzoso
habían
perdido toda posible convicción.
El
vástago
del otro heredero no guardaba mucha semejanza con su primito:
era
corto de vista, no muy alto y
decididamente nada atlético
—con
un poco de maña
podría
haberse deslizado por el hueco de la cerradura que acababan de
abrir—.
Al pisar el camino de tierra se ajustó
sus
gafas de pasta, se abrazó
a su portátil
y contempló,
con admiración,
el edificio en el que se suponía
que iba a pasar las próximas
semanas. Era un estudiante sobresaliente cuya
vida social tenía
la misma animación
que un velatorio amish,
por lo
que no iba a echar de menos la ciudad.
El
joven miró a
su derecha, a la considerable porción
de espacio donde se alzaba su pariente. Contuvo la respiración.
Cuando su piel ya adquiría un
tinte purpúreo,
abrió la
boca y se estrujó
los
sesos intentando recordar la palabra que se usaba para saludar a las
personas. Creía
que empezaba por hache, pero el parón
repentino de riego sanguíneo
que había
sufrido su cerebro le había formateado el disco duro.
—Ho...
ho... ho... —entonó,
a la
manera de un esmirriado Papá
Noel
afónico.
En
su imaginación
había
compuesto una frase perfecta, coherente y que destilaba
autoconfianza: «Hola,
tú debes
ser mi primo Kevin, yo soy Jacobo, qué
pasa».
Sí, no
estaba mal para romper el hielo. Lástima
que el tal Kevin no fuese muy ducho leyendo mentes y, como los
sonidos inconexos que articulaba su primo registraban los mismos
decibelios que el carraspeo de un ratón,
el alto chaval pasó
por su
lado sin echarle una mirada. De hecho, ni siquiera se percató
de su
existencia.
Jacobo
cerró la
boca, aunque antes dejó
escapar
un sentido suspiro. No iba a ser el último
que lanzara estando entre aquellas paredes, por descontado. Luego
salió trotando
tras su recién
conocido —más
o menos—
familiar.
El
inventario del caserón
fue repasado a conciencia y resultó
aceptable,
a excepción
de ciertas menudencias. Siendo justos, no podía
achacársele
al abogado falta de celo. ¿Cómo
iba a saber él
que, en la parte que indicaba:
— Un
secreter de madera de palisandro con tiradores de bronce;
— un
juego de té de
Macao consistente en tetera, lechera, azucarero, catorce platillos y
trece tazas;
— una
cubertería
de plata de cuarenta y cinco piezas con las iniciales «V»
y «M»
grabadas;
— una
mantelería
de encaje de Venecia con once servilletas;
debería
haber figurado, en realidad:
— Un
secreter de madera de palisandro con tiradores de bronce;
— un
juego de té de
Macao consistente en tetera, lechera, azucarero, catorce platillos y
trece tazas;
— una
cubertería
de plata de cuarenta y cinco piezas con las iniciales «V»
y «M»
grabadas;
— un
fantasma, en su día
del género
masculino, originario del año
1357;
— una
mantelería
de encaje de Venecia con once servilletas?
No,
el hombre había sido riguroso en su trabajo. Ninguno de los dos
herederos habría
echado en falta aquella pieza concreta del mobiliario, porque el
mencionado fantasma era invisible, incorpóreo
y extraordinariamente silencioso. Pero él
sí que
reparó en
los recién
llegados, vaya que sí.
Después
de rondar aquella casa a lo largo de ocho diferentes siglos había
trabado un íntimo
conocimiento con cada uno de los rincones, arañazos
y muescas, y hasta con las telarañas y ciertas pelusas centenarias.
De hecho, había abierto los etéricos
ojos con gran asombro al observar a aquel par de caballeros dando
vueltas por el edificio y pavoneándose, en su nuevo papel de amos.
Pero
cuando los jóvenes
entraron tras ellos... Oh, caray... Cuando aquellos mozos traspasaron
el umbral de la que había
sido su prisión
durante varios cientos de años,
jadeó como
si le faltase
el aire. Era una mera licencia literaria, claro estaba; hacía
mucho tiempo que le faltaban el aire y todos los demás
fluidos. No
obstante, no pudo evitar relamerse, hablando de forma figurativa, los
invisibles labios.
Para
concluir, elevó
una oración
jubilosa a cualquiera que le estuviera escuchando allá
arriba. Nunca se sabía
y, además,
era de bien nacido ser agradecido.
***
La
historia de los años en los que el fantasma se habría
partido la boca de intentar atravesar una pared no era demasiado
interesante; tampoco, tristemente, demasiado larga. Había
nacido en 1340 y era el benjamín
del acaudalado noble que había
construido aquel caserón.
Como ya tenía
un heredero, un hijo obispo y un par de hijas que habían
celebrado dos provechosos braguetazos
políticos,
el buen señor
no tenía
muy claro el futuro de aquel pequeñajo tardío.
Por lo que a él
respectaba, bien podía
ocuparse de las caballerizas o de zurrir mierdas con un látigo,
con tal de que no molestara y se estuviera calladito.
Pero
no,
el pequeño
cabroncete no se
estuvo quieto. Tenía
que salirle desviado, invertido, sodomita... un bujarrón
con todas las letras, hablando en plata. Y el muy desgraciado ni se
molestaba en disimular. No iba a arriesgarse a que algún
inquisidor con exceso de celo se presentara por allí
y
celebrara una noche de San Juan anticipada, así
que
encerró al
pequeño pervertido en un rincón
ignoto para que recapacitara. Y tan bien lo encerró
que
hasta se olvidó de
dónde
lo había
puesto.
El
joven fantasma en ciernes pasó
a mejor
vida. Y, hablando de eufemismos...
Lo
de «mejor vida»,
según
descubrió el
pobre ente, era falaz propaganda clerical. La existencia después
de la muerte... era una mierda. O, al menos, no podía
decirse que él
se lo estuviera pasando en grande en su purgatorio particular, porque
mira que era una guarrada disponer de toda aquella libertad para
acosar a los varones en edad de merecer y no poseer
un cuerpo para disfrutarla. Carecía
de glándulas
y las hormonas ya no dictaban sus impulsos.
¿De
dónde
venían,
pues, aquellos calentones crónicos?
En términos
comparativos, su intangible fogosidad habría
bastado para surtir de energía
a una turbina ectoplasmática
de tamaño
medio. Ahí era
nada.
Por si fuera poco, nadie lo había
informado de las posibilidades del mundo espiritual, con lo que los
siguientes cientos de años fueron una continua sucesión
de frustrantes episodios voyeurísticos.
Ver
y
no tocar. Cuernos.
Y,
entonces...
Cuando
ya había
perdido las esperanzas de que el nuevo siglo marcado en su calendario
etéreo,
el XXI, fuese a traerle otra cosa aparte de más
aburrimiento, se topó
con
algo que nunca había
entrado antes en aquella casa. Tres cosas, en realidad: un chico
bastante potable, un chisme de esos modernos que se llamaban
«ordenadores»
y un concepto que le costó
muchos
días
comprender,
«Internet».
El
chico había
entrado a trabajar al servicio de la vieja tarada en calidad de
jardinero, albañil y carpintero. No estaba nada mal, y le sirvió
para
distraerse del tedio de los largos años pasados con la exigua
compañía
de dos mujeres y un loro. En los ratos libres, el chaval encendía
aquel aparatito mágico
y aquellas extrañas y brillantes estampas se sucedían
interminablemente. Y, de tanto en tanto, imágenes
en movimiento de damas y caballeros... intimando; y también
de damas intimando con ellas mismas, y con otras damas. El fantasma
no se perdía
detalle.
De acuerdo, era emocionante comprobar que los tiempos habían
cambiado y las actividades contra natura
ya
no llevaban aparejado convertirse en un churrasco, pero... ¿hacían
falta tantas
damas?
Ahora
bien, lo que de verdad
transformó
su vid... su existencia para siempre no fue el descubrimiento del
porno, sino algo mucho más
práctico
a corto plazo: la parapsicología.
Sí,
aquel joven era aficionado a entretenerse leyendo páginas
sobre ocultismo. ¿Quién
le iba a decir al pobre fantasma que, después
de tantos siglos, aprendería cosas tan útiles
en un chisme así? Un truco tan ingenioso como la posesión...
¿cómo
no se le había
ocurrido antes? Se habría
sonrojado, de haber podido.
Se habría
dado de cabezazos contra la pared, pero su cabeza siempre aparecía,
ilesa, en la habitación
de al lado.
Ya
que tenía
una víctima
propiciatoria tan a mano, practicó
con el
chaval. Roma no se levantó
en un
día.
Otras cosas también tardaron su tiempo en alzarse, mas la paciencia
dio fruto y el difunto del siglo XIV se las arregló
para
hacer que sus tenues moléculas
se mezclaran y quedaran ancladas a las de su involuntario huésped
durante unos segundos. ¿Sería
muy difícil
adivinar cuál
fue la primera parte de su anatomía
que cobró vida?
Pues no. La experiencia fue breve y cuando hubo de soltarlo se
encontró con
que su títere
no recordaba nada en absoluto. De hecho, se estaba preguntando a
santo de qué tenía
aquella erección
de caballo.
El
día
que perfeccionó la
técnica
hasta que pudo asumir un control total y prolongado fue apoteósico.
¿Qué haría
un fantasma que rondaba los setecientos años la primera ocasión en
que volviera a disfrutar de un cuerpo? ¿Comer
hasta hartarse? ¿Beber
hasta el coma etílico?
¿Aprender a hacer pulseras con gomitas?
¿Ir a
oler las rosas? Naaa... Comenzó
a
pajearse como un mono delante del espejo del baño.
La primera gallarda
duró unos
siete segundos, décima
más o
menos, y le hizo lanzar un aullido que desconchó
la
pintura de las paredes. La segunda se prolongó
durante
unos más
honrosos treinta y nueve segundos y fue celebrada con un berrido de
corno suizo. Y la tercera... guau...
La
tercera le tomó
nada más
y nada menos que un minuto y medio. Un minuto y medio de éxtasis
cuasimístico...
Habría
llorado de gozo, de no ser porque necesitaba conservar íntegra
su provisión
de fluidos.
Después
de cuatro horas de cascársela
casi sin interrupción tuvo la mala fortuna de que la novia del
chaval se presentara por la casa. Dos meses de abandono total, y la
muy meretriz tenía
que venir justo entonces. Y dado que
nadie le abría
la puerta —al
único
al que le regía
aceptablemente el cerebro en aquel momento era al loro—
optó por
colarse por una ventana abierta. La concentración
del titiritero se rompió.
Para el pobre chico fue en parte una suerte, qué
duda
cabía:
un par de manolas
más y
le habría
estallado una vena. Por otro lado, cuando la chica procesó
la
dantesca imagen que ofrecía
su enamorado en el baño...
El
amor juvenil puede ser veleidoso y titubeante. Aunque el escocido
jardinero temporal persiguió
a su
muchacha, abandonado incluso el trabajo a toda prisa, ella no quiso
volver a saber de él.
Claro que el fantasma nunca llegó
a
enterarse. Todo lo que sabía
era que había
perdido su recién
redescubierta felicidad, y se dedicó
a vagar
por el caserón,
como el alma en pena que era, lamentándose
por la brevedad de los goces terrenales, hasta que le rechinaron los
inmateriales dientes.
Entonces
decidió
tomar
al toro por los cuernos y estudió
la
situación
con cuidado. Había
aprendido algo maravilloso, cierto, pero también
había
perdido la
posibilidad de practicarlo. Observó
aviesamente
a los actuales moradores de la casa. De aquellos tres, el único
al que se hubiera planteado poseer era el
loro
y, con
franqueza, desconocía
por completo cuáles
eran las posibilidades masturbatorias de las aves, así
que
desistió.
No le quedaba más
remedio que armarse de paciencia y acechar hasta que pasara algo... o
alguien. Una cosa que se le daba jodidamente bien.
Y
entonces... llegaron ellos.
***
A
Kevin y Jacobo les fue asignado un enorme cuarto para los dos. No
había
muchas estancias habitables en la casa y había
que tomarse las cosas con calma, así
que sus
padres sentenciaron que un par de chicarrones de la misma edad no
tendrían
problemas en compartir los dominios.
Kevin
reparó
al fin en aquel chicarrón
de
un metro sesenta y siete que lo miraba raro tras los cristales de sus
gafas. Masculló un poco convencido «hola,
chaval»
y le hizo puré los
dedos de la mano derecha con su apretón
más
liviano. Después
desempacó su
colección
de ropas un par de tallas más
pequeñas de lo aconsejable, se repantigó
en la
cama, se adosó el
móvil
a la oreja y se tiró
dos
horas telefoneando y
chateando con una colección
de tíos,
colegas, machos, socios, chorbas y chulas.
Jacobo
sí que
lo miraba raro, no se podía
negar. Aparentaba deshacer su equipaje e ir a lo suyo, aunque la
verdad era que lanzaba tantas ojeadas de refilón
a su primo que los ojos amenazaban con salirle rodando. Jorobar, es
que el chaval era un monumento. Dejando de lado el tipazo que aquella
tela prieta marcaba que daba gusto, todo abultado por todas partes,
era guapo hasta decir basta, con aquel pelo castaño claro que le
provocaba impulsos de engominarlo a lametazos, aquellos labios llenos
que daban ganas de rechupetear de lado a lado y continuar el trabajo
por dentro, aquel cuello que, con aires de caramelo gigante, estaba
pidiendo «babéame,
babéame»...
A ver, Jacobo,
céntrate, so
subnormal, se decía
el joven en aquel momento, con
esa fijación
por sorber que te ha entrado. Alguna parte habrá
que
no... —Nueva
ojeada de
extranjis—. Pues
no, se lo succionaba todo, todo y todo, hasta ese tatuaje tribal del
bíceps
que aparentaban ser garabatos mongoles. Me agachaba y le chupaba la
bragueta de los vaqueros hasta que se volviera papel de fumar. Ay,
madre, que las ocho cajas de condones que ha sacado de la bolsa no
eran para hacer los globos de un baile de graduación,
que este los usa a saco... Y, hablando de usar,
¿le irá la
carne, o vivirá
en
perpetua Cuaresma, a base de pescado todo el rato? ¿O
la nouvelle
cuisine?
Ay, Dios, ya no sé
ni
lo que me pienso... A ver qué
dice, a ver si...
—Y
yo intentando montármelo
con la piba, claro —contaba
Kevin al
exhausto teléfono
móvil—,
y diciéndole
al tío
que se fuera a chuparla...
A
chuparla... pensaba
Jacobo, embobado con
esas
orejas que lucían
brillantes del tamaño de pomos de puerta. Otra
cosa te chupaba yo... Me metía
ese
lóbulo en la boca y le sorbía el pendiente hasta esmerilarlo...
—...
Y el notas
que no se piraba, oye, que se quedó
ahí, pasmado,
y yo le solté que
más
le valía
quitarse de mi vista rapidito porque, si no, lo iba a machacar...
Tú
si
que te machacas en el gimnasio, ¿eh,
monumento?,
con esos músculos
que parecen un tenderete de melones. Y, hablando de machacar, o mejor
dicho, de machacársela...
—¿Y
qué te
crees que hizo el cabronazo? ¡Me
rozó el
culo! ¡El
muy maricón
hijolagrandísima!
Le
partí la
cara...
A
Jacobo se le partió
otra
cosa: el corazoncito. Y, de paso, se le cayó
el alma
a los pies, allá,
entre las pelusas.
—...
Que ya no lo va a reconocer ni su madre, al bujarra ese...
De
acuerdo, las preferencias sexuales de Kevin empezaban
a determinarse
vagamente.
Su compañero de cuarto tragó
saliva
y se dio la vuelta, no fuera a ser que el homo-detector de aquel
monumento hetero
se
liase a pitar
y pensase que había
llegado el momento de patear más
culos. Ay...
Quizás
haya llegado el momento de apuntar, por si no había
quedado muy claro, que Jacobo no había
probado el pescado en su vida; que, si hubiera vivido
en Holanda, habría
depositado sus ahorros en el Rabobank; que le iban las cosas duras y
alargadas... Que era más
marica que un palomo cojo, en resumen. Aunque tampoco se había
atiborrado de carne, para nada. De hecho, el chico estaba todavía
tan dentro del armario que veía
Narnia y, por consiguiente, se encontraba por estrenar. Era muy duro
ser un maestro shaolin
de la mirada de reojo y la técnica
de relajación
para que a la tienda de campaña de sus pantalones no se le conectara
el piloto automático.
Intentaba mostrar su lado machote —¡ja,
ja,
ja!— estilo
Chuck Norris, pero los resultados recordaban
más a
Elton John haciendo de Rambo en un musical de Broadway y eran igual
de creíbles.
Y es que no había
mucho de donde sacar: bajito, delgadito, con aquellas gafitas de
intelectual, bajo aquella mata de pelito oscuro, demasiado fino para
que cualquier peinado moderno le quedara decente... Unos cuantos
«itos»
más en
su vida y ya solo le habrían faltado las plumas para hacer de
vedette en
un music-hall. Aunque, para ser sinceros, de plumas ya tenía
un rato largo. Muy bien escondidas, eso sí.
Suspiró
una vez
más
y se deleitó en
la contemplación
de su primo durante medio segundo extra antes de seguir fingiendo
indiferencia. Aquellas semanas iba a ser muy, muy, muy duras. Casi
igual
de duras que otra cosita
localizada
al sur de su Ecuador.
Lo
que él
no sabía
era que había
otra entidad más
en la habitación
en idénticas
circunstancias. Esta entidad, no obstante, no tenía
que molestarse en cultivar la mirada oblicua,
pues
nadie se iba a dar cuenta aunque les pegase los ojos al culo. Y
tampoco tenía
que disimular al lanzar suspiros: ya podía
soplar como el lobo de los tres cerditos, que ni lo iban a oír
ni iba a ser capaz de echar una plumita a volar.
El
ser en cuestión,
fácil era
de adivinar, era el fantasma. Había
dejado atrás
la fase de babeos metafísicos
y había
entrado en otra... ¿cómo
definirla? No tenía
ni la más remota
idea.
Apenas sabía
que allá,
en la zona donde antaño se había
hallado
su estómago,
algo que solo podría
describir como la representación
espiritual de una corriente eléctrica
se daba paseitos arriba y abajo, como si una bandada de mariposas
etéreas
revoloteara a toda pastilla y provocara un tsunami alegórico
en esas regiones inferiores que ya no tenía.
Sus maquiavélicos
planes onanistas se habían
ido al traste, sustituidos por otros mucho más
ambiciosos y perturbadores.
Contemplaba
al objeto de su deseo con el arrobamiento y la devoción
con que un Romeo contemplaría
a su Mercutio —sí,
amigos,
lo de Julieta era una miserable tapadera—
o un
Sam a su Frodo —Rosita
Coto y los trece hijos fueron despecho, puro despecho—.
Ahora que se fijaba con calma, y a una distancia de tres centímetros,
advertía la belleza de aquellas pestañas tan largas, y aquellos
ojos oscuros que brillaban más que el ónice,
y aquella piel tan perfecta, y ese pelo tan suave que daban ganas de
frotárselo
por todo el cuerpo —si
tuviera cuerpo—,
y... Hasta
esos anteojos tan extravagantes son encantadores, pensaba,
no me importaría
que se los dejara puestos... a cambio de que se quitase todo lo
demás.
Sí,
el inexistente corazón del
fantasma latía
de nuevo. Y lo hacía
por Jacobo, el pequeño, delgado y frustrado homosexual en vías
de desarrollo.
El
típico
triángulo
amoroso vino a establecerse entre aquellos tres personajes: chico
conoce chico, chico comienza a salivar por chico, fantasma conoce al
primer chico, fantasma ídem
de ídem
por él,
el segundo chico hace menudillos del primero si llega a enterarse de
las miradas rasantes que le lanza a su paquete... Una historia igual
de vieja
que la humanidad.
Bueno,
a lo mejor no tanto.
La
cuestión
era que dos de
ellos comenzaron a languidecer a causa de sentimientos no
correspondidos. Ambos
tenían años
de práctica,
pero no era lo mismo, claro que no, sufrir por las esquinas bajo el
peso de deseos abstractos e intangibles, y hacerlo cuando la causa de
tu sinvivir se paseaba ante tus narices con poco más
que unos gayumbos o una toalla diminuta —¡quién
fuera gayumbos! ¡quién
fuera toalla!—,
se vestía
y se peinaba a toda prisa, no más
de hora y media, a lo sumo, y se largaba al pueblo a hacer uso de
esas cajas de condones cuyo contenido descendía
a
velocidad alarmante. Vaya, que si las gomas las hubiesen fabricado
con petróleo,
los coches habrían tenido que repostar gaseosa.
Y
lo peor era llevar la máscara
todo el día,
pretender que era un tiparraco de mundo, muy viril y muy machote, que
sabía
de fútbol
y que encontraba las vaginas fascinantes. Excepto que, cuando su
madre asomaba la cabecita por la puerta y le preguntaba «¿Quieres
tu leche con cacao, Jacobín?»,
Kevin le lanzaba una ojeada desdeñosa que llevaba encerrado todo un
discurso homófobo
de varias horas de duración,
a lo Castro. Castro...
y
nunca mejor dicho.
Ahora
bien,
para malos tragos, los que tenía
que pasar el fantasma. Porque él
se encerraba con Jacobo en el baño
siempre
que tomaba una ducha o se cambiaba, por supuesto. Tenía
cada centímetro
cuadrado de su piel estudiado, comentado y anotado, y por ello había
visto muy bien lo que el chico tenía
entre las piernas. El aullido que soltó,
cuando aquel... aquel... aquel
ente con identidad propia
se desplegó sobre
los muslos del organismo que parasitaba, habría
matado de envidia a todas las banshees
en un radio de dos mil kilómetros
a la redonda. El poema de Quevedo habría
debido reescribirse para él
sustituyendo la
nariz por
otra cierta parte de la anatomía
humana. ¡Santo
Cielo! ¿Semejante
visión existía
de verdad, o los fantasmas también
alucinaban pepinillos? Y nótese
que la palabra «pepinillo»
era al instrumento en cuestión
lo que la pared de un excusado a la Gran Muralla China. Ya le gustaba
con los pantalones, pero sin ellos...
En
resumen: que, mientras el chico suspiraba sin esperanza por los
huesitos de su primo, el fantasma lo hacía
por los de Jacobo. Por los huesitos, y por lo que no eran los
huesitos. Miraban subrepticiamente, y suspiraban; reclinaban la
mejilla en la mano, y suspiraban... Con los suspiros combinados de
los dos se podría
haber generado suficiente energía
eólica
para alimentar un edificio de treinta viviendas durante dos semanas.
Hasta
que la víctima
de la intolerancia medieval resolvió que ya iba siendo hora de dejar
de suspirar y pasar a hacer otras cosas con la boca.
Jacobo
se
sentó a su mesa,
a trastear
con el portátil,
en tanto que Kevin
se
duchaba para salir a mojar el churro en cuanto chocolate se le
pusiera por delante. Ya llevaba tres días
sin darse una vuelta por el pueblo, cielos, debía
tener las gónadas
a punto de reventar. Sus padres habían ido a tratar
ciertos asuntos de las reparaciones del caserón,
con lo que de nuevo se iba a quedar más
solo que la una. O eso
creía él.
Total,
que allí estaba,
dedicado a su pasatiempo habitual, que era suspirar, cuando una voz
extraña
a más
no poder
sonó a sus espaldas.
—Ja-cooo-booo...
El
interpelado se volvió.
Sí,
aquel era Kevin, no cabía
duda, la toalla apenas le cubría
gran cosa. ¿Por
qué le
hablaba voluntariamente? Y, lo que era más,
¿por
qué lo
hacía
sin pitorrearse de él?
Estaba reclinado contra el marco de la puerta, con una pose de lo
más...
ambigua, con la pierna flexionada y una mano en la cintura. ¿Qué
le
había
dado?
Oh, qué diablos...
Ya que se había
dirigido a su humilde persona, tenía
una excusa para estudiar esos bíceps
bien marcados, esos pectorales perfectos, ese pack-de-seis que habría
servido para rallar queso... esa
toalla de mierda, cáete, toalla, cáete...
esos muslos duros y firmes...
Juer, Jacobo, cálmate,
capullo, que lo que se te está
poniendo
duro es otro chisme. A
ver,
relajación.
Piensa en... gatitos difuntos. No,
en
eso no,
mierda...
Jacobo
debía
ser uno de los pocos tíos
a los que rememorar felinos de cuerpo presente no les funcionaba para
bajar la hinchazón.
Por eso no lo hacía
nunca. A nivel subconsciente, ya era bastante malo que se viera a sí
mismo
como un pervertido. Aceptar que podía
ser un pervertido zoo-necrofílico
habría
sido demasiado para él.
¿Por
dónde iba? Ah, sí:
tenía
delante a Testosteronaman con los mechones de cabello húmedo
pegados al cuello, y toda la piel cubierta de gotitas de agua, que
daban unas ganas de apagar la sed a lametones... Oh,
no, ya estamos otra vez...
—Jacobo...
qué nombre
tan hermoso. —Los
ojos castaño claro de Kevin se iluminaron mientras se acercaba a su
compañero de cuarto, meneando las caderas a lo bestia—.
Aunque
menos que tus ojos.
Espero que no te importe si te retiro los anteojos para verlos mejor,
es que, ¡son
tan maravillosos! —añadió,
tomándose
la libertad de hacer tal cual había
dicho y dejándolos
en la mesa—.
Y esas pestañas
tan largas... y esos labios tan delicados...
El
chicarrón
semidesnudo acompañó cada
alusión
a partes corporales con una caricia a la zona en cuestión,
propinada por aquellas manos que Jacobo debía
haber imaginado sobre su piel... unas quinientas mil veces. Un
momento, pensó,
un
momento, no es que me haya quedado sobado sobre el teclado y esté
babeando,
¿no?
Este es Kevin de verdad... y estas son las manos de Kevin... y si
estiro un poco el dedito tocaré
los
abdominales de Kevin... y ese bulto debajo de la toalla de Kevin debe
ser su p... El
joven se puso rígido.
No es un sentido localizado —que
ya lo estaba a medias—
sino
completa, total y absolutamente rígido,
desde las
puntas
de los cabellos hasta los dedos de los pies. Ya estaba, se había
vuelto majara perdido. Tantos días
suspirando y cascándosela
en la ducha hasta dejársela
en carne viva no podían
traer nada bueno.
Porque era imposible que Kevin, el hombretón
que causaba estragos entre los genitales femeninos y los
distribuidores de anticonceptivos de la zona, estuviera allí
de pie,
acariciándole
la cara, llevando solo una toalla que se estaba remontando como la
carpa central de un circo. Ni hablar;
o se
había vuelto majara, o su madre le había
echado droga en el Cola Cao,
no cabía
otra explicación.
—...
Y espero que tampoco te importe si te retiro las calzas, es que hay
otra cosa que también
quiero ver mejor —había
seguido hablando aquel Kevin efecto de las setas alucinógenas,
tras echar
mano al botón
de sus pantalones.
Jacobo
siguió a
las manos en el movimiento hasta su ingle. Vale,
perfecto, déjalo
hacer, no es más
que una alucinación.
Que me baje la cremallera imaginaria de mi bragueta onírica
y le pegue un tirón
a mis calzoncillos etér...
¡AY...LA...HOS...TIA!
Hubo
de boquear como un pez fuera del agua cuando se posaron en su
obelisco a medio erigir. Para ser una alucinación,
aquella sensación
era muy
real.
No, y una leche, no podía
estar soñando.
¿Cómo
le iba a dar de sí el cerebro para imaginarse la cara que estaba
poniendo su primo al rodearle el tema
con las dos manos? Esa imagen y todo el toqueteo que llevó
aparejado
envió órdenes
bien claras al arquitecto del faraón, y el
obelisco se alzó
en toda
su gloria en menos de un segundo. Menos mal que era un tío
listo, porque la cantidad de sangre que hubo de desplazarse a su
entrepierna para poner en pie aquello habría
bastado para dejar a cualquiera medio gilipollas.
La
cara de Jacobo mostraba una curiosísima
expresión
de estupefacción
cachonda.
La de Kevin era el vivo retrato del extraviado en el desierto que se
topa de bruces con un oasis con palmeras, dátiles
y agua fresquita. Y, cual pitorro de botijo, se llevó
aquella
erección
monumental a los labios y empezó
a libar
con
la sed de quien se ha tirado siete días
sin beber. Excepto
que no habían
sido siete días,
sino cerca de siete siglos.
Imaginad
setecientos años
de sed atrasada.
Imaginad
lo que suponía
para el desesperado fantasma tal descubrimiento, digno de prender un
destello en el ojo de Vlad el Empalador. Evidentemente, no era otro
que él
quien manejaba los hilos de Kevin. Estaba a dos dedos de lloriquear
en agradecimiento a aquel regalo que casi compensaba toda una
existencia de privaciones, pero ya dejaría
las lágrimas
para luego. Se hallaba demasiado ocupado sobando, toqueteando,
acariciando y masajeando aquella inconmensurable obra de arte de la
biología,
como si necesitara cerciorarse bien de la realidad de su presencia;
pasando la lengua por toda su longitud —que
ya era trabajo—,
desde los suaves testículos
hasta la punta rosada, sedosa y húmeda;
trazando los relieves del grueso tronco y hundiendo la nariz en la
rizada mata de pelo oscuro hasta que le hacía
cosquillas; catando su sabor... Y pensar que había
gente que perdía
el tiempo comiendo, cuando había
otras
cosas que llevarse a las fauces... Engulló
todo lo
que pudo de su particular delicatessen. Resbalaba con facilidad
dentro de él,
porque la boca se le había
estado haciendo agua desde hacía
un buen rato. El cuerpo que manejaba tenía
muchas posibilidades. La mitad de aquella maravilla ya había
sido asimilada, con la técnica
de una serpiente que, desdeñosa,
empujara el costillar a los lados para ventilarse una presa que la
doblase en tamaño,
y continuaba...
Jacobo
estaba también
muy ocupado. Su organismo, enfrentado a la más
ardua decisión
que jamás
había
debido tomar, vacilaba entre sufrir un ictus cerebral o correrse. Al
final eligió la
segunda opción,
más
que nada por no poner en un aprieto al pobre muchacho. Parecía
increíble
que aún hubiese
sitio en el gaznate de Kevin para algo más,
estando tan lleno de polla, pero era obvio que, tras poder con el
filetazo, se había
guardado un huequecito para el sorbete. El homenajeado se sacudió.
Le habría
encantado
hundir los dedos en aquellos mojados cabellos y mantener su cabeza
justo en esa postura, pero
no
le obedecían
los brazos. Debía
contentarse con asistir al espectáculo
como si fuera algo ajeno a sí
mismo
y,
claro, la visión
de su escultural primo amorrado a su herramienta no iba a ayudarlo a
calmarse ni a perder la rigidez.
Al
rato, Kevin se desincrustó
con un
sonoro «¡pop!»,
lanzó una
nueva mirada admirativa, se levantó
y se relamió.
La
toalla voló a
un rincón
de la habitación.
Tras habérselo
imaginado desde todos los ángulos,
Jacobo pudo disfrutar de un primer plano de aquel cuerpazo, lanza en
ristre. No iba tan sobrado como él,
pero qué
maravilla,
qué belleza,
qué...
clase de gilipuertas era que no podía
ni estirar el brazo y palpar un poco aquello con lo que había
estado soñando,
día sí,
y día
también.
Aunque, ¿qué
estaba
haciendo el Apolo del tatuaje tribal? Se... se estaba colocando a
horcajadas sobre su regazo,
así,
con las vergas bien juntitas... y se estaba... se estaba metiendo los
dedos en el...
Oh,
joderrrrrr...
La
mano de Kevin agarró
el complejo megalítico
que se alzaba entre ellos y le propinó algún
que otro meneo, en tanto
que la
otra proseguía
sus ejercicios
de estiramiento. Era
imposible que a su primo se le pusiera más
pétrea.
El siguiente estadio de dureza habría
debido de ser el del diamante y esas cosas solo les pasaban a los
superhéroes.
Había
tenido un éxito
notable con el truco de desaparición
realizado con la boca. ¿Qué
tal se
le daría
en otra
parte? Pronto
lo comprobaría,
pues el
joven alzó las
caderas, apuntó y
se
empaló al más
puro estilo tepesiano,
mostrando una expresión
de dolor y gozo tan deliciosamente sensual que Jacobo tuvo que
concentrarse y pensar en auténticas
barbaridades para no volver a correrse.
¿Cuál
debía
ser una duración
decente para un polvo? ¿Treinta
segundos estaba bien? Hasta hacía
cinco había
sido virgen y no tenía
nada de experiencia. ¿Cómo
pretendían que se contuviera, con aquel paradigma del erotismo
masculino encajado alrededor de él,
con la espalda arqueada y las manos en sus rodillas, subiendo y
bajando muy, muy despacio y plantándole
el rabo en la cara? Ni
gatos, ni qué niño
muerto... Eso no había
quien lo aguantara.
Tuvo
suerte de que el fantasma perteneciera a la misma escuela de
pensamiento que él
en cuanto a celeridad orgásmica.
Mientras Jacobo daba rienda suelta a sus ímpetus
por segunda vez, Kevin hacía
lo propio con los suyos, acertando de lleno a su primo en pleno
rostro. Y el gemido que dejó escapar... y aquel hilillo de saliva
que se le escurría
de los labios...
Ay.
Madre. Mía.
Se
me ha vuelto a poner
dura...
Mucho,
mucho más
tarde, Jacobo se durmió
en su
camita. Aunque estaba exhausto, tenía
una sonrisa de gilipollas en la cara que era cosa de verla para
creerla. En cuanto al fantasma titiritero, se encaminó
a la
ducha, se metió en
ella, se colocó
debajo
de un chorro de agua caliente... y liberó a su marioneta. El
esfuerzo había
sido titánico
y no sabía cuánto
tiempo precisaría para recargar sus sobrenaturales pilas. Kevin tuvo
que agarrarse a las paredes para no caerse cuan largo era. ¿Qué
narices...? Procedió a recapitular.
Él se disponía
a pegarse un duchazo y a salir de caza, ¿verdad?,
de muy buen humor y fresco como una rosa. Bueno,
seguía
de buen humor, eso no podía
negarlo, pero, ¿por
qué estaba
tan bajo, tan rematadamente bajo de energías?
Y esa lasitud tan preocupante de Kevin junior...
Y ese dolor tan extraño
en
el ojete... Se llevó
una
mano a la zona afectada. ¡Ouch!
Coño,
¿acababa
de hacerse el Tour de Francia y no se había
dado ni cuenta, o qué?
Algo
cálido
y resbaladizo se deslizó entre sus muslos.
Si
Kevin hubiera abierto más
los ojos, se habría tenido que buscar los globos oculares, a
tientas, por el suelo de la bañera.
A
la mañana siguiente, lo primero que hizo Jacobo fue tratar de
localizar a su compañero de cuarto con la vista, pero no estaba
allí.
Muy raro, considerando lo intensa
que
había
sido su jornada anterior.
No
llegó
hasta muy avanzada la noche, cuando ya se había
acostado. Andaba con mucho tiento, cosa rara en él,
que por lo general se
movía
con la sutileza de un rinoceronte con dolor de muelas. Si lo que
deseaba con eso era no despertar a su primo se podría haber ahorrado
las molestias porque, en cuanto se metió
en el
catre, Jacobo encendió
la luz, se acercó,
se inclinó sobre
él
y le susurró,
con la más
beatífica
de las sonrisas:
—Hola,
semental. ¿Estamos
tímidos?
No hay por qué,
solo quería
decirte que eres el tío
más
increíble
del mundo, que estoy loco por tus huesos y que aquí
me
tienes, dispuesto a ser tu esclavo sexual. Siempre y cuando te
resulte cómodo
usar esta parte tuya tan enloquecedoramente sexy,
claro.
Y,
diciendo estas últimas
palabras, le puso la mano en el trasero a través
de las sábanas.
Fue una lástima
para el pobre no poder echar un vistazo a la cara de su primo antes
de hacerlo, se habría
ahorrado un disgusto; un disgusto, y un puñetazo de orangután
cabreado que por poco no le hunde la nariz en la pared trasera de su
cráneo.
Lo que sí hizo
fue echarlo a volar por la habitación
y aplastarlo contra la pared como una piel de plátano.
—Eh,
tú,
mariconazo —le
espetó Kevin,
con furia—,
si vuelves a tocarme el culo hago que te tragues tus propios dientes
después
de haberlos cagado. Es que... es que te corto en pedazos y se los doy
a comer a los cerdos, ¿me
oyes? Ya notaba yo que aquí
se
resbalaba en el aceite, con las pintas de trucha que te gastas. A mí
no vuelvas a acercarte, ¿lo
pillas? Y esta noche te vas a dormir al pasillo, o a la puta calle,
si no quieres que te meta otra vez.
Jacobo
se acomodó en
una de las viejas y polvorientas habitaciones. Decir que estaba
anonadado era poco: si le hubieran pinchado, no habría
salido ni una gota de sangre. Si un vampiro hubiera acertado a pasar
por ahí, ya habría
podido intentar morder, ya. Habría
sacado más
sustancia de un trozo de cartulina.
Los
siguientes días
fueron la mar de entretenidos, jugando al «que
te pillo»
reverso con su primo. No entendía qué
había
hecho mal. ¿Habría
infringido alguna ley gay no escrita? ¿Lo
había
hecho correrse trece veces y tendría
que haber llegado a catorce para conjurar la mala suerte? ¿Le
olía
mal el aliento? Porque no podían
ser imaginaciones suyas, no, lo de Kevin había
sido blanco y en botella.
¡Si
todo lo
que había
hecho él
era ponerse debajo! ¡Si
no había
tenido narices de moverse, cuernos! ¿Y
entonces?
No
había
una maldita cosa que pudiera hacer, salvo volver a suspirar. Aún
le dolía
el careto del guantazo brutal que le había
arreado aquel bestia. Le había
tenido que decir a su madre que se había
pegado un josconcio contra una puerta. ¡Contra
un muro de cemento armado, más
bien!
Fue
por eso que, al entrar aquella noche en el dormitorio tras la ducha,
envuelto en ese albornoz blanco tan esponjosito con el que su madre
le decía
que parecía
un diente de león,
se quedó a
cuadros cuando Kevin exclamó:
—¡Qué
cosita tan esponjosa! ¡Pareces
un diente de león!
Miró
a su
alrededor, no fuera a ser que por una casualidad cósmica
hubiese
una tía
a sus espaldas llevando un albornoz igual que el suyo. Pues
no,
allí solo
estaba él.
Rayos.
—Oye,
Kevin, no hace falta que te pitorrees, ¿vale?
Es
evidente que no supe leer las señales, pero ya me he mantenido...
¿Qué
haces?
El
machote de
los pedruscos en las orejas se había
quitado la camiseta de un tirón
y estaba haciendo lo mismo con sus pantalones y sus calzoncillos a
velocidad supersónica.
Y cuando Jacobo volvió
a vérselo
así,
con su traje de recién
nacido, con una erección
de caballo bajo aquel vello castaño tan seductor, el que se puso
burro fue él.
—Veeen,
Jacobo. —El
aludido tragó
saliva.
El bocado de Adán
le subió y
bajó como
un ascensor de esos exteriores, aunque
no se movió—.
Ven aquí,
anda.
Al
chico
no lo iba a desclavar del sitio ni un tronco de perros siberianos,
así que Kevin se desplazó
a su
cama, se puso a cuatro patas sobre ella y gateó
hasta
el borde cual
minino juguetón.
Desde allí ya
alcanzaba a agarrar el suave tejido blanco y hacer que se le abriera
el cinturón.
No llevaba nada debajo; solo él
y su ariete descomunal, en carne, hueso y perfume de jabón
de baño.
—Hmmm,
qué bien
hueles
—canturreó,
soñador,
mientras acercaba a su primo poco a poco. Más
le valía
tener cuidado, no fuera a ser que aquel arma de asedio le saltara un
ojo—. Échate
conmigo, vamos.
—Eh...
Kevin... uh... ¿Tienes...
tienes algún
tipo de problema raro, o es que así
os
divertís
en tu pueblo, o te mandan para castigarme por mis pecados de otra
vida, o...?
—Jacobo.
—El joven ya se había
tendido sobre la espalda, y su primo se encontró,
como quien dice, muy inclinado sobre él,
con el badajo de la campana mayor de la catedral señalando,
acusador, hacia su pecho—.
Fóllame.
Al
tenerlo así,
espatarrado y en bolas, solicitando que le practicara el coito en
términos
inequívocos,
¿cómo
esperaba que pudiera negarse? No era de piedra. No lo era en su mayor
parte, en aquel momento. ¿Y
era adecuado usar la palabra «coito»
entre tíos? ¿Y
a quién
cojones le importaba? Lo tenía
agarrado por las pelotas... literalmente. Se las estaba acariciando
con un arte amatorio que habría
hecho amarillear de envidia a una hetaira consumada. Y tras colocar
las bolas en posición,
venía
la parte de practicar el swing
con
el palo. Oh, joder, que parara... que parara de tocar la zambomba o
no tardaría
nada en recibir el primer disparo...
—Fóllame
yaaa...
—Ah...
ya... ya voy, si... si empiezas por soltármela,
igual puedo arreglármelas
para meterla en...
Le
soltó la cacharra,
separó y alzó los
muslos, le rodeó
los
hombros con sus musculosos brazacos y lo taladró con la mirada, y
aquellos ojos destilaban una lujuria... una lujuria tan pura que se
podría
haber embotellado y usado para alimentar la pasión
sexual de un poblado de cuáqueros
durante varios lustros. ¿Y
Jacobo creía
que estaba cachondo? Pues después
de eso, la minga se le debía
haber puesto en Defcon 0,5. Más
le valía
pensar en monjas desnudas de noventa y cinco años porque ya casi no
había vuelta
atrás,
y todavía tenía
que apuntar el misil, atravesar el túnel
de lanzamiento y aguantar el tipo durante un rato.
Ay,
la leche.
Qué
arduo
era el amor.
Y
a la mañana siguiente...
Kevin
aún
estaba sentado de medio lado en la cama, con los ojos como platos y
una palidez cadavérica
en el rostro. Jacobo abrió
uno de
los suyos y se le acercó,
preocupado.
Su
primo rebotó
cuando
lo vio tan cerca.
—Kevin,
¿te
encuentras bien? Vale que la vorágine
de ayer se nos fue un poco de las manos, pero en mi defensa tengo que
decir que estabas
pasándotelo
de miedo. —Movió
la mano
para colocársela
en el hombro—.
Y eso que, al final, ya no nos salía
más
que aguachir...
El
mamporro fue más
llevadero en esa ocasión. Lo malo vino después, cuando lo
volvió a
levantar y le encajó
un
rodillazo en los testículos
que confirmó al
chaval que los viajes espaciales eran posibles, porque estaba viendo
miles de estrellas. Mientras se retorcía
en el suelo, hecho un amasijo
de pura agonía, Kevin tartamudeó con
voz ligeramente aflautada:
—¡Que
te he dicho que no me toques, locaza, soplanucas... —al
agotar su repertorio de sinónimos,
recurrió a
lo clásico—
maricón!
¡Que
te parto todos los huesos! ¡Que
te corto en pedazos y se los echo de comer a los cerdos! ¡Que...
que estoy muy loco! ¿Eh?
No
precisó
más
amenazas. Jacobo reunió
sus
cosas y se mudó a
otro cuarto, y allí
se
quedó. Había oído
hablar de la incapacidad de aceptar la homosexualidad latente, pero
aquello ya era demasiado... por no hablar de que casi le había
cascado los huevos, después
del ahínco
que había
puesto en vaciárselos.
No, ni hablar. Nunca
más.
Por
eso, el día
que Kevin se coló
en el
baño cuando estaba a punto de darse una ducha y empezó
a
hablarle de nuevo con esa vocecita de Lolita de ochenta kilos, por
poco no chilló. Al
abalanzarse hacia la puerta, desesperado, el loco que estaba para
mojar pan le cortó
el
paso, se le colgó
de una
pierna, hundió la
cara en su paquete... y se lo
rechupeteó
por encima del bóxer
hasta que la tela se le pegó
al pene. ¿Qué coño,
al pene? ¡A
la tranca! Y cuando se juntaron bajo la ducha un par de minutos más
tarde, los dos en bolas, húmedos,
resbaladizos y tan calentorros que no se sabía
si el vapor que subía
hasta el techo salía
del agua o de sus coronillas, ¿qué
iba a
hacer? Kevin se había
dado la vuelta y sus nalgas prietas, en un sinuoso deslizar arriba y
abajo, aprisionaron
su vara mágica.
Si en uno de los vaivenes la vara se adentraba a iluminar la caverna,
a ver si había
Balrogs, ¿podía
ser culpa suya? Joder, si casi lo estaba asaltando.
Casi.
Por
si las moscas, al otro día
Jacobo no le dirigió
la
palabra a Kevin, porque la cara de su primo era todo un poema. Y el
dato de que no se había
sentado para tomarse el café
era muy
revelador... Sí,
mejor mantener las distancias. Lástima
que le salió el
tiro por la culata. Mister
Ropaprieta lo acorraló
más
tarde en su nuevo cuarto, lo lanzó
al piso
con los dientes por delante y comenzó
a
patearlo a conciencia.
—¿Tú
eres
subnormal, o qué,
puto de mierda? —gritó,
su voz una octava por encima de lo habitual—
¡Te dije que no me tocaras! ¡Tú...! ¡Tú...! ¡Tú me
has estado drogando, cabrón!
¡Tú has
estado echándome
cristal en la Coca-Cola!
¡Yo te
mato! ¡Yo
te hago cachitos! ¡Y
se los doy a comer a los cerdos!
Las
voces de sus madres llamándolos
para que dejaran de palparse el escroto y ayudaran a mover unos
muebles salvaron la vida al chico. Una
vida que, todo fuera
dicho, ya no sabía
si merecía
la pena, porque estaba volviéndose
completamente loco.
Un
par de días
más
tarde, Jacobo se
hallaba enroscadito sobre su cama, temblando bajo las sábanas.
Abrió un ojo,
incómodo
e incapaz de
dormir. Debía
ser el peso de los acontecimientos, aposentado sobre su conciencia.
Pues
no... El
peso no era precisamente sobre su conciencia, sino más
bien bajo la cintura. Y lo que le estaba constriñendo las
castañuelas
no tenía
pinta de ser «acontecimientos».
Aterrado, levantó
la
sábana.
Ese
bulto enorme empeñado
en hacerle una mamada subrepticia en mitad de la noche no podía
ser otro que Kevin. Jacobo berreó,
aunque no tardó en taparse la boca con la mano. Encendió
la luz, miró al
sur, aterrado, y empujó
a su
primo con la intención
de lanzarlo fuera, como si fuera una serpiente o un escorpión.
—¡Quita,
bicho! ¡Déjame!
—ordenó,
pegándose
al cabecero—.
¡Fuera
de aquí! ¡Estás
como una cabra! ¡Fuera,
o chillo!
—Jacobo,
yo... —dijo
el otro joven, con voz plañidera—
yo te
quiero muuucho...
Era
el colmo. Aquello era llevar la bipolaridad a extremos nunca
explorados por el ser humano. Su foto debería
venir en los manuales de física,
junto con la de Tesla. Y en los de psiquiatría;
también
junto a la de Tesla.
—¡Escucha,
Kevin,
yo no seré un
machote
como tú, vale, pero por lo menos soy... consecuente con mis actos!
¡Y
no me arrastro ante
nadie para que me la meta una docena de veces y luego le pateo los
hígados
para defender mi virilidad perdida! Me... me gustas, desde el
principio me has gustado. Ahora
bien,
quisiera llegar a viejo con las caderas que traje de serie, y no con
unos implantes, así
que
búscate
a otro para martirizar. Yo, con todo el dolor de mi corazón,
paso.
Su
compañero
lo miró con
ojitos de cordero degollado. Luego bajó
la
vista y juntó las
yemas de los dedos índices,
algo
ruborizado.
—Jacobo,
tengo que confesarte una cosita...
Fueron
unas horas muy
largas,
porque al joven aún
le quedaba suficiente sentido común
para no aceptar así,
de buenas a primeras, que un fantasma había
tomado posesión
del cuerpo de su primo y lo había
estado usando de
marioneta de guante —y
con eso hacían
dos los que lo habían
usado
de guante, ja, ja, ja—.
Aquello se
pasaba de surrealista. Lo que sí
hizo
fue conectar la cámara
de su portátil
y grabar toda la conversación.
Deseaba tener pruebas cuando, más
tarde, le suplicara por su vida al gemelo malvado de Kevin.
Para
ser sinceros, no era que la historia no tuviera sentido. No habían
hablado
mucho desde que se conocieron, mas de una cosa estaba bien seguro:
que lo que lo atraía
de él
no era su brillante
capacidad intelectual. Y aquel Kevin era un tipo culto y refinado. Y,
bueno, tampoco había
conversado con él
hasta entonces, en esencia porque ambos solían
tener la boca llena todo el rato, pero la manera en que hablaba... Y
sabía
cosas,
cosas de las que alguien como don
Miramisbíceps
no podía
tener ni idea.
—...
Alarico, Ataúlfo,
Sigerico, Walia, Teodorico, Turismundo...
—Vale,
vale, vale,
te sabes los reyes visigodos. Estoy
flipando.
Sí,
había
que aceptar la evidencia: si no lo había
poseído
un fantasma, al menos estaba como para que tuvieran que llamar al
padre Merrin.
—Supongamos
por un momento (y no digo que te crea)...
Supongamos
por un momento que eres un alma en pena, que moriste encerrado en
este caserón
el año 1357 y que estás
atrapado, por los siglos de los siglos, dentro de sus muros. ¿Cómo
se supone que te llamas?
—Romualdo.
—Romualdo.
Ya. —Jacobo se pasó la
lengua por los labios resecos—.
Mira,
Romualdo, que uses así
a Kevin
no está nada
bien. No me interpretes mal,
me... me agrada
mucho tu compañía,
dónde
va a parar, pero él
no se troncha con lo que haces... lo que hacemos con su cuerpo. Ya
debes haberte percatado, a estas alturas.
—Jacobo
—gimoteó la
marioneta—,
¿a qué
otra
cosa puedo aspirar? ¿Sabes
lo que es esta tortura eterna de tedio y soledad? Y cuando encuentro
una vía de... expresarme,
y una persona que me gusta de verdad,
¿cómo
puedes pretender que renuncie a ello? Si los dos disfrutamos así,
¿por
qué deberíamos
dejar de hacerlo?
—Porque
es... Porque es... —al
chaval le costaba un mundo resignarse—
moralmente
reprochable. Además,
al final mi primo me va a matar. Si tu plan es que seamos dos ahí,
flotando en el éter,
lo vas a conseguir bien pronto.
—¡No!
¡Claro
que no! —se
alarmó
un compungido
Romualdo—.
No sería
capaz de desearte algo así.
—¿No
podrías...
yo qué sé...
trascender a otro plano de existencia? ¿Caminar
hacia la luz? Subir al cielo, vamos, o lo que sea que hacen los
fantasmas.
—Nunca
he visto ninguna luz, ni he sabido cómo
hacer eso otro que has dicho. Estaré
prisionero
en estos muros para siempre, sin un cuerpo y sin ninguna posibilidad
de ser feliz.
Una
lagrimilla asomó
por
aquellos ojos claros. Si necesitaba más
pruebas de que eso
no era su primo... Jacobo sintió
que su
corazón
se reblandecía.
—Calma,
calma, ea,
ea... —Abrazó a
Kevin-Romualdo y le palmeó
la
espalda—. Ya
verás cómo
discurrimos una forma
de ayudarte, tú déjame
a mí.
—Lo
dices para que me calle. —Nuevos
sollozos.
—Que
nooo... Lo
digo en serio, muy en serio.
—¿Y
cómo...?
—Sorbió—. ¿Y
cómo
vas a hacerlo?
—Pues
igual
que tú averiguaste
cómo
meterte en el cuerpo de Kevin. —El
fantasma lo miró
sin
comprender—.
Internet.
Su
falso primo se secó
dos
lagrimones gigantes. Aún
sorbía
por la nariz, pero estaba
más
calmado.
—¿Y
si... y si no funciona?
—Funcionará,
te doy mi palabra. En la Wikipedia viene todo.
—Oye,
Jacobo...
—¿Sí?
—Por
si acaso, y por si tu idea surte efecto y no tengo muchas
oportunidades de despedirme, ¿no
podríamos,
esta noche, tú y
yo...?
Sus
dedos juguetearon
con la cintura del pantalón
del pijama de su compañero,
quien volvió a
pasarse la lengua por los labios, completamente partido en dos.
—De...
de acuerdo... ¡pero
solo una vez! Dos, a lo sumo...
¡Bueno,
tres! ¡Y
ni una más!
El
cuerpo de Kevin sonrió.
***
Su
primo se portó de
manera racional y sensible, considerando las circunstancias. Para
empezar, contuvo las ganas
de matarlo.
Luego visionó toda
la grabación
de la
conversación
con el fantasma que habitaba su cuerpo a ratos y se fue poniendo más
y más pálido,
como si estuviera considerando pasarse a la tribu gótica.
Lástima
que Jacobo no la paró
a
tiempo y presenció
el
comienzo de la mutua metida de mano que ambos protagonizaron. Nuevo
intento de asesinato, nueva acusación
de drogarle hasta la pasta de dientes...
El
pobre Kevin estaba muy confuso. ¿Cómo
era el chiste de la orgía?
«Organización,
que somos dos tíos
y quince tías
y a mí ya
me han dado cuatro veces por el culo».
Pues a él
no le habían
dado cuatro veces: ¡se
las habían
dado todas! ¡Y
sin comerlo ni beberlo! ¡Y
más le
valía
al mundo no hacer chistecitos con esa
frase, o
se liaría a
hostias!
Jacobo
sí que
investigó en
Internet. Averiguó
que la
solución más
propicia, si bien la más
drástica,
era quemar la casa hasta los cimientos para que desaparecieran las
cadenas que ataban al espectro y pudiese
hacer
transición a la otra vida. Algo le decía
que a su padre y al primo de este no les iba a hacer mucha gracia la
jugada, así que
se conformó con
perpetrarla en la habitación
donde el pobre Romualdo había
exhalado su último
suspiro corpóreo.
No
contenía
nada de valor, y
pensaba
que los riesgos serían controlables.
Kevin
le
advirtió que
más
le valía
que aquello funcionara porque, si no, el que ardería
sería
él. Y
después
los cachos. Y los cerdos.
***
Transcurrió
una semana y media de calma. Su plan purificador parecía
haber funcionado, y se las habían
arreglado para no arrasar el caserón.
Jacobo se sentía raro.
Por un lado, estaba satisfecho, aquel pobre fantasma se había
merecido un descanso. Por otro lado...
Kevin
no se había
molestado en mirarlo ni media vez. Pretendía
que había
dejado de existir, que él
también
se hubiera quemado en el mini-incendio. Hacía
días
que no suspiraba, pero...
Mierda.
Suspiró.
La
puerta de su habitación
se abrió,
sin previo aviso. E igualmente sin anunciar, Kevin se autoinvitó
a
pasar, la cerró
tras de
sí y
caminó con
la gracilidad de un potranco hasta la silla donde se sentaba su
primo. Eso sí que
no se lo esperaba. ¿Se
había
estado ahorrando los puñetazos y venía
a abonarle el saldo de su cuenta todo junto, intereses incluidos?
¿Quería
matarlo para no dejar testigos de que había
practicado sexo anal en posición
de cabeza? No se le ocurría
qué otra
cosa...
Entonces Kevin
se quitó la
camiseta, le pegó
un tirón
a su silla con él
incluido y se sentó
a
horcajadas.
Ay.
Madre.
Del.
Amor.
Hermoso.
—Es...
escucha, Romualdo, no... no puedes seguir haciendo esto. Yo...
lamento que mi plan fallase.
Estaba convencido de que había
tenido éxito...
—Escucha
tú, capullo —lo
interrumpió su
jinete—.
Ahora nos vamos a ir a la cama y tú
no vas
a decir ni una palabra. Y si
se te ocurre
mencionar ese nombre mientras follamos...
Jacobo
habría
llorado de alivio y de gratitud.
—...
Ya lo sé,
ya lo sé:
me cortarás
en pedazos y me echarás
a los cerdos.
—No.
—Kevin
le colocó la
mano en el paquetazo y se lo magreó
a base
de bien—.
Masticaré yo
mismo los pedazos, empezando por el rabo. Aunque me lleve
un día
entero terminármelo,
luego seguiré con
el resto.
No
podía
creerse que un comentario así
hubiese
salido de aquella prístina
materia gris. Algo del fantasma debía
de haberse quedado atrás,
a nivel molecular. Demonios, ¿qué
importaba? Jacobo sonrió de oreja a oreja.
Tanto, que casi se le desprendió
la
parte superior de la cabeza.
Gracias,
Romualdo...